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"Media res. Aturdidor. Línea de sacrificio. Baño de aspersión. Esas palabras aparecen en su cabeza y lo golpean. Lo destrozan. Pero no son solo palabras. Son la sangre, el olor denso, la automatización, el no pensar. Irrumpen en la noche, cuando está desprevenido. Se despierta con una capa de sudor que le cubre el cuerpo porque sabe que le espera otro día de faenar humanos".
"Ahora que es la mano derecha del jefe tiene que controlar y preparar a los nuevos empleados. Enseñar a matar es peor que matar. Saca la cabeza por la ventana. Respira el aire compacto, que arde.
Quisiera anestesiarse y vivir sin sentir nada. Actuar de manera automática, mirar, respirar y nada más. Ver todo, saber y no decir. Pero los recuerdos están, siguen ahí".
"Cuando leyó la noticia sintió escalofríos. Fue el primer escándalo público y el que instaló la idea en la sociedad de que, después de todo, la carne es carne, no importa de dónde venga".
"«Sé que cuando me muera alguien va a vender mi carne en el mercado clandestino, alguno de esos parientes lejanos y horribles que tengo. Por eso fumo y tomo, para que el sabor de mi carne sea amargo y nadie disfrute con mi muerte». Da una pitada corta y dice: «Hoy soy la carnicera, mañana puedo ser el ganado»".
"Agarra una birome y se pone a escribir. Él no le aclara que le puede mandar el pedido de manera virtual. Le gusta ver cómo Spanel escribe en silencio, concentrada, seria.
La mira fijo mientras ella completa el pedido con letra apretada. Spanel tiene una belleza detenida. Lo inquieta porque hay algo femenino debajo de un aura bestial que se cuida muy bien de mostrar. Hay algo de admirable en ese desapego artificial".
"Sergio, uno de los aturdidores, lo saluda y entra a la sala de descanso. Está vestido de blanco, con botas negras, barbijo, delantal de plástico, casco y guantes. Lo abraza. «Tejo querido, ¿dónde estabas?». «Haciendo el recorrido con los clientes y proveedores. Vení que te presento».
Cada tanto sale a tomar cervezas con Sergio. Le parece un tipo auténtico, uno que no lo mira con media sonrisa porque es la mano derecha del jefe, uno que no está pensando en qué ventaja puede sacar, uno que no tiene reparos en decirle lo que piensa. Cuando murió el bebé, Sergio no lo miró con lástima ni le dijo: «Ahora Leo es un angelito», ni lo miró en silencio sin saber qué hacer, ni lo evitó, ni lo trató diferente. Lo abrazó y se lo llevó a un bar y lo emborrachó y no paró de contarle chistes hasta que los dos lloraron por las carcajadas. El dolor siguió intacto, pero él supo que tenía un amigo".
"Los operarios hacen un corte preciso desde el pubis hasta el plexo solar. El más alto pregunta por qué hay dos operarios por cada cuerpo. Él responde que uno hace el corte y el otro cose el ano para evitar cualquier expulsión que contamine el producto. El otro se ríe y dice: «No me gustaría tener ese trabajo»".
"Uno se puede acostumbrar a casi cualquier cosa, excepto a la muerte de un hijo.
¿Cuántas cabezas tienen que matar por mes para que él pague el geriátrico del padre? ¿Cuántos humanos tienen que sacrificar para que él olvide cómo acostó en la cuna a Leo, lo arropó, le cantó una canción y al día siguiente amaneció muerto? ¿Cuántos corazones tienen que ser guardados en cajas para que el dolor se transforme en otra cosa? Pero el dolor, intuye, es lo único que lo hace seguir respirando.
Sin la tristeza, no le queda nada".
"Él lo respeta por eso. Se va a preocupar cuando deje de mirarlo, cuando el odio no lo sostenga más. Porque el odio da fuerzas para seguir, mantiene la estructura frágil, entreteje los hilos para que el vacío no lo ocupe todo".
"Despide al más alto con un apretón de manos y le dice: «Te vamos a estar llamando». El más alto le agradece sin demasiada convicción. Pasa siempre, piensa, pero otra reacción sería extraña.
Nadie que esté realmente cuerdo se alegraría por hacer ese trabajo".
"—¿Cómo es posible que no tengas paraguas?
Él suspira levemente y piensa que, otra vez, va a tener la misma discusión de todos los años.
—No lo necesito. Nadie lo necesita.
—Todos lo necesitan. Hay zonas que no tienen construidos los techos protectores.
¿Querés morirte?
—Marisa, ¿en serio pensás que si un pájaro te caga en la cabeza te vas a morir?
—Sí".
"Los mellizos se ríen, se hacen señas, susurran. Los dos tienen el pelo sucio o grasoso.
—Chicos, por favor, estamos comiendo con el tío. No sean maleducados.
Habíamos quedado con papá en que en la mesa no se susurra, se conversa como adultos, ¿no?
Estebancito lo mira con un brillo en los ojos, un brillo lleno de palabras como bosques de árboles quebrados y tornados silenciosos. Pero la que habla es Maru:
—Estamos adivinando qué gusto tendría el tío Marquitos.
La hermana agarra el cuchillo con el que está comiendo y lo clava en la mesa. El sonido es furioso, veloz. La hermana dice: «Basta». Lo dice despacio, midiendo la palabra, controlándola. Los mellizos la miran sorprendidos. Él nunca vio una reacción semejante en su hermana. La mira en silencio. Mastica un poco más de arroz frío, sintiendo tristeza por toda la escena.
—Me tienen harta con ese juego. Las personas no se comen. ¿O son salvajes ustedes?".
"No pudo llorar, en ningún momento, ni siquiera cuando vio el ataúd pequeño y blanco bajando a la tierra. Se quedó pensando en que le hubiera gustado un ataúd menos llamativo, que entendía que era blanco por la pureza del niño que estaba dentro, pero ¿realmente somos tan puros cuando llegamos al mundo?".
Agustina Bazterrica
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