"Un hombre.
Está en el peldaño, liando un cigarrillo. Hace un típico día variable, el huerto está exuberante, resplandeciente; las ramas, cargadas de lluvia que no cesa.Un hombre, y ese hombre soy yo".
"Pasan dos cosas a toda velocidad: el perro, un lebrel irlandés bigotudo, patilargo y un poco artrítico, muy aficionado a dormir cerca del fogón, sale disparado por la puerta rozándome las piernas y se planta en el huerto soltando una andanada de ladridos graves; y aparece una mujer por una esquina de la casa.
Carga al pequeño a la espalda, lleva en la cabeza el típico sueste de los pescadores del mar del Norte y trae una escopeta en la mano.
Además, es mi mujer.
Esto último todavía me cuesta asimilarlo, no solo por lo inverosímil que es que un día este ser fabuloso accediera a casarse conmigo, sino también porque siempre manda el sentido común a hacer puñetas cuando menos se lo espera uno, como ahora.
—¡Por Dios, cariño! —digo con un gritito ahogado; me distraigo un momento pensando en lo aguda que me ha salido la voz. Decir poco viril sería quedarse corto.
Ha sonado como si la regañara por elegir mal un objeto de decoración o por ponerse unos zapatos que no le combinan con el bolso.
Pasa por alto mi aflautada intervención (nadie podría reprochárselo) y dispara un par de tiros al aire".
"Es como si apareciera de pronto en otra época completamente distinta, como si estuviera en uno de esos cuentos populares en los que uno cree que ha dormido una hora, más o menos, y al despertar se da cuenta de que lleva ausente toda una vida, que todas las personas que amaba y todo lo que conocía ha muerto y desaparecido.
¿Vengo del otro lado de la casa, o en realidad llevaba cien años dormido?".
"Además, después de la clase tengo que coger un avión a Estados Unidos. Tras las innumerables presiones transatlánticas de mis hermanas y consciente de que es un error, voy para asistir a la fiesta del nonagésimo cumpleaños de mi padre. Lo que falta por ver es qué clase de fiesta se puede celebrar a los noventa años, pero me imagino montones de platos de papel, ensalada de patata y cerveza tibia, y todo el mundo fingiendo no darse cuenta de que el homenajeado está enfurruñado en un rincón, gruñendo por lo bajo. Hace tiempo que mis hermanas dicen que el hilo con el que nuestro padre se aferra a la vida puede romperse en cualquier momento, y que saben que no siempre hemos opinado lo mismo (por decirlo suavemente), pero que si no voy pronto lo lamentaré el resto de mi vida, bla, bla, bla. «A ver —les digo—, ese hombre anda tres kilómetros todos los días, come cerdo a la brasa como para desabastecer a todo el estado de Nueva York, y no parece nada senil cuando te coge por banda al teléfono: nunca le faltan argumentos para señalar mis defectos y meteduras de pata. Es más, con respecto a su tan cacareada e inminente muerte, en mi opinión ya nació muerto».
Mientras espero, me digo que este viaje (el primero en más de cinco años) no es la causa de esta inquietud, no justifica el ansia inexplicable de nicotina ni el tic nervioso del párpado. No tiene nada que ver, nada en absoluto. Simplemente hoy estoy un poco tenso. Nada más. Iré a Brooklyn, veré al viejo, me portaré bien, asistiré a la fiesta, le daré el regalo que ha comprado y envuelto mi mujer, charlaré con mis sobrinos, aguantaré los días precisos y… después me largaré echando leches".
"Meto primera y suelto el freno con una sensación ilógica del deber cumplido, como si lograr salir diez minutos tarde con la familia fuera el no va más; mando a los pulmones la primera calada del día y allí se deposita el humo, encorvándose como un gato.Mi mujer alarga el brazo, me arranca el cigarrillo de la boca y lo apaga.
—¡Eh! —protesto.
—Con los niños en el coche, no —dice, señalando el asiento de atrás con un movimiento de cabeza.
Me dispongo a retomar el hilo y a ir por todas. Tengo toda una serie de contra argumentos que ilustran lo peligrosas que pueden ser las armas de fuego para los niños, comparadas con los cigarrillos… Pero mi mujer se vuelve, me clava una mirada del color del jade y me dedica una sonrisa tan íntima y tierna que el alegato que tenía preparado se va como agua por el sumidero.
Me toca la pierna rozando el límite de la decencia y susurra:
—Te voy a echar de menos.
Para mí, como lingüista, es una revelación la cantidad de formas que encuentran dos adultos para hablar de sexo sin que los niños tengan la más remota idea de lo que dicen. Es a la vez testimonio y celebración de la adaptabilidad semántica".
"Cuando mi mujer sonríe así y dice «te voy a echar de menos», en esencia significa «no lo voy a catar mientras estés fuera, pero en cuanto vuelvas, te llevo al dormitorio, te saco toda la ropa y me desquito». Entonces carraspeo y le respondo «yo también te voy a echar de menos», queriendo decir «voy a estar toda la semana deseando que llegue el momento»".
"Fueran cuales fuesen sus antepasados, por algún motivo que jamás sabremos, los abuelos se alojaron en Buncrana, en un bed and breakfast. Mi abuela se estaba limando las uñas al lado del armoire, como lo llamaría siempre después (mi padre tenía muy claro ese detalle), cuando mi abuelo, que estaba mirando por la ventana, se volvió y dijo:
—Tengo una sensación rarísima en las piernas.
Ella no levantó la mirada. Se arrepentiría. «Daniel —me decía después—, si alguien te dice eso, levanta siempre la mirada. Siempre.» Puedo afirmar con total seguridad que nunca me han dicho semejante cosa. El caso es que ella no la levantó.
