"La escalera mecánica estaba fuera de servicio. Las personas se apiñaban y subían con aire cansino. Al final de la escalera una vieja de piel apergaminada y pelo gris pedía lastimosamente limosna a los gritos. La miré por un breve instante y me sonrió con aire ladino.
—¡Vos! ¡Vos! ¡Vos! —gritó con su boca desdentada– ¡Corré que te va a agarrar! ¡Te va a agarrar!
Me sobresaltó y retiré la mano con el billete que iba a darle.
Las carcajadas desagradables de la vieja me persiguieron mientras enfilaba para la salida".
"Solté una carcajada.
—Se ve que los Castro somos algo así como los parientes pobres. Aunque en realidad no significa nada.
—¿Cómo, que no? ¡El muerto tiene el mismo apellido que el fundador del pueblo!".
"—Siempre pensás en lo peor —replicó ella.
—Si uno piensa y se prepara para lo peor, entonces no pasa. Es la Ley de Murphy".
"—¿Querés parar?
—Sí, creo que sí. Tengo que largar un meo.
—¡Fran!
—¿Qué?
—¡No seas tan vulgar! Podrías decir: «tengo que hacer mis necesidades» o algo parecido. ¿Qué es eso de «largar un meo»?
—Boluda, sos muy porteña. Sorry, gor —dije imitando un tono nasal de cheto de Palermo16—. Tengo que hacer mis necesidades".
"Estaba a punto de bajar el cierre del pantalón cuando una exclamación ahogada de Marisa me llamó la atención.
Me torné a mirar y vi lo que la había sorprendido.
Encaramado sobre una tranquera, a menos de dos metros, me escrutaba un pajarraco gigantesco, envarado.
No me alarmé. ¿Qué motivo tenía para asustarme? Era solo un pájaro.
El carancho17 tenía un pico blanquecino, patas naranjas y una corona negruzca. Sostenía una rata en el pico. Abrió las alas pero no emprendió el vuelo. Se quedó allí, mirándome, y en el momento menos esperado la rata soltó un espasmo, chilló, y el carancho le desgarró el cuello.
Me estremecí involuntariamente y trepamos nuevamente al auto".
"Llegamos a una especie de manzana con aires coloniales. Había sido construida sobre una elevación de terreno que difícilmente podía ser natural. Ahí, las casas estaban pegadas la una a la otra, las ventanas tenían vidrios intactos, y de hecho, estaban enrejadas, con acero forjado hacía al menos sesenta años. Una pequeña vereda de adoquines conectaba toda la cuadra, en la cual los árboles, aunque retorcidos y de ramas largas y concéntricas, crecían a intervalos regulares. Algunas construcciones parecían de hecho habitadas.
Nos acercamos a la más entera, una pintada de naranja claro, acaso para contrastar con el aspecto depresivo del resto del pueblo, y leí en voz alta una placa atornillada junto a la puerta.
—«Museo Histórico y Social de San Severino» —rezaba el cartel.
—¿Esto es un museo? Naaah —exclamó Marisa con incredulidad.
—Eso dice".
"—¿Qué hacemos?
—¿Seguís sin señal?
Marisa revisó su teléfono, y yo hice lo mismo con el mío. Estábamos sin cobertura. Esos aparatos se habían convertido en cacharros inútiles, salvo para jugar al Candy Crash.
—¡La puta madre! —exclamé, pero no sabía a quién dirigía el insulto: si a Alberto Aliaga Morejón, por haberse muerto, a mi madre, por haberme metido en ese atolladero, o a mí mismo, por haber sido tan tonto de acceder".
"Fruncí el ceño.
—¿La viste correr?
Marisa sacudió la cabeza.
—No… se habrá metido en los pastizales.
—Sí, supongo, pero… ¿Por qué?
—Se asustó. No deben tener muchos visitantes por acá.
—A mí no me pareció que estuviera asustada.
Marisa levantó las palmas, como exclamando «No me pidas respuestas que no tengo». Me mordí el labio".
