"Pablo Simó dibuja en su tablero el perfil de un edificio que nunca existirá. Como condenado a soñar el mismo sueño cada noche, desde hace años repite ese boceto: el de una torre de once pisos que mira al Norte".
"Marta está sentada a dos metros del tablero donde Pablo dibuja con una habilidad que
le sienta tan natural como caminar, hablar o respirar".
"—Yo sí estoy preocupada… ¿Por qué vino esta chica a buscar a Jara precisamente acá?, ¿por qué se le ocurrió que nosotros podríamos saber algo?
—No debe haber venido sólo acá, Marta —le contesta Borla—. Debe haber preguntado por todo el barrio, seguro que ya preguntó en el café, en la carnicería, al portero de su edificio. —Y para terminar de calmarla intenta una metáfora—: Marta, no demos por el pito más de lo que el pito vale".
"Pero Pablo Simó no responde, ni siquiera se da cuenta de que Borla le habla a él, porque de las manos de Marta pasó a las suyas y ahora está ocupado mirándoselas, aunque no para hacerlas crujir como hasta hace un momento hacía ella. Pablo sólo las observa, las gira palmas arriba y palmas abajo en el aire, las abre y las cierra, y mientras lo hace recuerda cuánto se embarraron aquella noche, la tierra metida debajo de las uñas, y sobre todo el dolor, un dolor que tardó mucho tiempo en irse y que regresa los días de humedad a hablarle de lo que nunca pudo olvidar".
"Ni a Laura ni a Francisca les interesa la historia del subte más que para levantar la cabeza del plato cada tanto y mirarlo.
—Pasame la sal —le pide su hija, él lo hace y a Laura se le llenan los ojos de lágrimas.
¿Qué interpretación le habrá dado su mujer a la frase «pasame la sal» como para que se le llenaran los ojos de lágrimas? ¿O qué interpretación le habrá dado al hecho de que él le alcanzara la sal a su hija? Pablo Simó no sabe".
"—¿Tanto le cuesta ser normal?
Y él no supo responderle porque ni siquiera está seguro de qué es ser normal. ¿Él lo es?".
"Pablo mira a Francisca y luego a Laura, tan lejos una de la otra. Él también se siente lejos. Concluye que, definitivamente, el malentendido lo provoca el tiempo, los años que quedan de un lado o de otro de una línea que se va moviendo permanentemente, una línea que marca la llegada a una edad en que los hijos dejan de ser —¿alguna vez lo fueron?— la consecuencia de nuestros actos".
"¿Qué podría aliviar a Laura del peso que siente por Francisca? Que Francisca fuera otra vez una nena o por fin una mujer, que estuviera de un lado o del otro de esa línea. Ver a su hija en alguna de las orillas del río, eso sería un alivio, y no en medio de la corriente, en ese lugar donde Francisca está hoy y desde donde ellos todavía creen que pueden llevarla a salvo a alguna parte. Aunque no sea cierto. Aunque nadie esté a salvo".
"Faltaban apenas unas horas para que Pablo Simó lo conociera y pudiera sacar sus propias conclusiones. La primera impresión no fue de las mejores. Cuando él bajaba del ascensor y antes de que terminara de cerrar la puerta, Jara se deslizó como una sombra, le tocó un hombro y le dio un susto que a alguien con un corazón más delicado que el suyo podría haberle provocado un infarto".
"—Que mi grieta, y está muy bien que la llame así, «su grieta», porque es mía, está en mi departamento, donde yo como sentado frente a ella todos los días y todas las noches, donde la mido, le tomo fotos, donde hasta le hablo, ¿puede usted creer que yo a veces le hablo a esa pared, arquitecto?".
"—¿Y qué valor es que algo le guste a alguien? —dice Pablo.
—A mí me importa que las fotos que saco le gusten a alguien —dice ella.
—Eso no les da valor. A mi mamá le gustaba la casa de una tía que vivía en San Martín y te aseguro que esa casa era un verdadero adefesio.
—Pero vos no sos tu mamá, vos sos alguien que se supone que sabe de arquitectura. Si esos edificios te gustan a vos, para mí está bien.
—Es que no debería estar bien —insiste Pablo—, no te deberías conformar con el gusto de otro. El gusto no es algo objetivo, vos nunca vas a escuchar a un crítico de arte decir que un cuadro le gusta, o a un crítico literario decir que una novela le gusta".
"—¿Quedamos así, entonces? —pregunta él.
Un breve silencio se instala en la línea de teléfono, y eso lo inquieta.
—Hola —dice Pablo.
—Sí, sí, estoy acá —contesta Leonor—, me había quedado pensando.
—¿En qué?
—¿Te digo?
—Sí, claro.
—Pensaba, qué raro que es, ¿no?
—¿Raro qué cosa?
—Que un arquitecto no sepa de memoria cuáles son los cinco edificios de la ciudad que más le gustan. Digo, así, de una, sin tener que ponerse a pensar tanto. ¿A vos no te parece raro?
Él no responde, no sabe qué le parece, no sabe qué es raro y qué es normal".
"—¿Todos tenemos listas de cosas preferidas?
—Sí, ¿qué? ¿Vos no?
—¿Y en tu lista qué hay?
—¿Querés que te cuente?
—Sí.
—Bueno. En el primer puesto: chocolate; en el segundo puesto: caminar sin paraguas debajo de una llovizna suave pero constante, de esas que te duelen cuando te pegan en la cara. ¿Sabés de qué llovizna te hablo, no?
—Creo que sí —le responde Pablo, pero ella igual le explica la llovizna:
—De esas que parecería que lanzan espinas mojadas desde alguna diagonal. Bueno, esa llovizna dice y hace una pausa antes de continuar con lo que sigue—: El tercer puesto me lo reservo, y el cuarto…
—¿Por qué te reservás el tercer puesto? —la interrumpe Pablo.
—Porque recién nos conocemos —contesta la chica—. Cuando entremos en confianza te lo digo".
"Y que mañana no se meterá en la boca del subte para sumergirse debajo de la ciudad que ya no mira, mañana caminará o tomará un colectivo —tiene que haber un colectivo que cruce la ciudad de su casa al trabajo en línea recta, en lugar de describir la extraña herradura por la que él viaja cada día bajo tierra—, hará un recorrido en la superficie que le permita levantar la vista y apropiarse de lo que cada calle le ofrezca. Vagará de un lado a otro como un buscador de tesoros pero sin un mapa ni coordenadas, sin referencias ni pistas, dejando que el azar también haga su trabajo, dejando que una mano invisible lo lleve por la ciudad, lo guíe resuelta a donde pueda encontrar lo que hasta hace un rato ni siquiera se había dado cuenta de que había perdido".