Siguió limándose las uñas y dijo:
—Pues siéntate.
En vez de sentarse, se desplomó en la alfombra y se dio un golpe contra la mesita de noche y contra un cuenco de adorno, que mi abuela tuvo que pagar antes de dejar el alojamiento. Derrame cerebral. Muerto en el acto. Sesenta y seis años.
«Tengo una sensación rarísima en las piernas.» ¿Qué clase de últimas palabras son esas?".
"Y entonces, sentado en la cocina de mi amigo, a oscuras, rodeado de dibujos coloreados de niños que no tenían ninguna relación conmigo, machacado por el insomnio, le preguntaba: «A ver si puede usted ayudarme: ¿sabría decirme si incineraron ustedes a un hombre llamado Daniel Sullivan hace veinte años, a finales de mayo?». Sí, por si la situación no fuera bastante surrealista, encima me llamo igual que mi abuelo. Algunas veces, a altas horas de la madrugada de San Francisco, tenía la sensación de estar buscando el paradero de las cenizas de mi yo anterior".
"—¡Oiga! —me llamó la mujer—. ¡Oiga! ¡Usted!
Me paré.
—¿Me persigue con la llave inglesa? ¿Quiere asustarme?
—¿Qué lleva ahí? ¿Es una cámara de fotos? Seguro que sí. Quiero que la saque y quite el carrete, aquí, delante de mí para que yo lo vea.
Me quedé mirándola. Lo primero que pensé fue en Ari. ¿De verdad estaba obligado a vivir con una persona tan rematadamente loca? No me extrañaba que tuviera dificultades con el habla, con una madre tan histérica, tan delirante, tan miedosa. ¿Una cámara? ¿Quitar el carrete? Sin embargo, en un instante, mientras nos mirábamos, vi algo en su rostro que me resultó conocido: la manera de hundir las cejas al fruncir el ceño. Había visto esa expresión en alguna parte. O eso creía.
¿Conocía a esa mujer? Una idea desconcertante, cuando se está en medio de ninguna parte, a miles de kilómetros de casa.
—¿Eso es una cámara? —insistió, señalando lo que llevaba en las manos.
Me las miré y, para mi sorpresa, vi la caja precintada del abuelo. Seguro que había salido del coche con ella. Al abuelo le gustaba mucho tomar el aire.
—No es una cámara —dije.
Entornó los ojos exactamente igual que un policía para interrogar a un sospechoso.
—Entonces, ¿qué es?
Apreté la caja de cartón, tan familiar ya, con las caras precintadas y las esquinas ligeramente aplastadas.
—Si tanto le importa… —dije— es mi abuelo.
—¿Su abuelo? —repitió.
Me encogí de hombros. No me sentía obligado a darle más explicaciones.
—Hace ya un tiempo que no es lo que era.
—¿En serio? ¿Y va por ahí con él bajo el brazo?
—Eso parece".
"—Han traído esto para usted.
Llevaba, me di cuenta entonces, un paquete pequeño en una bolsa de percal.
—Gracias.
Tendí la mano para cogerlo, pero lo apartó. Echó una mirada a ambos lados del pasillo, como cerciorándose de que no había nadie del FBI.
—Ella quiere verlo —susurró.
—¿Quién? —contesté, y me di cuenta de que también había susurrado. Por lo visto era contagioso.
A raíz de este acercamiento, la señora Spillane me miró con atención. Me pregunté un instante qué sería lo que veía: ¿un americano alto con las sienes un poco plateadas y el blanco de los ojos garabateado en caligrafía roja? ¿Vería arrugas de desfase horario, insomnio recalcitrante, adicción e insuperable dolor paternal? A saber.
—Ella —dijo, inclinándose hacia delante, intentando hacer algo parecido a un guiño.
La mandanga da paranoia a mucha gente, pero no podía echarle la culpa de esa sensación constante de que el mundo estaba contra mí: ya la tenía antes de aficionarme. ¿Qué me quería decir la mujer? ¿Se me escapaba algo?
—Lo siento —empecé a decir—, pero no tengo ni idea…
Me colocó el paquete en las manos. En un segundo de locura pensé que mi exmujer había encontrado la manera de dar conmigo y me había mandado un paquete envenenado: excrementos, el semen de su amante, la cabeza del perro.
Entonces me fijé en el conocido precinto azul que atravesaba el cartón. Era el abuelo.
—¡Anda! —dije—. ¿Cómo ha…?
—Se le olvidó al lado de su furgoneta. Cuando la ayudó. A ella.
Abracé al abuelo. Me acordé de que lo había dejado en el suelo para sujetar el gato, pero ¿cómo se me pudo olvidar después?
—Lo siento, abuelo —musité.
—Que Dios lo tenga en su gloria —dijo solemnemente la señora Spillane, santiguándose.
—Sí —dije—. Gracias. Bueno —me dispuse a cerrar la puerta—, creo que me voy a acostar y…".
"Fuera lo que fuese, había conseguido algo con lo que la gente de su clase debía de soñar continuamente: dejar esa vida, hacer borrón y cuenta nueva, desaparecer.
Y yo la había encontrado".
"Estiro el cuello para ver mejor y, con el movimiento, algo me roza las costillas. Palpo los bolsillos de la chaqueta, paso las manos por el forro sedoso y resbaladizo. Con alivio, toco el rectángulo del pasaporte. Dentro estará el billete. Un vuelo a Estados Unidos, el primero en cinco años, el regreso a casa de mi padre. Ahí está, en el bolsillo del pecho, exactamente encima de mi desbocado, aturullado y traicionero corazón".