"—Venimos por un tema algo deprimente —expliqué—. Hace unos días falleció Alberto Aliaga Morejón. Era pariente lejano mío y tengo que encargarme de los trámites de la sucesión. ¿Usted lo conocía?
Al mencionar el nombre de Morejón, la expresión de Bernardo experimentó el cambio más inesperado. Su calidez afable se enfrió en una fracción de segundo, las comisuras de sus labios se doblaron hacia abajo, y el brillo en sus ojos se apagó como si alguien hubiera tendido un manto invisible sobre ellos. El cambio operó de forma completa, física y emocionalmente. Se envaró en el asiento y noté —en ese momento lo atribuí al cansancio del viaje— una cierta frialdad.
—Sí —respondió en tono monocorde—. Todos lo conocíamos".
"—Cuando mi mamá me llamó y me contó, me sorprendí mucho —expliqué—. Me sorprende más que no tuviera mujer o hijos.
—Yyyyy, no, él no era de esos.
Fruncí el ceño.
—Disculpe, ¿Quiere decir que era gay?
La señora Torres alzó sus gruesas cejas y sacudió la cabeza con una sonrisa.
—No, nada de eso. Quise decir que no era hombre de familia. Y hay quienes creen en el pueblo que eso era para bien.
Marisa me pasó el mate y mientras yo ingería a fondo —no hay nada mejor que un buen mate de campo, no la versión light de los porteños— inquirió:
—¿A qué se refiere con eso?
—Le daba fuerte a la bebida —respondió la señora Torres sin el menor rubor—. Whisky, aguardiente, todo lo que fuera fuerte y quemara. De toda la vida. Desde que era chico.
«Así que alcohólico. Maravilloso. Un encanto mi pariente». Eso pensé mientras mordía una galletita".
"—Normalmente no se cierra —explicó—. Pero la policía pidió que cerrara, después que se lo llevaron.
Noté que omitía mencionar el cadáver.
—¿No precintaron también?
Ella dudó brevemente y dijo:
—Ah, sí, esa cosa… se debe haber volado con el viento.
La puerta era maciza: tuvo que empujarla con el hombro para entrar.
La seguimos de inmediato y de esa manera, nos zambullimos en la oscuridad del Castillo de San Severino".
"La señora Torres iba encendiendo las lámparas a gas, que al parecer, eran ubicuas en ese sitio. Sin iluminación artificial, dependíamos de los tenues rayos que penetraban por las ventanas, lo que combinado con las lámparas a gas, creaba islas de luz en medio de un mar oscuro y taciturno".
"Un grito agudo y elevado me erizó los pelos de la nuca. Me volví, alarmado, al igual que la señora Torres, para identificar el origen de ese chillido, y me sorprendí al ver a Marisa, sonriendo de lado a lado, excitadísima, frente a una fotografía en blanco y negro.
Fruncí el ceño enojado.
—¿Te volviste loca?
Me miró, revolucionada, y no acusó recibo de mi recriminación.
—¿Sabés lo que es esto?
Dirigí la mirada hacia la fotografía que señalaba. El marco estaba recamado de oro (¿Será oro de verdad?, me pregunté) y la imagen consistía en dos caballeros, uno sentado y otro de pie a su lado, con un trasfondo negro. Los dos usaban bastón. Portaban bigotes prolijamente recortados, corte raya al costado y miraban con seriedad contenida a cámara. El que estaba sentado tenía las piernas cruzadas, enfundadas en un pantalón gris perla. El otro tenía botas negras, cubiertas con polainas blancas. La cadena, seguramente de un reloj, surgía del pecho del que estaba sentado y cruzaba su costado hacia el bolsillo del saco.
—¡Es un daguerrotipo! —exclamó entusiasmada.
Los dos la miramos con expresiones monocordes.