"—Decime una cosa, ¿vos cómo me ves a mí?
—¿Qué? —le pregunta ella.
—No sé, digo, me ves bien, me ves mal, me ves viejo, o gordo, o pasado de moda. ¿Cómo me ves, Francisca?
—Yo no te veo, papá, vos sos mi papá.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Que no te veo, que no te miro.
—Mirame, entonces, y decime.
—¿Me estás hablando en serio?
—Muy en serio.
La chica, entonces, se lo queda mirando; por un momento hasta parece preocupada por él, como si pensara que su padre está mal o enfermo. Pero con la poca constancia que les duran ciertas preocupaciones a los adolescentes, Francisca vuelve a lo suyo sin decir nada y se sumerge en la computadora. Él insiste:
—Mirame y decime, por favor.
Ella levanta la cabeza:
—¿Estás seguro de que querés saber?
—Sí —dice él.
—Patético, papá".
"—Te enamoraste, Pablo.
—¿Qué decís?
—Que te enamoraste. A mí me parece que no estás buscando un edificio lleno de curvas donde meterte, sino una mina.
—Estás loco, Tano, yo sigo con Laura.
—¿Y?
—Que sigo casado.
—¿Y?
—Que estoy en la misma situación que cuando nos dejamos de ver".
"—Sí, más viejo estoy.
—Y más asustado también.
—¿Asustado de qué? —pregunta Pablo.
—De que la vida termine siendo esto —le responde—, nada más que un pequeño fastidio suave pero permanente que no duele ni mata, pero seca".
"¿Pero qué es el amor?, se pregunta hoy, tal vez por primera vez en la vida, Pablo Simó. ¿Es lo que sintió por Laura cuando se conocieron? ¿O lo que sentía después cuando decidieron casarse? ¿Es amor ese dolor en el pecho que sufrió en el hospital el día que nació Francisca? ¿O amor es aquello que tantas veces Marta Horvat le movió dentro del cuerpo? ¿Es lo que hace que hoy siga casado? ¿O eso es apenas una derivación del amor, como el liberty milanés del art nouveau?".
"Mira su reloj, mierda, se pasó cinco minutos de la hora pactada con Leonor. Deja sobre la mesa la plata que paga lo que consumió y sale, apurado, temiendo que la chica ya lo esté esperando.
O peor aún: que Leonor se haya ido, lo que le confirmaría qué poco sabe Pablo Simó del amor".
"—¿Pasa algo? —dice la chica.
—No, nada —dice Pablo pero lo vuelve a intentar, tocándola apenas en la espalda para que ella acompañe lo que él hace.
La chica se ríe, acomoda su mochila como si fuera eso lo que le impide a Pablo ponerse donde quiere, y lo deja cambiar de lado.
—¿Qué pasa? —insiste ella.
—Nada, que ése es tu lado y éste es el mío.
—¿Por qué?
—Porque las mujeres van del lado de la pared y los hombres del lado de la calle
—le explica Pablo.
—¿Quién dijo eso?
—No sé quién lo dijo, es una costumbre.
—¿Y vos sos muy apegado a las costumbres?
Pablo se incomoda, no sabe qué contestar. ¿Es muy apegado a las costumbres? ¿A cuáles costumbres? ¿Hoy, después de once mil setenta días al lado de Laura puede Pablo Simó asegurar si las costumbres que respeta son las de él, las de ella, las acordadas entre los dos, o las de nadie? ¿Quién lo mandó a pedirle a esa chica que fuera del lado de la pared?".
"¿Qué puede admirar una mujer tan joven de un hombre de cuarenta y cinco?, se pregunta. Eso quisiera, que la chica lo admirara.
—Querés seducirla —lo corrige Barletta que aparece de pronto, esta vez sin que Pablo lo llame.
—Yo no dije seducir, dije admirar —le dice él.
—Llamá a las cosas por su nombre, Pablo".
"Con el auto ya en marcha, Pablo Simó mira por la ventanilla y se toma un instante para poner en claro su cabeza. La luz del día empieza a decaer, entonces sabe que hay cosas que debe aceptar con resignación. Por ejemplo: que si ese taxista no se apura llegarán casi de noche al último destino, que él tiene cuarenta y cinco años y ella veintiocho, que a esta hora Laura debe estar ordenando la compra del supermercado y esperándolo inútilmente para ir al cine, que quiere seducir a esa chica y aún no sabe cómo —sí, Barletta, seducir—, que el auto que los lleva acaba de detenerse en un semáforo rojo y eso provoca que otro instante de luz diurna se pierda en alguna parte. Pero a pesar de todo eso, de que ya no hay sol, de su edad, de su mujer, de la luz perdida, del supermercado o del cine, a pesar del semáforo que lo detiene, él allí, sentado a centímetros de Leonor, se siente feliz".
"—¿Te gusta? —le pregunta una vez más.
—Un poco naif, ¿no? —le dice ella y lo sorprende no sólo con el comentario sino disparando la cámara hacia él.
—¿Por qué a mí? —dice Pablo y se tapa la cara. Ella se ríe, lo fotografía otra vez y le responde:
—Porque sí".
"—Ya está —le dice Leonor, guarda otra vez la cámara ahora con una actitud que demuestra que no habrá más fotos por ese día, y sin mayor preámbulo, con la
espontaneidad que él ya le conoce, agrega—: ¿Querés venir un rato a casa?
Pablo se queda un instante, se pregunta si habrá escuchado bien, la mira, ella está esperando una respuesta, sí, escuchó bien.
—¿Los dos? —le pregunta él, y en cuanto termina de decirlo se reprocha cómo puede él, a su edad, frente a una chica de diecisiete años menor, haber dicho semejante estupidez.
—Si vos querés, sí; te estoy invitando —le dice Leonor. Y él quiere, claro que quiere, es lo que más quiere".
"Leonor se saca la campera, él descubre una vez más su cuello, las manos con las que se acomoda el pelo, y sus pechos, firmes, que ahora avanzan hacia él, que definitivamente avanzan hacia él, que se paran delante de él y esperan. A Pablo se le agita aun más la respiración, se le endurecen los muslos y le cosquillean las manos; él cree que tiene que hacer algo, sabe que tiene que hacer algo, y cuando está a punto de decidir qué, Leonor lo besa.