"Fuiste una vez más a la agencia de trabajo temporal con la clara conciencia de que no le caías bien a la empleada. No sabías muy bien por qué. Habías pasado la prueba de mecanografía, habías sonreído amablemente, te habías puesto una blusa limpia (que habías tomado prestada sin permiso de la chica en cuyo piso dormías esa semana, y lavaste y devolviste a su sitio esa misma noche).
La empleada de la agencia levantó la vista al verte entrar y luego la bajó.
—Esta semana, nada —dijo, y estabas a punto de dar media vuelta y largarte cuando añadió—: A no ser que…
Te paraste en el primer escalón.
—¿Te interesa el cine? —dijo mientras levantaba unos papeles de la mesa, primero los de un lado y luego los del otro.
—Sí —dijiste—, sí, me interesa.
Y resulta que era verdad, pero habrías dicho que sí aunque la pregunta hubiera sido si te interesaba la cría de pollos".
"Niall dobla los dedos enguantados (lleva las uñas muy cortas, siempre, limadas hasta el límite, pero ni por esas) y respira hondo, como un bañista que ve aparecer una ola enorme, como un senderista al darse cuenta de que le quedan muchos kilómetros por andar. Es consciente de la reacción de la piel, la superficie, la capa exterior, a esta decepción: una ola ardiente entre la ropa y esa parte de sí que considera su «yo».
El picor, la desazón, el sarpullido, la inflamación, la rojez, la dolencia enloquecedora y desesperante, eso no es él. No forma parte de él. Está él y, aparte, la enfermedad: dos entidades que están obligadas a vivir en el mismo cuerpo".
"—¿Qué haces aquí? —le digo.
—Buscarte —dice.
Mi hermano habla así, comiéndose palabras que otros considerarían obligatorias.
Una vez le pregunté por qué no le gustaban algunas palabras; frunció el ceño y me dijo: «Querrás decir por qué me gustan las elipsis. Así se llama lo que hago: omitir los sujetos y otras partes de la oración que no hace falta decir». Y ya no se me olvidó el nombre: elipsis".
"Llego y le echo los brazos encima, algo que en general no le gusta, pero no le importa si soy yo quien lo hace. Mi hermano huele a: papel, ordenadores, algodón, emoliente, tostadas, sucedáneo de jabón, infusión de hierbas, habitaciones sin ventanas. Mi hermano huele a mucho trabajo. Mi hermano huele a inteligencia, a noches sin dormir, a estudio, a dedicación y, a veces, creo, a soledad. Pero él no estaría de acuerdo con eso último".
"Me interrumpe y dice algo, una serie de palabras que se quedan flotando en el aire entre los dos, formando una nube, como un enjambre de moscas. Me oigo respirar, coger aire, soltarlo, cogerlo, soltarlo, como si acabara de pegarme una carrera. Noto el pulso, me martillea en el cuello. Me ha parecido que Niall decía «me ha llamado papá». Pero no puede ser. Papá se fue cuando yo tenía seis años y nunca volvió.
El aire acondicionado se para al apagar el motor, y el calor de finales de primavera enseguida espesa el ambiente del coche. Me pica la nariz, me pica la garganta, me duelen, como si me hubiera dado alergia o algo por el estilo; procuro hilar las palabras para que tengan algo de sentido.
—¿Qué? —suelto.
—Ha llamado papá.
—¿Papá? —digo, como si nunca hubiera oído esa palabra… y es verdad, en cierto modo, pienso después.
Niall asiente y se vuelve a mirarme.
—¿Quieres decir…? —Lo miro a la cara, intentando entenderlo—. ¿Quieres decir…? ¿Qué quieres decir? ¿«Papá», en plan uno de nuestros padrastros?
—En plan papá, el padre nuestro, el único que tenemos.
—¿El padre nuestro?".
"—Bueno, ¿en qué curso estás ahora, Phoebe? —dice papá—. ¿En el décimo?
—Undécimo —digo.
—Claro —dice—. Undécimo. ¿Y te gusta?
—No está mal.
Otra pausa. Niall levanta del plato la bolsita húmeda del té. Deja un reguero de gotas en la mesa. La vuelve a poner donde estaba.
—¿Hay alguna asignatura que te guste más que las demás? —dice papá. Me encojo de hombros. Quiero irme ya y me pregunto si Niall también—. ¿Ya sabes lo que te…?
—¿Dónde te has metido todo este tiempo?
Lo digo a gritos, porque de repente estoy furiosa, estoy muy cabreada. ¿Cómo puede llegar a un café y, así, sin más, ponerse a preguntar a Niall por su trabajo y a mí por los estudios, esperando que contestemos como si todo fuera normal? Porque eso es lo que parece esta situación, una cosa normal. Parece tan normal que asusta, que irrita, estar aquí sentados con nuestro padre; y es normal, solo que no es normal para nada".
"—¿Que qué tal estoy? —dice ella—. Bueno, he estado mejor, francamente. La cuestión es: ¿qué tal estás tú?
—Perfectamente. ¿Por qué no iba a estarlo? Solo te llamo para que sepas que todavía no he ido a casa de mi padre. Resulta que…
—Ya sé que no estás con tu padre —lo interrumpe.
—¿Ah, sí?
—Sí. Me llamó tu hermana y…
—Ah…
Le sube una sensación por el pecho, una leve oleada de consternación. Ahora comprende que tenía que haberla llamado antes. Tenía que haber intentado explicarle algo, los vacíos que hay en su vida, los ríos subterráneos, el deseo imponente y repentino de llenar todos los que pudiera".
"—¿Hay otra persona?
—¿Qué?
—¿Te estás viendo con alguien?
—¡Qué ridiculez, Claudette!