—Fue el primer proceso fotográfico disponible para el público en general —explicó—. Lo inventaron en 1839, en Francia. La técnica consistía en pulir una plancha de plata o cobre plateado; se creaba una imagen usando el calor, que se convertía en fija al sumergir la plancha en una solución de hiposulfito de sodio. Durante más de veinte años fue el método más popular para sacar fotografías; después fue reemplazado a partir de 1860 por la impresión en álbum, un método que también fue inventado en Francia y funcionaba a través de los negativos. Muy pocos fotógrafos siguieron usando daguerrotipos hasta finales del siglo XIX. Los que subsisten son incunables; están todos en museos y son patrimonio histórico.
—Ah, mirá vos.
El entusiasmo fanático en el rostro de Marisa se enfrió considerablemente ante lo que consideraba una falta imperdonable de interés en su anécdota.
—Mi amor, te creo que es una maravilla —aclaré, a modo de disculpa—. Pero no vamos a tener a la pobre de Carmen esperando. Después vemos eso.
Para demostrar que no la hería en lo más mínimo mi aburrimiento ante unas fotos viejas, asintió vigorosamente y se adelantó para caminar lado a lado con la señora Torres.
—Los hombres son así, ¿No, Carmencita? No prestan atención a las cosas lindas".
"Pasando la biblioteca, al final del pasillo, había una puerta, la penúltima del piso, que conducía a un cuarto sorprendentemente bien preservado. Era muy austero, apenas una cama y algunos artículos personales, pero no nos molestaba. La cama era individual y su antiguo propietario debía ser un gigante, porque medía más de dos metros.
Nos instalamos allí.
Marisa contemplaba la cama de pie.
—Pobrecito Fran. Encontraste la única cama en condiciones de la casa y es individual. Te vas a tener que apretar conmigo toda la noche.
—Las cosas que hago por la familia —suspiré—. Este tipo de cosas me recuerda que tengo una vida de mierda.
Nos miramos y reímos.
—Aunque posta, si querés vamos a la cama de Alberto.
—¿Dormir en la cama del muerto? ¡Claro que no!
—Yo solo decía…
—Jaja".
"Marisa, sin resuello, estaba parada en el vestíbulo de la entrada, la puerta abierta detrás de ella, transpirada, las mejillas arreboladas, el pelo desordenado y algunas magulladuras y cortes.
—¿Qué te pasó? —exclamé.
No me respondió enseguida. Estaba congelada. La envolví en una manta, le ofrecí café, que aceptó gustosa, e hice lo posible para que entrara en calor.
—Me perdí en el bosque —dijo al fin en un tono hosco.
La miré con incredulidad.
—¿En el bosque de afuera?
—Sí.
—Pero…
—Por favor, no lo digas.
—Pero Marisa…
—No. Lo. Digas.
Me callé y la observé, desconcertado, mientras bebía el café y se frotaba las manos. Poco a poco, fueron recuperando su color habitual.
Finalmente, levantó la cabeza y sus ojos brillantes me encararon con dureza.
Hay algo mal en esta casa".
"—¿Quieren que los lleve a cabalgar?
—Uy, te pido disculpas. Se nos hizo un poco tarde. Ya nos tenemos que ir… mañana será.
La chica nos miró con afabilidad.
—¿Dónde se están quedando?
El vino me había soltado la lengua.
—En la casa de Alberto Morejón. La llaman el Castillo.
El cambio en el ambiente fue tan notable como inmediato. Las charlas superpuestas cesaron y brotó un silencio embarazoso. Los comensales nos escudriñaban con desconfianza y la chica estaba demudada. Había palidecido de repente.
—¿En… en el Castillo? —balbuceó.
—Sí… —empecé a decir, inquieto por la reacción—. El señor Morejón falleció y vinimos a hacernos cargo de la sucesión.
—¿Ustedes son familiares de él? —exclamó ella, casi gritando.
Marisa y yo intercambiamos una mirada, alarmados.
—No —me apresuré a decir—. Solo soy el abogado de la sucesión...
—Ah —dijo la chica, algo más aliviada.