Así, simple, sin pedirle permiso: parada frente a él, mirándolo a los ojos, sonriendo, sube los brazos, rodea con ellos el cuello de Pablo, abre apenas su boca, mira la de él, espera un segundo y lo besa. Y él se deja besar, y la besa, y la abraza, aprieta el cuerpo de esa mujer contra el suyo, baja y sube sus manos por la espalda de Leonor buscando no sabe qué, siente los pechos de ella sobre el pecho de él, y la pelvis sobre su pelvis, y los muslos entre sus muslos. La besa, recorre sus labios, se mete dentro de esa boca, sale y vuelve a meterse, ¿lo hace con torpeza?, hasta que Leonor por fin se separa, y sin dejar de mirarlo, baja, se tiende sobre el piso, lo llama y le pide que se acueste sobre ella. Y cuando Pablo se acuesta y se acerca a su cara para besarla otra vez, la chica le busca con la boca el oído y le dice:
—Tercer lugar en la lista de mis cosas favoritas: hacer el amor sobre un piso de madera que huele a cera".
"Entonces va hacia la puerta. Leonor lo acompaña, gira la llave y abre. Él la mira y luego se acerca para darle un beso en la mejilla, pero la chica lo toma del mentón, le gira la cara apenas lo necesario como para que su boca quede frente a la de ella y apoya sus labios en los de él en un beso corto y suave, mucho más de lo que Pablo siente que se merece. ¿Por qué corrió el pie desnudo cuando él lo rozó y ahora le besa los labios?
—Las mujeres son así —le dice Barletta".
"—¿Querés que sea clara?
—Sí…
—¿Bien clara?
—Por supuesto.
—Tu hija es torta, Pablo —dice Laura abriendo con exageración no sólo la boca sino también los ojos y hasta los orificios de la nariz.
—¿Que mi hija qué? —pregunta él.
—¡Que es torta!, ¿ahora me vas a decir que no sabés qué es ser torta?
—¿Torta?
—Tortillera, lesbiana, homosexual…
—¿Francisca?
—Sí, Pablo, Francisca, ¿tenés otra hija acaso?".
"—¿Qué es eso que oís?
—Leonard Cohen.
—¿De dónde salió?
—Me lo grabó un amigo que siempre encuentra cosas raras —dice ella, y se limpia los mocos con el dorso de la mano—. ¿Lo conocés?
—No —dice él—. ¿Debería?
—Si te gusta, sí; sino, no. No hay obligación de conocer a nadie que a uno no le guste".
"—¿Te contó? —pregunta Francisca.
—¿Mamá? Sí, me contó. ¿Me querés contar vos?
—Mamá se toma las cosas siempre a la tremenda. Yo le di un beso a Ana, es cierto, ¿pero eso me convierte en algo de acá a que me muera?
—Entonces, ¿no sos?
—No soy qué, papá…
—Eh…
—Decilo…
—No sos… gay.
—No sé, decime vos. Ana es mi amiga, me pidió que la bese y yo quise besarla, nada más que eso. Quise probar qué se siente. ¿Ya soy gay, papá? ¿Por qué entonces besar a tantos hombres como besé no me convirtió en lo contrario?
—¿Tantos hombres?
—Papá…
—Perdón.
—Besé algunos hombres, y besé una mujer, ¿tengo que saber ya qué voy a querer besar el resto de mi vida?
—No, nadie sabe lo que va a querer besar el resto de su vida.
—No, nadie sabe lo que va a querer besar el resto de su vida.
—Pero mamá me está obligando a eso, mamá está esperando que le confirme que soy gay, y yo no puedo decirle que sí para que no me joda más, porque de verdad hoy no sé qué soy. ¿Con cada cosa que pruebe ella me va a poner una etiqueta? Si fumo porro voy a ser drogadicta, si un día me pongo en pedo voy a ser alcohólica, si salgo con más de cinco tipos voy a ser una puta. Besé a una amiga, papá, eso fue lo que pasó, nada más, te juro.
—No hace falta que me jures nada —dice él y luego los dos quedan en silencio un rato".
"—¿Te quedás al lado mío hasta que me duerma? —le pide Francisca.
—Me quedo, sí.
La chica se suelta del abrazo, apaga la computadora y se mete en la cama. Pablo apaga la luz, se sienta junto a ella y le toma la mano. Francisca solloza un poco más pero poco a poco el ritmo de su respiración se va aquietando y finalmente se duerme. Pablo la mira, le besa la mano, le acomoda un mechón de pelo que le cae sobre la cara, estira la sábana para que la cubra hasta los hombros, le besa la mano otra vez. Y allí, sentado en el borde de la cama de su hija se da cuenta de que no siente por ella ni pena ni preocupación. La mira, no puede dejar de mirarla, y le gustaría ponerle una palabra a lo que siente. ¿Respeto?, ¿admiración? Si, cree que es eso, cree que admira a su hija. Él, aunque hubiese querido, jamás se hubiese atrevido a besar a un hombre".
"Viaja en subte aunque eso implica un recorrido mucho más largo y menos directo del que haría en colectivo. O le molesta el tránsito o le gusta enterrarse vivo debajo de esta ciudad".
"—¿Pudiste dormir? —le pregunta ella.
—Poco, pero algo pude.
—Los hombres tienen suerte, casi nada los desvela.
—No creas, yo pasé muchas noches desvelado.
—¿Cuándo?
—En todos estos años que vivimos juntos.
—No me di cuenta.
—Dormías.
—En todo caso sería por algo menor, nunca nos pasó nada tan grave como lo que nos está pasando ahora.
—No hables por los dos.
—¿Por qué?, ¿me vas a decir que te pasó algo tan grave como esto y que yo no me enteré?
—Hace unos años enterré a un hombre debajo de la losa de un edificio que estábamos construyendo. Todavía hoy dudo si el hombre estaba vivo o muerto. En tu escala de cosas graves, ¿qué pondrías primero, Laura?, ¿la sexualidad de Francisca o que yo haya enterrado a un hombre?".
"—No era, entonces —dice Barletta.
—¿No era qué? —le contesta él.
—El amor.
Pablo duda, la sigue con la mirada hasta que ella desaparece.
—No, ¿no? —dice finalmente, cuando ya no la ve—. Y si ella era el amor, nunca se enteró.
—Otra vez no era.
—Otra vez.
—¿Y ahora dónde lo vas a buscar?
—¿Qué cosa?
—El amor.
—No lo voy a buscar más. Si anda por ahí ya dará alguna señal.
—¿Señal?, ¿qué señal?
—Una clara y distinta".
"—¿Por qué?
—Porque estar casados es algo que dejó de hacernos felices.