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Porque tú nunca harías algo así, ¿verdad?
Daniel suspira.
—Reconozco que en ese aspecto no tengo un historial perfecto, pero vamos, sabes que no te haría una cosa así. ¿A qué otra persona podría desear en la vida?
Ella resopla.
—No sé.
—Vamos, yo no soy de esos. —Querría decirle: «¿Acaso te crees que soy tu ex?», pero se da cuenta de que no es el momento, así que opta por seguir dándole confianza
—. Cielo, te juro que las cosas no van por ahí.
—Júralo por tu vida.
—Lo juro.
—Por la vida de tus hijos.
Ella no lo ve, pero él sonríe. La quiere por lo melodramática que es, por cómo lleva las cosas al extremo.
—Lo juro por la vida de mis hijos.
—Está bien —dice, despacio y claro—. Has de saber, Daniel Sullivan, que si me entero de que me engañas…
—No te engaño.
—… te corto las pelotas.
—De acuerdo.
—Primero una y luego la otra.
—Entendido —suelta sin querer una risita ligeramente nerviosa—. Gracias, esposa mía, por la imagen tan gráfica y precisa".
"«¿Por qué demonios —recuerdo que le grité, con la crueldad y la miopía de la juventud— te casaste con ese tío? ¿Qué ventolera te dio?» Empezó a regañarme por el tono, pero no lo consiguió. Lo que hizo fue mirarme directamente a los ojos y pronunciar mi nombre. «Danny.» Y empezó una frase que no terminó. Hoy daría lo que fuera por haberla oído entera, pero la vida está llena de preguntas sin respuesta, como muy bien sabemos. «Danny —dijo—, la verdad es que en todo este tiempo he…».
Y no siguió. ¿Por qué? Porque empezó a llorar de una forma tan arrebatadora que no podía hablar. Nunca la había visto llorar. No era sensiblera ni llorona: siempre tenía una actitud tranquila y enigmática. Verla llorar con tanta congoja, derramando tantas lágrimas, fue una impresión de lo más visceral y horripilante. Creo que le dije «perdóname». Creo que le dije «mamá». Creo que le dije «no llores». Pero es posible que no le dijera nada".
"—Myrna, es que tengo un dilema; no sé qué hacer.
—¿Eh?
En realidad no sé a dónde quiero ir a parar con esto, pero es preferible hablar de dilemas, en vez de indagar en los atractivos de mi padre como marido.
—A lo mejor me puedes ayudar —digo, sin pensarlo mucho. Las cejas pintadas de Myrna se arquean al instante, pero tengo que decir a su favor que esboza una sonrisa.
—Lo intentaré.
—Pues… Bueno, es todo un poco largo, pero es que… me acabo de enterar de una cosa sobre una persona que conocí hace mucho. Me ha pillado desprevenido, por decirlo de alguna manera. Y la cuestión es: ¿voy a ver a un antiguo amigo que podría aclararme muchas cosas sobre lo que sucedió, que podría darme respuestas? ¿O vuelvo a casa con mi mujer y me olvido del maldito asunto? Myrna me mira apretándose los labios con los dedos. A lo mejor no he calculado bien la situación. A lo mejor Myrna no es una persona a la que se pueda hacer esta clase de preguntas. A lo mejor tendría que callarme de una puñetera vez, volver a la fiesta, coger un plato de comida, charlar con la familia, desear a mi padre un feliz cumpleaños y luego largarme de aquí y volver a casa.
—Eso de lo que te acabas de enterar —dice al cabo de un momento—, ¿tiene que ver con otra mujer?
La señalo con el dedo.
—¡Myrna! —le digo—. ¡Qué sagacidad la tuya! ¿Cómo lo has sabido?
Se encoge de hombros.
—Me he casado cuatro veces, Danny. La conducta de los hombres tiene pocos secretos para mí".
"No quiere pensar cómo serán las cosas en el piso sin Daniel, sin nadie en el dormitorio de arriba. Cómo va a escribir las conclusiones de la tesis él solo, con la única compañía de Suki y su maldito hámster. Cómo va a afrontar las pocas semanas que quedan de trimestre, la trepidante aceleración de las clases, el pánico de los estudiantes del último curso y los seminarios de última hora. No sabe cómo va a enfrentarse a todo eso sin Daniel.
Quiere encontrar la forma de decírselo. De decirle: «No te vayas». No, eso no.
Tiene que ir, su madre se está muriendo, por amor de Dios. De decirle: «No tardes mucho». De decirle: «Vuelve pronto, por favor». De decirle: «La vida sin ti es inconcebible». Pero parece imposible decirle algo así aquí, en este vestíbulo lleno de cabezas cercenadas, urogallos disecados y vasos de vino abandonados, decírselo a la cara, cuando está más pálido que un champiñón, con las pupilas dilatadas.
—¿Qué has tomado? —es lo que le pregunta.
Daniel vuelve la cabeza completamente para mirarlo. Tiene una expresión distante, alarmante.
—¿Eh?
—Daniel —susurra Todd, sujetándolo por el codo—, ¿qué te has metido?
—Nada —balbucea Daniel—. No sé. No era mucho.
—Mucho ¿qué?
—Nada —insiste Daniel.
—¿Cuántas veces te he dicho…?
—Cuántas veces te he dicho".
"—Oye —dice Todd; avanzan juntos a trancas y barrancas por la gravilla, como impulsados por un vals extraño—, tengo que decirte una cosa, pero antes te repito que no te metas nada si no te lo he dado yo, ¿de acuerdo? Te lo he dicho mil veces.