Se marchó rápidamente a la cocina, y no la volvimos a ver. El resto de los comensales volvieron lentamente a sus mesas, pero advertimos miradas de soslayo, como si hubieran aprendido que éramos portadores de un nuevo y contagioso virus.
Azorados, Marisa y yo nos miramos sobre los platillos con restos de flan.
Ella fue quien rompió el silencio y dijo:
—Supongo que el paseo a caballo se cancela, ¿No?".
"Debemos haber parecido ridículos: arrimados el uno al otro, aferrándonos a palos de limpieza, mirando en todas direcciones en alerta…
Llegamos a la planta baja y nos asomamos para escudriñar los pasillos, tan vacíos como siempre. Fuimos hacia la cocina. Estaba tal y como la habíamos dejado. Continuamos revisando puertas y ventanas, y todo estaba en orden. Nuestro desconcierto crecía.
Volvimos al punto de inicio, el vestíbulo de entrada, y allí vimos algo que nos paralizó:
La puerta principal estaba abierta de par en par.
Esa puerta estaba cerrada cuando bajamos. Por lo tanto, no podía ser la fuente del ruido que escuchamos.
Marisa me dirigió una mirada intranquila y caminó con reluctancia hacia allá. Salimos al exterior. Estaba desolado y desértico; nada de qué sorprenderse ahí.
Caminé hacia las puertas y las cerré. Esperé por unos segundos, a ver si algún declive en los goznes las hacía abrirse solas, pero permanecieron tercamente cerradas, casi burlándose de mí.
—Fran…
—Yo tampoco le encuentro explicación —me adelanté—. No me gusta.
—No es eso.
Me di vuelta. Marisa señalaba detrás de mí, hacia el bosque de jacarandás. Seguí con la mirada lo que apuntaba y me estremecí.
En un nítido contraste con los árboles resecos, desnudos como víctimas de algún terrible crimen, se paraba una chica. Entrecerré los párpados y agucé la vista.
Era la misma chica alta, de expresión abúlica y desconectada, que nos encontramos cuando llegamos a San Severino. Estaba muy rígida, contemplando el Castillo, y no parecía haber advertido nuestra presencia. Seguía usando el mismo atuendo que la primera vez que la vimos".
"—No me gusta esto, Fran. Me quiero ir.
—No nos precipitemos.
Marisa abrió los ojos como platos.
—¿No nos precipitemos? ¿Te escuchás a vos mismo?
—A ver, ¿Qué ha pasado, en concreto? Vimos a una chica rara. Nada más. Carmen mencionó que una chica traía víveres. A lo mejor es ella.
Marisa me escudriñó con escepticismo.
—¿Y esa chica aparece y desaparece de la nada, no siente frío, el viento no la afecta? ¿Algo más?
—Marisa…
—No me hagas decirlo.
Ya intuía lo que venía a continuación, y era renuente a siquiera abordar el tema.
—No puedo ser la única que pensó en la palabra con efe.
Como guardé silencio, incómodo, ella prosiguió.
—Bien, veo que ya lo pensaste pero no lo vas a decir. ¿De qué tenés miedo? ¿De que te tilde de loco? Entones estamos locos los dos.
—Vos sabés que yo no creo en esas cosas —dije con un carraspeo agrio.
—Hay que reevaluar lo que creemos o no. Yo creo que esa chica es un fantasma".
"Se tendió un manto de silencio. No sabía cómo reconducir la charla después de revelaciones tan aciagas. Lencina nos contemplaba con ojo analítico.
—Sé que vinieron por la muerte del viejo Morejón —nos dijo, y dimos un respingo—. Todos en el pueblo los conocen, y saben que están viviendo en el Castillo. No les gusta eso. Para nada".
"—La gente había acumulado mucha bronca contra él, pero el asunto se resolvió por su cuenta. En el 84, un chico llamado Carlos Raúl Domínguez lo fue a buscar y lo encontró mientras reparaba unas alambradas. Sin decirle nada, le descerrajó un escopetazo en el pecho.
Lencina le asestó una chupada al mate, mientras nosotros lo observábamos demudados. Yo tenía la mente en blanco. No sé en qué pensaría Marisa".