—No, yo no te pregunto por qué se separan, te pregunto por qué pasa eso, por qué un día ya no te querés más, por qué dejás de ser feliz con esa persona. ¿A mí también me va a pasar?".
"Entonces Francisca ya no pregunta más. Él está por irse, pero antes de hacerlo se corrige sobre un punto anterior, le dice que en algo sí tuvo que ver ella en la decisión que tomaron —al menos en la de él—, porque ella le mostró que se puede hacer lo que uno quiere sin que se caigan todos los planetas.
—Y si se caen, habrá que ir a preguntarle a Hawking qué pasó, pero seguro nada que tenga que ver con nosotros".
"—¿Entonces es cierto? —dice ella poco después mirando la valija, y se le llenan los ojos de lágrimas.
—Sí.
—¿Se puede saber por qué?
—Porque no encuentro un motivo para que sigamos viviendo juntos.
—¿Estar casados no te alcanza?
—No.
—Y vos te creés muy especial por eso. Decime, ¿cuántos matrimonios conocés que tengan motivos para seguir viviendo juntos más allá del hecho de estar casados?
Pablo, ésa es una idea romántica y estúpida del matrimonio.
—Estúpido fui siempre, romántico a lo mejor empiezo a ser ahora".
"Por fin cierra los ojos e intenta dormir. Sabe que esa noche podría soñar con Marta Horvat, o con Leonor Corell, o con Laura o con Francisca. Pero si pudiera elegir preferiría no hacerlo, preferiría apenas cerrar los ojos y dormir, sin que ninguna de esas mujeres que por distintos motivos y con distintas intensidades se han metido tantas veces en sus sueños, lo haga. Porque esta noche está cansado de verdad, muy cansado. Esta noche no quiere nada de ellas: no quiere amor, ni cariño, ni deseo, ni te quiero, ni cuerpos apretados buscándose uno al otro".
Claudia Piñeiro
"A los veintidós años, en primavera, Sumire se enamoró por primera vez. Fue un amor violento como un tornado que barre en línea recta una vasta llanura. Un amor que lo derribó todo a su paso, que lo succionó todo hacia el cielo en su torbellino, que lo descuartizó todo en un arranque de locura, que lo machacó todo por completo. Y, sin que su furia amainara un ápice, barrió el océano, arrasó sin misericordia las ruinas de Angkor Vat, calcinó con su fuego las selvas de la India repletas de manadas de desafortunados tigres y, convertido en tempestad de arena del desierto persa, sepultó alguna exótica ciudad amurallada. Fue un amor glorioso, monumental. La persona de quien Sumire se enamoró era diecisiete años mayor que ella, estaba casada. Y debo añadir que era una mujer. Aquí empezó todo y aquí acabó (casi) todo"
"En aquella época, Sumire luchaba literalmente con uñas y dientes para convertirse en escritora profesional. Por infinitas que sean las opciones que puedan tomarse en esta vida, para ella no había otra que la de ser novelista. Su decisión era firme como una roca eterna, innegociable. Entre su vida y sus creencias literarias no se abría una grieta donde cupiera un cabello".
"Sus compañeros de estudio eran en su mayoría unas medianías (a decir verdad, yo era una de ellas), seres aburridos, mediocres sin remedio. Ésa fue la razón de que, antes de pasar a tercero, Sumire cursara la solicitud para abandonar los estudios y se perdiera lejos de la universidad.
Había llegado a la conclusión de que era una pérdida de tiempo. También yo lo creo así. Pero, si se me permite formular una anodina teoría general, en nuestra vida imperfecta las cosas inútiles son, en cierta medida, necesarias. Si de la imperfecta vida humana desaparecieran todas las cosas inútiles, la vida dejaría de ser, incluso, imperfecta".
"Sumire me citó el párrafo.
«El hombre, al menos una vez en la vida, debe perderse en un erial y experimentar una soledad absoluta, sana, un poco aburrida incluso. Y así descubrirá que depende completamente de sí mismo y conocerá sus capacidades potenciales».
—¿No te parece fantástico? —me dijo—. Todos los días plantado en lo alto de una montaña mirando trescientos sesenta grados a tu alrededor, hasta donde alcanza la vista, vigilando que desde ninguna montaña se alce una humareda negra. Y ése es todo tu trabajo. Aparte, puedes leer cuanto quieras, escribir novelas. Al llegar la noche, grandes osos peludos merodean por fuera de la cabaña. Ése es, exactamente, el tipo de vida que yo quiero llevar. Comparado con eso, el Departamento de Arte de la universidad es una porquería.
—El problema es que todo el mundo debe bajar algún día de la montaña — aventuré yo. Pero a ella, como de costumbre, no le emocionaron mis opiniones realistas y vulgares".
"A Sumire no se la podía calificar de belleza en el sentido convencional del término. Tenía las mejillas hundidas y la boca un poco demasiado larga. La nariz era pequeña, ligeramente respingona. Era muy expresiva y le gustaba el humor, pero raras veces se reía a carcajadas. Era bajita y hablaba en tono agresivo incluso estando contenta. Un lápiz de labios o un delineador de cejas no creo que los hubiera utilizado en toda su vida. Que hubiese tallas de sujetador dudo que lo supiera a ciencia cierta.
A pesar de ello, Sumire poseía algo especial que cautivaba a los demás. Soy incapaz de explicar con palabras en qué consistía. Pero, al mirar sus pupilas, siempre podías verlo allí reflejado".
"Habría sido mejor que lo hubiese advertido de buen principio, claro está, y es que yo estaba enamorado de Sumire. Desde la primera vez que intercambiamos unas palabras me sentí fuertemente atraído hacia ella y, poco a poco, esa atracción fue mudando hacia un sentimiento sin retorno".
"Mientras pegaba mi cuerpo al de esas chicas, pensaba a menudo en Sumire. Porque, en algún rincón de mi mente, su imagen siempre estaba más o menos presente. Incluso soñaba que, en realidad, era a ella a quien tenía entre mis brazos".
"A partir de aquel momento, y en su fuero interno, Sumire empezó a llamar a Myû «Sputnik, mi amor». Sumire amaba la resonancia de esa palabra. Le traía a la memoria la perra Laika. El satélite artificial atravesando en silencio la oscuridad del espacio. Las dos negras y brillantes pupilas de la perra atisbando por el pequeño ojo de buey. ¿Qué debía de mirar en aquella soledad infinita del cosmos?".