No sabes lo que te dan. Lo que tiene mi primo es puro. Lo sabes. Pero todo lo demás es…
—¡Qué sitio! —exclama Daniel, todavía apoyado en él—. ¡Qué sitio, joder! ¡Fíjate! —alarga el brazo y parece que mire algo fijamente—. ¿Aquello son montañas? —pregunta, señalando una línea de picos detrás de los árboles.
—Sí —dice Todd—. La cuestión es que…
—¿Estás seguro?
—Si estoy seguro ¿de qué?
—De que son montañas. Parece que están tan… tan lejos.
—Hummm. Daniel, la cuestión es que…
—¡Ajá! —grita Daniel, eufórico; saca la mano de un tirón del bolsillo interior de Todd y la levanta en el aire—. ¿Qué es esto?".
"Unos días después entró una mujer en la cocina. Era media tarde. Tenía el pelo largo, con mechas, y le caía sobre un hombro; llevaba una camiseta con el nombre de un grupo musical de Manchester. Le llegaba casi a la rodilla pero, a pesar de todo, se notaba que no llevaba nada debajo. Ni Todd ni Suki la habían visto nunca.
Abrió el frigorífico. Sacó el pan de molde, un paquete de mantequilla, cogió un plato y se puso a hacer dos sándwiches.
—¡Hola! —dijo Suki, de una forma que habría podido parecer cordial a quien no la conociera.
La chica se volvió.
—¡Ah! —exclamó, apartándose el pelo de los ojos—. Lo siento, soy una maleducada. Hola. Soy Cassandra.
—Hola, Cassandra —dijo Suki, y luego pinchó a Todd con el bolígrafo—. Todd, saluda a Cassandra.
—Hola, Cassandra.
Cassandra cortó los sándwiches en cuartos, los colocó en un plato y se fue. La oyeron subir las escaleras de la buhardilla. Apenas unos minutos después, o eso les pareció, empezó a oírse el traqueteo sordo del cabezal de la cama contra la pared.
—¡Vaya! —dijo Todd, al tiempo que encendía la radio—. Por lo visto al americano le encantan los sándwiches".
"—No sé si deberíamos… —empezó a decir, retrocediendo hacia el borde del pequeño rellano, pero Suki había empujado la puerta y ya estaba dentro.
Hubo un silencio largo. Todd aguzó el oído para no perderse cualquier exclamación, comentario o lo que fuera, pero, insólitamente, Suki no abrió la boca.
—¿Qué? —dijo Todd—. ¿Qué hay ahí dentro?
Se le ocurrieron varias cosas: juguetes eróticos raros, dibujos inquietantes, un cadáver. ¿El suyo? ¿El del americano? ¿Se habría ahorcado? ¿Se habría metido una sobredosis y llevaba varios días allí tirado?
—La hostia… —murmuró Suki".
"—Tenemos que ir al hotel, coger el coche y llegar al aeropuerto.
—De acuerdo.
—Tardaremos… no sé… una hora. Como mucho.
—Bien. —Daniel lo agarró por los brazos y lo atrajo hacia sí—. Dame dos hostias.
—¿Qué?
—Que me des dos hostias.
Todd lo miró fijamente.
—¿En serio?
—Sí. —Daniel se frotó los enrojecidos ojos y relajó la mandíbula un par de veces—. Adelante. —Todd le dio una bofetada con una mano y después otra con la otra—. Gracias —dijo Daniel, sacudiéndose".
"—No me jodas… —dijo Daniel, mirando más allá.
—¿Qué? —dijo Todd, y se volvió a mirar.
Nicola Janks estaba tumbada en el suelo, cerca de los restos de la hoguera.
Se quedaron mirándola. Estaba de lado, con las piernas recogidas contra el cuerpo, y descalza. Los labios, pálidos sin la habitual pintura roja, ligeramente separados, y los ojos completamente cerrados.
—¿Está dormida? —susurró Daniel.
Todd se acercó, la miró por un lado y después por el otro.
—Parece que sí.
—¿La despertamos?
Todd miró el reloj. Se acercó más. Le dio un golpecito en el tobillo con el pie.
Nada. Le dio otro. Miró el reloj. Miró a su amigo Daniel. Daniel lo miró a él sin saber qué hacer, como esperando que Todd dijera algo. Fue un momento largo.
—¿Le pasa algo? —dijo Daniel.
Todd se agachó. Le tocó el brazo. Tenía la piel fría como el mármol.
—¿Le diste algo anoche? —preguntó, acercándose más a la cara.
—No —dijo Daniel rápidamente—. Creo que no. A no ser…
(...)
—A no ser que ¿qué?
—Puede que le… A lo mejor se metió algo de…
—¿Cocaína?
—Sí.
—¿Le diste coca? —dijo Todd enfadado, señalando el cuerpo esquelético—. ¿En
este estado?
Daniel parecía acongojado.
—Pues… no sé. Es posible. No… me… La verdad es que no me acuerdo.
—¡Rediós, Daniel! Por cierto, ¿de dónde la sacaste?
—Un… tío. En el bar".
"Señala un coche azul que da la vuelta a una rotonda decorada con rocalla. Luego se para junto al bordillo y sale una persona de sexo indefinido que lleva una prenda larga hasta los tobillos comida por la polilla, gafas de espejo y un inquietante pasamontañas.
—Lo dudo mucho —murmura Lucas, y Maeve suelta una carcajada.
Las puertas del establo-aeropuerto se abren y se cierran, la bicicleta sigue su camino chirriando.
—¡Ay, Dios mío! —susurra Maeve—. ¡Viene hacia aquí!
—Rápido —musita Lucas—, finge que haces algo.