"—A veces olvido que sos abogado —dijo Marisa—. Acabas de hablar con tu madre y con otra persona de confianza y les mentiste a ambos.
—En mi defensa, decirles «la casa está embrujada» no hubiera funcionado.
—¿Qué hacemos ahora?
—Hay que pagar la llamada.
—¿Y después?
—Volvemos a la casa embrujada".
"—Quizás es el viento.
—Yo creo…
Marisa no llegó a completar la oración. Uno de los daguerrotipos colgados en el pasillo se soltó de sus soportes, cayó en el piso con un estampido seco, y se hizo añicos.
—¿Lo viste? ¡¿Viste eso?! ¡Se cayó solo! ¡No lo tocamos!
No fue el único: ante nuestros ojos atónitos, los daguerrotipos caían, uno por uno, y el piso se poblaba de los incunables hechos trizas.
Uno de ellos aterrizó especialmente cerca de Marisa, y esta dio un respingo y pegó un gritito.
Los rasguños se hacían más fuertes y se desplazaban escaleras abajo".
"Tras unos segundos, la normalidad se impuso y volvió a ser la Marisa de siempre. El aura la abandonó, sus músculos se relajaron. Di un paso hacia atrás. Me sentía mal por la manera en que la sacudí. Nunca había hecho algo parecido antes.
—¿Fran?
Su voz sonaba vacua, hueca.
—Me preocupaste. Parecía que estabas en la luna.
Más tarde, pensé que era más similar a una fase de autismo: algo la había absorbido y el entorno perdió significado.
—Sí… no sé… tuve una sensación muy rara.
Reculó y se apoyó contra la pared.
El rasgado detrás de las paredes había cesado. Las lámparas volvieron a funcionar con normalidad. Una incipiente experiencia nos indicó que el episodio había terminado.
—No es la primera vez —observé—. ¿Qué sentiste?
—Frío —contestó—. Muchísimo frío. Como si me enterraran viva.
Regresamos a nuestro cuarto. Marisa estaba conmocionada por su experiencia, y aunque la interrogué en profundidad, fue incapaz de describir qué había visto. Solo recordaba las sensaciones que había adquirido. El frío gélido en el cuerpo. Dolor en las muñecas. Una presión insoportable en el cuello. Profanación. Angustia, pánico.
Memoria emocional. La amnesia me preocupaba, por supuesto, pero no podía adivinar las ramificaciones que ese evento depararía para nuestro futuro".
"Vimos a Bernardo llegar a caballo. Nos bajamos del auto, y observamos cómo su sonrisa se desvanecía lentamente mientras contemplaba nuestras caras. No teníamos intención de fingir afabilidad y se notaba a la legua que algo nos había pasado.
Para mi sorpresa, no tuve que dar rienda suelta a la introducción que había preparado en mi cabeza.
Se acercó a nosotros con renuencia y dijo:
—La vieron.
No era una pregunta".
"—Perdón, pero, ¿Cómo iba a «ganarle al fantasma»? Los fantasmas son inmortales… y él no.
Bernardo se rascó la nuca.
—Las apariciones se repitieron con los años, pero son cada vez menos frecuentes. Hubo un pico a mediados de los ochenta, con un promedio de una por mes. Luego otro entre 1991 y 1992, y un tercero en los 2000. Luego descendieron en número e intensidad. Solo hubo tres en los últimos quince años. Cada pico de apariciones coincidió con una de las catástrofes que golpeó al pueblo. Hay quienes creen que el fantasma está perdiendo fuerza. Es como si…
—… se desprendiera poco a poco de este mundo —dijo Marisa.
Bernardo la miró sorprendido".
"Durante mucho tiempo creí saber, y en realidad, era un ciego. Marisa sí sabía y podía ver. Pero hay que recordar que todo tiene dos caras: aquel que atisba el abismo debe estar preparado para que el abismo le devuelva la mirada…".
Martín Iguarán