"—La verdad, ¿sabes?, es que no entiendo muy bien eso del deseo sexual —me había confesado Sumire en una ocasión poniendo una cara terriblemente reconcentrada. (Creo que fue poco antes de que abandonara la escuela. Se había bebido cinco daikiris de plátano y estaba muy borracha)—. ¿En qué consiste? ¿Tú qué piensas?
—El deseo sexual no es algo que pueda entenderse. —Como de costumbre, le di una opinión sensata—. Es algo que simplemente existe".
"Sumire y yo nos parecíamos mucho. Ambos devorábamos libros con la misma naturalidad que respirábamos. Cuando teníamos un momento libre, nos sentábamos en un lugar tranquilo y volvíamos interminablemente una página tras otra. Novelas japonesas, novelas extranjeras, obras nuevas, clásicos, libros de vanguardia, best sellers, leíamos cualquier cosa que nos provocara excitación intelectual. Éramos asiduos de las bibliotecas y podíamos pasarnos todo el día entretenidos husmeando por las librerías de viejo de Kanda. No había conocido a nadie, aparte de mí mismo, que leyera con tanta pasión, con tanta profundidad y diversidad, y creo que a Sumire le ocurría lo mismo".
"—Quizá lo que tú necesites sea tiempo y experiencia. Eso es lo que me parece a mí.
—Tiempo y experiencia —repitió Sumire y alzó la vista hacia el cielo—. El tiempo pasa deprisa. Pero ¿y la experiencia? Ni me la menciones. No es que me enorgullezca de ello, pero no siento ningún deseo sexual. Y un escritor sin deseo sexual, ¿qué experiencias puede tener? ¡Si es como un cocinero sin apetito!
—Yo no sé adónde habrá ido a parar tu deseo sexual —le dije—. Quizás esté escondido en algún rincón. Quizás haya emprendido un largo viaje y se haya olvidado de regresar. Pero enamorarse, al fin y al cabo, no tiene ninguna lógica. A lo mejor, de repente, el deseo aparece de la nada y te atrapa. Mañana mismo.
Sumire apartó la mirada del cielo y la clavó en mi rostro.
—¿Como un tornado a través de la llanura?
—Si quieres llamarlo así".
"—¿Por qué debió de ponerme mi madre el nombre de una canción tan terrible? — preguntó Sumire haciendo una mueca.
Myû se colocó bien la servilleta sobre las rodillas, esbozó una sonrisa imparcial y clavó la mirada en el rostro de Sumire. Tenía las pupilas muy oscuras. En ellas se mezclaban diversos colores, pero eran nítidas y transparentes.
—Y la melodía, ¿te parece bonita?
—La melodía sí lo es.
—Entonces yo me conformaría con que la música sea hermosa. En este mundo, no todo puede ser correcto o bonito".
"Cuando vio al padre de Sumire, Myû se quedó sin habla durante unos instantes. Sumire pudo oír cómo aspiraba una bocanada de aire. Sonó como unas cortinas de terciopelo descorridas con suavidad para que la luz natural del sol de una mañana serena despierte a un ser bienamado. «Debería de haber traído un par de anteojos de ópera», pensó Sumire. Pero ella ya estaba acostumbrada a la teatral reacción de la gente —especialmente a la de las mujeres de mediana edad— ante el físico de su padre. «¿En qué consiste la belleza? ¿Qué valor debe de tener?», solía preguntarse Sumire con extrañeza. Pero nadie contestaba. Sólo se producía aquel indiscutible efecto".
"«Sí, estoy enamorada de ella», se convenció Sumire. Sin duda alguna (el hielo es, al fin y al cabo, frío, y la rosa es, al fin y al cabo, roja). Y este amor me conducirá a algún sitio. No puedo impedir que esta fuerte corriente me arrastre. Ya no tengo elección. Tal vez me lleve a un mundo especial que jamás he conocido. A un lugar lleno de peligros, quizá. Donde se esconda algo que me inflija una herida profunda, mortal. Tal vez pierda todo lo que poseo. Pero ya no puedo volver atrás. Sólo puedo abandonarme a la corriente que discurre ante mis ojos. Aunque me consuma entre las llamas, aunque desaparezca para siempre".
"—¿Estabas durmiendo? —preguntó Sumire, sondeándome.
—¡Mmm! —solté un pequeño gruñido. En un acto reflejo lancé una mirada al despertador, a la cabecera de la cama. Las agujas del reloj eran grandes, fluorescentes; inexplicablemente, no alcancé a ver la hora. La imagen que se proyectaba en mi retina y la zona de mi cerebro donde se procesaba la información estaban desconectadas. Como una anciana que no lograse enhebrar una aguja. Lo único que intuí fue que a mí alrededor todavía era noche cerrada, que debía de ser más o menos la hora que Scott Fitzgerald llamó «noche profunda del alma».
—Pronto amanecerá.
—¡Ah! —dije con lasitud.
—Cerca de casa hay un hombre que todavía cría gallos. Debe de tenerlos desde antes de la devolución de Okinawa. Enseguida cantarán. Tal vez antes de media hora. ¿Sabes? A decir verdad, ésta es la hora del día que más me gusta. El cielo negrísimo de la noche empieza a clarear por el este y los gallos cantan con todas sus fuerzas, como si se vengaran de algo. ¿Hay gallos cerca de tu casa? —Al otro extremo de la línea telefónica sacudí ligeramente la cabeza—. Te estoy llamando desde la cabina del parque.
—Ya —dije.
A unos doscientos metros de su apartamento había una cabina. Sumire no tenía teléfono en casa y siempre iba andando hasta allí para llamar. Era una cabina telefónica normal y corriente.
—Oye, me sabe muy mal llamar a estas horas. De verdad te lo digo. A estas horas, cuando aún no han cantado los gallos. A estas horas, cuando la pobrecita luna está flotando en un rincón del cielo de Oriente como un riñón desahuciado. Pero ¿sabes? Para llamarte he tenido que recorrer un camino negro como la boca de un lobo. Agarrando con mi pequeña mano la tarjeta telefónica que me dieron el día de la boda de mi prima. En ella aparecen los dos novios con las manos unidas. Tú ya sabes cómo me deprimen estas cosas, ¿verdad? Llevo el calcetín derecho diferente al calcetín izquierdo. Uno tiene un dibujo de Mickey Mouse, el otro es un calcetín de lana liso. Mi habitación está manga por hombro y no puedo encontrar nada. Mejor no decirlo en voz alta, pero mis bragas dan pena. Tanto que un ladrón de ropa interior pasaría de largo. Si unos gamberros me mataran, con esta pinta no creo que hallara la paz. Así que ya no te pido que me compadezcas, pero ¿no podrías decirme algo con pies y cabeza? Aparte de esas crueles interjecciones tipo «¡Ah!» o «¡Mmm!». No estaría mal una conjunción o algo por el estilo. Sí, eso es. Algún «pero» o un «sin embargo».