Se vuelven los dos a la vez y se ponen a mirar un horario de autobuses raído que hay detrás. Lucas vuelve la vista disimuladamente y ve que la persona del coche se está acercando con sigilo. Prefiere no arriesgarse y mira resueltamente a lo lejos en dirección contraria, como fascinado por la hilera de árboles que agita el viento.
Maeve simula un gran interés en el horario.
—¿Tienes fuego? —dice la persona del pasamontañas con un fuerte acento irlandés.
—No —dice Lucas a los árboles.
—¡Venga, dame fuego!
—No tengo. No fumo.
—Mentiroso.
Lucas vuelve la cabeza en el mismo instante en que las gafas de sol se levantan y el pasamontañas baja. Su hermana le sonríe.
—¡Dios! —Le da un golpecito en el hombro, luego la abraza, después le da otro golpe—. No me hagas estas cosas".
"—¿Qué haces aquí? —Así es como decide Todd abrir la partida.
Está muy serio, casi antipático. Veo que se agarra con fuerza a los bordes de la mesa.—Trabajar —digo despacio, percibiendo la hostilidad—. He venido a Sussex a… dar una conferencia. Se me ocurrió buscarte.
Está claro que Todd no se lo cree ni por un instante, lo cual dice mucho en su favor. Se da toquecitos en la frente con una servilleta de papel.
—¿Por qué ahora? —dice.
—¿Cómo?
—Digo que por qué ahora. —Estruja la servilleta y la reduce a una bola apretada en el puño—. Quiero decir, han pasado… ¿cuántos años? ¿Treinta?
(...)
—Veinticuatro —digo, con voz nerviosa, entrecortada—. Más o menos.
—O sea que no sé absolutamente nada de ti en veinticuatro años, y de repente, sin más ni más, me obsequias con una aparición en un restaurante chino. —Mueve la taza de un lado al otro del plato—. ¿A qué viene esto? ¿Cómo has dado conmigo?
—Bueno, por internet, claro.
—¿No se te ocurrió llamar antes?
Hago un gesto negativo con la cabeza.
—No. La verdad… Ni se me pasó por la cabeza que pudieras…
(...)
—Oye —le digo a Todd, cuando por fin se va—, ya sé que hace tiempo que no nos vemos. Siento presentarme así, sin avisar, pero necesito saber… Quería preguntarte… Lo que no logro entender es esa… esa… —Busco la palabra adecuada y se me ocurre—:… actitud, o sea… —Me doy de cabezazos mentalmente. Eso es lo que le diríamos a Ari si se niega a fregar los platos o a ordenar la habitación, así que lo enmiendo—: Esa hostilidad. Creía… Creía que éramos…
—¿Amigos? —me interrumpe, estirando el cuello—. ¿Ibas a decir que creías que éramos amigos?
—Bueno —digo—, lo éramos, ¿no?
—Me parece que desconoces el significado de esa palabra —murmura".
"Mientras estoy ahí, dudando, preguntándome qué hacer, recuerdo una cosa que me decía mi madre cuando era pequeño. «Pide perdón —decía—. Pide perdón, la gente bajará la guardia y todo saldrá mejor»".
"Me entran ganas de dar un manotazo en la mesa, de tirarme encima de ese rostro cobarde y sudoroso que tengo enfrente, de hacerle daño, pero me contengo. No sé qué hacer, no sé qué decir. El escalofrío me llega a los hombros, al cuello, es como si jamás pudiera volver a hablar. ¿Es esto —me pregunto— lo que siente Ari cuando está a punto de tartamudear? ¿Esta incertidumbre, esta duda, el temor de que las palabras no vuelvan nunca, de que a partir de este instante solo haya silencio?".
"—Ojalá ¿qué? —le dijo, once años y tres meses después del primer encuentro.
—Ojalá te hubiera retenido aquel día en la biblioteca, te hubiera contado cómo iba a ser —dijo a toda prisa—. Ojalá te hubiera abrazado entonces, antes de que fuera tarde, y no te hubiera soltado nunca. —Cogió el periódico como si fuera a estrujarlo entre las manos—. ¿En qué estaríamos pensando?
Teresa se quitó las gafas de sol y las plegó para poder mirar a Demarco a la cara cuando le dijo:
—Yo tampoco lo sé. Pero cada uno tomó sus decisiones y tenemos que vivir con ellas".
"—Soy tartamudo —dijo Ari—. Era. Soy. Una de las dos cosas.
—Pero ¿ya lo has superado?
—No se supera nunca. Según una teoría de terapia del habla —dijo en un tono neutro, como si hubiera contado lo mismo mil veces—, la tartamudez es como un iceberg.
—¿Como un iceberg?
—Solo se ve una pequeña parte, pero debajo del agua es un enorme bloque de hielo irregular y peligroso".
"Vuelve a sentarse y dice:
—Amigo mío, te has metido en un buen lío.
Trago saliva, pero tengo la garganta seca.
—¿En serio?
Ari me mira.
—Ya lo creo.
—No, anda, dime lo que ha dicho. ¿Se ha…? —Me paro en seco, porque veo que Ari se está liando un cigarrillo. Va a fumar aquí mismo, delante de mis narices, va a inhalar carcinógenos y sustancias químicas adictivas—. ¡Oye! —digo, e intento quitarle la lata de tabaco, mía, seguro—. ¿Qué demonios haces?
—Liarme un cigarrillo —dice mi hijastro adolescente con una calma infinita.
—¡No puedes fumar! ¡Tienes dieciséis años, por amor de Dios! ¿Te has vuelto loco? ¡Dame eso!
Imperturbable, Ari me da la espalda y se pone fuera de mi alcance, enciende una cerilla, inhala y se me desata en las tripas el deseo de una calada.
—No está bien que fumes —protesto una vez más, débilmente, antes de decir—:
Está bien, dame uno y no se lo diré a tu madre".
"Me levanto, la miro, a mi mujer, al amor de mi vida, que se acerca a mí. Abro los brazos, avanzo hacia ella. Aquí está mi amor, mi corazón.
—Ni se te ocurra besarme, capullo —dice, al tiempo que me sacude un puñetazo en todo el pecho".
"Claudette, el amor de mi vida, la madre de mis hijos, la que cuida mi casa, me escucha. Vuelve la cara, que las ridículas gafas le ocultan casi por completo, y me mira. Cambia de mano el bolso de carey. Cuando termino no dice nada. Está enfrente de mí, los cristales de las gafas me devuelven, duplicada, una ennegrecida versión de mí mismo en miniatura. En este momento, no sé por dónde va a salir ella ni lo que sucederá a continuación. Creo que dejo de respirar".
"¡Qué redención, recibir amor! Cuando nos aman damos lo mejor de nosotros. No hay nada que pueda sustituirlo".
"¿Está llorando? Se da cuenta de que anda con inseguridad, de que la tierra que pisa no es firme. Le gustaría decir: «He dormido muy poco, estoy deshidratado, no soy yo mismo. Estoy un poco fuera de mí y hace cuatro meses, mi hermana estaba en un drugstore con una amiga y de pronto un adolescente enmascarado entró por la puerta moviendo una pistola en el aire y dijo que se tumbaran todos en el suelo, y Phoebe, mi hermana, tardó más en tumbarse que todos los demás, porque tenía un problema de espalda, y el chico la mató. Le pegó un tiro en la cabeza, en su preciosa e inteligente cabeza. Y ahora esa cabeza ya no existe, ni esa espalda, ni ella».
Parece que ha establecido contacto con el suelo. Nota que se le clavan piedras en las rodillas a través de los vaqueros, huele la tierra húmeda. Le da la impresión de que tiene sentido: estar ahí, en la tierra, con la lluvia".
"Deja el bolígrafo, deja la lista. Coge el teléfono. Se da cuenta de que todo la lleva a esto. Hoy iba a llamar a Daniel de cualquier manera; eso lo tiene claro desde que se levantó. Estaba escrito en el guion del día: «Claudette llama a Daniel».
Aprieta las teclas. Espera la señal de llamada. Quiere oír su voz. Quiere decir:
«Hola». Quiere decir: «Estoy sentada en lo más alto de las escaleras, a medias entre el día y la noche». Y: «Nuestros hijos están con el tuyo en una calzada que construyó un gigante». Y: «Pienso en ti». Y: «¿Tú sigues pensando en mí?»".
"LC: ¿Después de que te dejara Claudette Wells?
[Pausa.]
TL: No me dejó.
LC: ¿Ah, no?
TL: No. Te dejó a ti.
LC: ¿A mí?
TL: No a ti personalmente, sino lo que representas. Eres la sinécdoque de los motivos por los que desapareció".
"LC: ¿Crees que volverá algún día? ¿Crees que alguna vez volveréis a trabajar juntos? ¿Timou? ¿Volverá Claudette algún día?
[Silencio. TL desenchufa el micrófono. Se va. Fin de la entrevista.]".
"—¿Le parece sacrílego, en este lugar? —le pregunta, refiriéndose al cigarrillo.
—No especialmente —Rosalind se sienta a su lado y abre el bolso en busca del tubo de crema solar—. He hablado un poco con su hijo.
—¿Ah, sí? ¿De qué?
—De genitales quemados por el sol.
Daniel iba a sacudir la ceniza en una lata, pero se para a medio camino.
—¿Cómo dice?
Ella se ríe brevemente y se pone crema desde la barbilla hasta el cuello.
—Nada, nada. No tiene importancia".
"—¿Se da cuenta —lo interrumpe Rosalind, volviéndose hacia él— de que siempre hace lo mismo, cada vez que habla de ella?
—¿Qué?
—Que la llama «mi mujer» y enseguida se corrige y dice «mi exmujer».
Daniel se queda mirándola mientras la ceniza se acumula en la punta del cigarrillo.
—¿Ah, sí?
Rosalind asiente.
—Siempre.
Daniel apaga el cigarrillo meticulosamente y lo deja caer en la lata.
—¡Hum! —dice un momento después—. No me había dado cuenta.
—¿Es porque se le olvida? —le pregunta, porque no ve necesidad de disimular; a su edad, ya no; después de lo que le ha pasado, no; con este hombre, al que seguramente no volverá a ver en la vida, no—. ¿Porque está muy reciente? ¿O es porque no quiere creerlo?
—Hum. —Daniel se rasca la cabeza, se quita las gafas de sol y se limpia la frente.
Se ríe—. Hace usted unas preguntas muy agudas, ¿no? Bueno —carraspea—, sería por lo último, creo.
Rosalind asiente.
—No es de mi incumbencia…
—Ahora va a decir «pero», ¿a que sí?
—Sí —dice ella—. No es de mi incumbencia, pero, si quiere recuperarla, si…
—¿«Si…»?
Lanza un suspiro con toda la nostalgia y el lamento de un hombre mucho más joven, como si acabara de darse cuenta, como si hasta ahora no hubiera estado dispuesto a reconocerlo.
—Pues entonces tiene que recuperarla. O, por lo menos, intentarlo. —Le da un golpecito en el brazo con la correa de la cámara—. La vida solo se vive una vez, Daniel.
—Y que lo diga —murmura él".
"—En fin —dice Daniel levantando la cabeza—, ¿y qué hay de usted, Rosalind?
—¿De mí?
—¿Qué piensa hacer?