—No obstante —dije yo. Estaba agotado, sin fuerzas siquiera para soñar.
—«No obstante» —repitió ella—. De acuerdo. No deja de ser un progreso. Claro que no es más que un pasito.
—Por cierto, ¿querías algo?".
"—Oye —dijo Sumire. E hizo una sutil pausa. Igual que un anciano guardabarrera que cerrara un paso a nivel antes de la llegada del tren para San Petersburgo—. Te pareceré estúpida diciéndotelo así, pero la verdad es que me he enamorado.
—¡Hum! —Me pasé el auricular de la mano derecha a la izquierda. Me llegaba el ruido de la respiración de Sumire. No sabía qué decirle. Y, como suelo hacer cuando no sé qué decir, pronuncié las palabras más inapropiadas.
—¿No será de mí?
—No es de ti —contestó Sumire. Oí cómo encendía un cigarrillo con un mechero barato—. ¿Estás libre hoy? Me gustaría que nos viéramos y hablásemos.
—¿De que te has enamorado de alguien que no soy yo?
—Sí, de que me he enamorado apasionadamente".
"Pero es extraño ver una estatua de tu propio padre. Imagínate que levantan una a tu padre en la plaza de delante de la estación de Chigasaki. Te sentirías rara, ¿no? Mi padre era, en realidad, un hombre de baja estatura, pero, en la estatua, parecía un gigante imponente. Entonces lo pensé. Que, en este mundo, lo que ven nuestros ojos no tiene por qué ser verdad. Sólo tenía cinco años.
«Si a mi padre le levantaran una estatua, no me impresionaría tanto», se dijo Sumire. Porque en realidad su padre ya era demasiado guapo para ser una persona de carne y hueso".
"Myû alargó la mano derecha hacia el centro de la mesa.
—Dame la mano.
Cuando Sumire le ofreció su mano derecha, Myû la tomó como si la envolviera. Su palma era cálida y suave.
—No hay de qué preocuparse. Así que no pongas esa cara tan reconcentrada. Tú y yo nos llevaremos bien.
Sumire tragó saliva. Y las facciones de la cara se le relajaron. Cuando Myû la miraba de frente, tenía la sensación de ir empequeñeciéndose más y más. Quizás acabara desapareciendo como el hielo expuesto a la luz del sol".
"—A partir del lunes que viene ven tres veces por semana a mi despacho. Lunes, miércoles y viernes. Con que llegues a la oficina a las diez y regreses a casa a las cuatro es suficiente. Así evitarás las horas punta, ¿no? No puedo pagarte mucho, pero el trabajo en sí no es difícil y durante el tiempo libre puedes leer libros. Sólo que tendrás que tomar clases particulares de italiano dos veces por semana. Hablando español no te será muy difícil aprender el italiano, ¿verdad? Además, encuentra un hueco para hacer prácticas de inglés y de conducir, ¿podrás?
—Creo que sí —respondió Sumire. Pero sonó como si una persona desconocida. hablara en su lugar desde la habitación de al lado. «En estos momentos, me pidiera lo que me pidiese, me ordenara lo que me ordenase, le diría sin dudar que sí».
Sujetándole todavía la mano, Myû la miraba fijamente. Sumire pudo ver, nítida, su imagen reflejada en las negrísimas pupilas de Myû. Como si fuera su propia alma, absorbida hacia el otro lado del espejo. Por esa imagen, Sumire sintió amor y al mismo tiempo pánico".
"—Humm —dijo Sumire. Parecía estar reflexionando sobre mi pequeña aventura sexual. Tal vez consideraba la posibilidad de incluirla en su novela—. Después de todo, tú has tenido muchas experiencias, ¿verdad?
—No he tenido muchas experiencias —protesté con calma—. Me han pasado cosas por casualidad.
Ella le dio vueltas a la idea mientras se mordisqueaba las uñas.
—Pero, para estar alerta, ¿qué hay que hacer? No basta con pensar, llegado el momento: «¡Va! ¡Voy a estar alerta! ¡Voy a aguzar el oído!», para conseguirlo al instante, ¿no te parece? ¿No podrías decirme algo un poco más concreto? Ponme un ejemplo.
—Primero es preciso serenarse. Contando, por ejemplo.
—¿No hay otra manera?
—Pues también puedes pensar en un pepino dentro de la nevera en una tarde de verano. Por supuesto, es sólo un ejemplo.
—Espera un momento —atajó Sumire después de una pequeña pausa—. ¿Tú haces siempre el amor imaginándote un pepino dentro de la nevera una tarde de verano?
—No siempre.
—¿Pero sí a veces?
—A veces sí —reconocí.
Sumire hizo una mueca y sacudió varias veces la cabeza.
—Eres más raro de lo que pareces.
—Todos los seres humanos tenemos nuestras rarezas —repliqué yo".
"—La casa de Myû está muy cerca del restaurante. No es muy grande, pero es preciosa. Terraza soleada, plantas, un sofá italiano de piel, altavoces Bose, una colección de grabados, un Jaguar en el garaje. Allí vive solamente Myû. La casa que comparte con su marido está en Setagaya. Y los fines de semana regresa allí. Pero ella normalmente vive sola en el apartamento de Aoyama. ¿Y qué crees que me enseñó en el piso?
—Las sandalias de piel de serpiente preferidas de Mark Bolan guardadas en una urna de cristal. Una valiosa e inolvidable reliquia de la historia del rock and roll. No les falta una sola escama. En el arco figura su autógrafo. Irresistible para las fans.
Sumire hizo una mueca y suspiró.
—Si se inventara un coche que funcionase con bromas estúpidas, tú llegarías bastante lejos.
—Es que en este mundo también hay personas con las reservas de inteligencia agotadas —dije con humildad".
"—¿Cómo pudiste dejar el piano así por las buenas? —le preguntó con un titubeo Sumire—. Si no te apetece hablar de ello, no lo hagas. Es que me parece, no sé cómo decirlo, algo extraño. Hasta entonces habías sacrificado muchas cosas para ser pianista, ¿no es eso?
Myû dijo en voz baja:
—No es que hubiera sacrificado muchas cosas por el piano. Lo había sacrificado todo. Todas y cada una de las cosas consustanciales al crecimiento. El piano me había exigido que le ofreciera cada gota de mi sangre, cada pedazo de mi carne, y yo jamás le había dicho que no. Ni una sola vez".
"—No paro de pensar en el tabaco. No logro conciliar el sueño y, cuando consigo dormirme, tengo unas pesadillas horribles. Voy estreñida. Ni puedo leer ni soy capaz de escribir una sola línea.
—Eso le sucede a todo el mundo al dejar de fumar. Es temporal. Pasa antes o después —dije.
—Es muy fácil hablar cuando se trata de los demás —replicó Sumire—. ¿Verdad que tú no has fumado en toda tu vida?
—Si no se pudiera hablar respecto a lo que atañe a los demás, el mundo sería un lugar deprimente y peligroso. Piensa en lo que hizo Josif Stalin".
"—Quizá no pueda volver a escribir novelas. No hace mucho tiempo que pienso en ello con frecuencia. Que yo no soy más que una estúpida, una niña ingenua de las muchas que van por ahí mirándose el ombligo y persiguiendo sueños irrealizables. A lo mejor tendría que ir cerrando la tapa del piano y bajar del escenario. Antes de que sea demasiado tarde.
—¿Cerrar la tapa del piano?
—Es una metáfora".
"Sumire permaneció diez o quince segundos callada.
—¿No estarás consolándome, alentándome, o algo por el estilo?
—No te estoy consolando ni alentando. Es una realidad que habla por sí misma.
—¿Como el río Moldau?
—Como el río Moldau.
—Gracias —dijo Sumire.
—De nada —repuse yo.
—A veces puedes ser realmente dulce, ¿sabes? Como las navidades, las vacaciones de verano y un perrito recién nacido juntos".
"Me la imaginé colgando el auricular y saliendo de la cabina. Las agujas del reloj marcaban las tres y media de la madrugada. Fui a la cocina, me bebí un vaso de agua, volví a deslizarme entre las sábanas y cerré los ojos. Pero el sueño no acudió tan fácilmente. Al descorrer las cortinas apareció la luna, flotando blanca y taciturna en el cielo como un huérfano inteligente. Comprendí que no podría volver a dormirme.
Hice café, llevé una silla junto a la ventana, me senté y me comí unas cuantas galletas con queso. Y, leyendo, esperé a que llegara el amanecer".
"Quizá se deba a eso, pero desde la adolescencia me he habituado a trazar una frontera invisible entre mí mismo y los demás. Empecé a tomar una distancia perpetua ante el otro, fuera quien fuese, y a mantenerla mientras estudiaba su actitud.
Aprendí a no creerme todo lo que la gente dice. Mis únicas pasiones sin reservas han sido los libros y la música. Y, tal vez como lógica consecuencia de todo ello, me fui convirtiendo en una persona solitaria".
"Cada vez que nos veíamos nos pasábamos horas hablando. Por más que habláramos, jamás nos cansábamos. Los temas de conversación eran infinitos.
Hablábamos con mucha más confianza y entusiasmo que cualquiera de las parejas que había a nuestro alrededor. Sobre novelas, sobre el mundo, sobre el paisaje, sobre la lengua.
Siempre pensaba lo maravilloso que sería si fuésemos novios. Deseaba sentir el calor de su piel sobre la mía. Incluso soñaba con casarme con ella, con vivir a su lado. Sin embargo, no había ninguna duda al respecto: Sumire no abrigaba hacia mí ningún sentimiento romántico, y tampoco despertaba en ella el más mínimo deseo sexual. A veces, cuando me visitaba y se nos hacía tarde hablando, se quedaba a dormir. Pero en ello no había la menor insinuación. A las dos o tres de la madrugada bostezaba, se escurría entre las sábanas, hundía la cabeza en mi almohada y se quedaba dormida. Yo me acostaba en el futón extendido sobre el suelo, pero permanecía despierto hasta el amanecer, sin poder conciliar el sueño, presa de obsesiones, de dudas, de sentimientos de repugnancia hacia mí mismo y, a veces, de irreprimibles reacciones físicas".
"—Oye, ¿esto no te parece una especie de defección?
—¿Defección? —Durante unos instantes no la entendí.
—Traición. Abjurar de tu fe, de tus ideas.
—¿Por encontrar un trabajo, vestirte bien y dejar de escribir?
—Sí.
Sacudí la cabeza.
—Hasta ahora escribías porque lo deseabas. Si ya no te apetece, no tienes necesidad de hacerlo. No porque dejes de escribir va a incendiarse ninguna aldea. O a hundirse algún barco. O a alterarse el flujo y reflujo de las mareas. O la revolución va a retrasarse cinco años. A eso nadie puede llamarlo traición".
"—No acabo de entenderlo. ¿Y tú? ¿Tú estás dentro de una ficción?
—La mayoría de personas de este mundo se encuadran a sí mismas dentro de una ficción. Y yo también, claro. Piensa en la transmisión de un coche. Pues es como una transmisión que te conecta con la cruda realidad. Que regula la fuerza que viene del exterior a través del engranaje, hace que todo sea más fácil de aceptar. Y así protege tu cuerpo vulnerable".
"—Trabajando todos los días, lo quiera o no tendré que llevar una vida regular. Es posible que incluso deje de llamarte a las tres y media de la madrugada. Ésta es otra ventaja, ¿verdad?
—Una gran ventaja —repuse—. Claro que voy a sentirme un poco solo viviendo tú tan lejos.
—¿De verdad?
—Claro. Hasta el punto de que podría arrancarme mi inmaculado corazón y enseñártelo".
"—Oye —me dijo.
—¿Sí?
—Aunque sea una lesbiana estúpida, ¿seguirás siendo amigo mío?
—Aunque fueras una lesbiana estúpida, no me importaría. Mi vida sin ti sería como Los grandes éxitos de Bobby Darin sin Mackie Navaja.
Sumire me miró con los ojos entrecerrados.
—No acabo de entender la metáfora, pero lo que quieres decir es que te sentirías muy solo, ¿verdad?
—Sí, más o menos —dije".
"Sumire apoyó la cabeza en mi hombro. Llevaba el pelo recogido hacia atrás, sujeto por el pasador, y sus pequeñas y bonitas orejas quedaban al descubierto. Unas orejas preciosas, parecían recién hechas. Suaves y sensibles. Podía sentir su aliento sobre mi piel. Ella llevaba unos pantalones cortos de color rosa y una sobria camiseta azul marino descolorida. Por debajo de la camiseta se perfilaban sus pequeños pezones. Un ligero olor a sudor flotaba en el aire. A su sudor, al mío, o a una sutil mezcla de ambos. Me entraron ganas de abrazarla. Me asaltó un impulso irrefrenable de tumbarla contra el suelo. Pero sabía que era inútil. Desearlo no me llevaba a ningún sitio. Se me hizo difícil respirar, mi campo de visión se redujo violentamente.