—Eso —dice, al tiempo que el motor de la furgoneta se pone en marcha— es otra historia".
"—Y tú, ¿sigues tan triste?
Trago saliva.
—¿Si sigo tan triste… por lo de… Phoebe?
Frunce el ceño con preocupación y asiente. La miro, miro a este ser perfecto, con esta piel llena de vida, tan blanca que se ve la sangre vital que corre por debajo. Me acosan dos sensaciones: que soy afortunado, el hombre más afortunado del mundo, por tener esta hija, estos hijos, y que estoy dispuesto a matar, a mutilar, a destrozar a cualquiera que intente hacerles el menor daño.
—Siempre estaré triste por Phoebe —digo, esforzándome por que la voz no me traicione— y Niall también. Pero resulta que al cabo de unos pocos años, poco a poco te vas dando cuenta de que también se puede ser feliz".
"Un momento después voy en su busca. Se está poniendo una chaqueta por los hombros, una mía vieja, de pana, de la que no me acordaba.
—¿Quieres —me dice— que te enseñe dónde están las cajas?
La miro, me encuentro con esos ojos verdes, nos quedamos en el recibidor de casa, ella y yo, mirándonos. Su mirada es imprecisa, cansada, tiene una arruga entre las cejas. Vuelvo a acordarme del primer día que vine aquí, de cómo estaba la casa, de Ari, un niño de seis años que no hablaba, de los agujeros en los tablones del suelo, que más tarde yo mismo arreglaría, taparía, fijaría con clavos. Me doy cuenta de que estamos exactamente en el mismo sitio en el que nos tocamos por primera vez o, mejor dicho, me tocó ella porque, cosa rara, yo era incapaz de hacerlo, de saltar la barrera, de acercarme más. «Es Claudette Wells —me recordaba constantemente, mientras ella me hacía la cena por tercera vez aquella semana, cuando llevamos a Ari a la cama los dos juntos, al sentarnos en su sofá a terminar la botella de vino—. Ni se te ocurra tirarle los tejos, ¿estás loco? Sal de aquí ahora mismo, antes de hacer el ridículo más espantoso.» Así que fue ella la que se lanzó: la única vez en la vida que me ha pasado. Creo que debió de darse cuenta de lo apurado que estaba. Iba a despedirme y a darle las gracias por la cena, iba a volver al bed and breakfast a pasar la noche, iba a darle un solo beso en la mejilla, cuando me agarró por la solapa de la chaqueta con una mano mientras me pasaba la otra por detrás de la cabeza, y recuerdo que fue la primera vez en mi vida que creí que me desmayaba, que tuve conciencia de que se me iba la cabeza, de la cantidad de sangre que me salía disparada del corazón".
"—¿Sabes una cosa? —digo de pronto, y lo que quiero es disculparme, quiero mirarla a los ojos y pedirle perdón por todo, pero lo que me sale es completamente distinto—. Has hecho un trabajo asombroso con ellos, de verdad. Son muy afortunados por tener una madre como tú.
Estas palabras producen en ella un efecto inexplicable. Se queda asombrada, después confusa, después se hunde. A continuación se le humedecen los ojos y empiezan a caer lágrimas entre las pestañas, hasta las mejillas. Me acerco un poco y, con la misma punta de los pulgares, se las limpio.
—¡Ay! —susurra, con la cabeza gacha—. ¿Por qué me haces siempre lo mismo?
—¿Qué hago? —digo, y me acerco un poco más; ya no hay distancia entre nosotros.
—Me vuelve loca.
—¿A qué te refieres?
—A esa facilidad que tienes para… para… decir lo más inesperado. —Se echa el pelo hacia atrás y me mira enfadada—. Me… me desconcierta mucho… Es decir, consigo llegar a una situación en la que sé lo que siento por ti, y entonces… —Levanta mucho la voz—… ¡Joder! Y entonces apareces como de la nada, con ese aspecto… tan…
Me hace gestos moviendo los brazos con violencia, como si diera paladas.
—¿Tan qué?
—¡Tan nada! —grita, y me da un golpe en el pecho que la desequilibra, a ella, no a mí, y la hace retroceder hasta el montón de bicicletas y patinetes—. Y luego vas y dices una cosa así".
"—Bueno, es solo una idea, pero podrías, si quisieras… si te apetece… cambiar el vuelo.
Me vuelvo un poco a mirarla, pero agacha tanto la cabeza que el pelo le cae como una cortina sobre la cara.
—¿El vuelo? —digo.
—Para que te dé tiempo a ver lo que hay sin prisas. Un día o dos.
Hago el numerito de sopesar la idea, pero en realidad en mi cabeza se desencadena un torbellino de ruido, de confusión.
—Es una posibilidad —logro decir.
—A los niños les encantaría —continúa— que te quedaras un poco más.
—Supongo.
—Podrías… dormir en el pueblo, supongo… en…
—¿Un hotel?
—Sí. O a lo mejor sería más lógico…
—¿Qué? —pregunto, y necesito toda la fuerza de voluntad para no agarrarla, cogerla por el brazo y decirle: «¿De verdad? ¿Está pasando esto? ¿Insinúas lo que creo que insinúas?».
—Que te quedaras aquí.
—¿Aquí? —repito, casi chillando.
—En casa. Hay sitio de sobra, claro, y…
—¿Y?
—Bueno, que te resultaría más cómodo lo de las cajas, ¿no crees?
—¡Ah, sí, claro! ¡Las cajas! Sí, supongo que sí.
Hago el numerito de mirar el reloj y procuro no hacer ningún caso al corazón, que late a tal velocidad que seguro que ella lo oye".
Maggie O´farrell