El tiempo se detuvo y empezó a dar vueltas y más vueltas. Bajo mis pantalones, el deseo se volvió turgente y se endureció como una piedra. Me sentí confuso, turbado. Pero me sobrepuse. Me llené los pulmones de aire fresco, cerré los ojos y, sumido en aquella oscuridad incoherente, conté despacio. El impulso que había sentido era tan violento que incluso mis ojos se anegaron en lágrimas".
"—Tú también me gustas —dijo Sumire—. Más que nadie en el mundo.
—Después de Myû, claro.
—El caso de Myû es un poco distinto.
—¿Distinto? ¿De qué modo?
—Lo que siento hacia ella es diferente de lo que siento hacia ti. Es decir…, no sé, ¿cómo te lo explicaría?
—Nosotros, los vulgares estúpidos heterosexuales, tenemos una expresión bastante útil —dije—. En estos casos basta con decir sencillamente: «Me la pone dura»".
"»Pero hay una cosa que sí tengo clara. Y es que me gustaría que estuvieses conmigo. Tan lejos de ti me siento muy sola, aunque Myû esté conmigo. Y cuanto más lejos me fuera, más sola me sentiría, seguro. Me gustaría que pensaras lo mismo yo".
"»En los hoteles dormimos en habitaciones separadas. Myû es muy susceptible con respecto a eso. Sólo una vez, en Florencia, hubo un error en la reserva y dormimos las dos juntas en una habitación grande. Las camas eran individuales, estaban separadas, pero por el simple hecho de compartir habitación con ella el corazón se me hinchó de gozo. Vi cómo salía del baño envuelta en una toalla, cómo se cambiaba de ropa. Por supuesto, la miré de reojo mientras leía, haciendo como quien no ve. Myû tiene un tipo espléndido. No iba completamente desnuda, se cubría con una escueta ropa interior; tiene un cuerpo que levanta suspiros. Delgada, las nalgas prietas, una obra de artesanía. Me gustaría que la vieras —aunque resulte un poco raro por mi parte hablar así.
»Imaginé que aquel cuerpo fino y suave me abrazaba. Al encontrarme en la misma habitación que ella, dentro de la cama, pensando obscenidades, me vi arrastrada paulatinamente hacia el lugar equivocado. Quizá se debiese a la excitación, pero aquella noche se me adelantó la regla. ¡Qué mala suerte! ¡Hum! No creo que sirva de mucho contarte esto por carta, pero, en fin, ha sido una de las cosas que me han sucedido".
"Al acabar el partido de fútbol, me hundí en la butaca, dejé que mi mirada se perdiera en el techo mientras imaginaba a Sumire en la aldea francesa. ¿O había partido ya hacia algún rincón de las islas griegas? A lo mejor estaba tumbada en la arena contemplando las blancas nubes que flotaban en el cielo. En todo caso, estaba muy lejos de mí. Roma, Grecia, Tumbuctú, Aruanda, ¡qué más daba! Se encontraba muy lejos, lejísimos. Y, en el futuro, tal vez se alejara aún más. Mientras pensaba en ello me invadió la angustia. Me sentí como un insecto absurdo en una noche ventosa, adherido a un alto muro, sin razones, sin planes, sin creencias. Sumire decía que me echaba de menos. Pero a su lado estaba Myû. Yo no tenía a nadie. Yo… estaba solo.
Como siempre".
"Se oyó una voz por megafonía: «Se ruega a los pasajeros del vuelo 275 de Air France con destino a París que se dirijan a la puerta de embarque…». Dentro de aquel sueño incoherente —o, tal vez, en medio de aquella vigilia incierta— pensé en Sumire. Por mi cabeza discurrieron entrecortadamente, como en un documental antiguo, momentos y lugares que habíamos compartido. Sin embargo, inmerso en el bullicio del aeropuerto, con aquella multitud de pasajeros yendo y viniendo, el mundo que nos pertenecía a Sumire y a mí se veía miserable, impotente, falto de precisión. Nosotros no teníamos, ni ella ni yo, la inteligencia precisa, ni siquiera el talento que pudiera compensar esa carencia. No había ningún pilar que nos sustentara. Éramos casi dos ceros sin límites. Dos existencias insignificantes que iban de un estadio de la nada a otro estadio de la nada".
"—Oye —dijo Sumire—, ¿puedo abrazarte?
—¿Quieres abrazarme?
—Sí".
"»Y entonces lo comprendí. Habíamos sido unas magníficas compañeras de viaje, pero, en definitiva, no éramos más que dos solitarios pedazos de metal trazando su propia órbita cada una. Desde lejos parecían bellos como estrellas fugaces. En realidad, sólo éramos prisioneras sin destino encerradas cada una en su propia cápsula. Cuando las órbitas de los dos satélites se cruzaban casualmente, nos
encontrábamos. Quizá simpatizábamos. Pero sólo duraba un instante. Momentos después volvíamos a estar inmersas en la soledad más absoluta. Y algún día arderíamos y quedaríamos reducidas a nada".
"«¡Amo a Myû!». Si esta situación se prolonga, yo me iré perdiendo poco a poco. Todos los amaneceres y todos los atardeceres irán arrancándome un pedazo tras otro. Dentro de poco, mi existencia se habrá diluido en la corriente y yo me habré convertido en «nada»".
"Ella dice: «Yo no debo poner punto final a nada.
Son ellos quienes tienen cosas que liquidar, no yo»".
"Myû desistió, cerró el libro. Alzó la cabeza, contempló el cielo nocturno. No se veía ninguna estrella, debía de estar encapotado. La luna, en cuarto creciente, también estaba velada. Debido a la iluminación, su cara se reflejaba de un modo extrañamente nítido en el cristal encastado de la ventana. Myû permaneció largo tiempo inmóvil contemplando su rostro. «También esto acabará un momento u otro», se dijo a sí misma. «Anímate. Cuando haya pasado, seguro que será una historia divertida para contar. ¡Yo encerrada toda la noche en la noria de un parque de atracciones en Suiza!»
Pero ésta no será una historia divertida. La verdadera historia aún ha de empezar".
"Myû suspiró. Alzó la cabeza y sonrió.
—A mí, desde niña, me había gustado establecer mis propias normas, sin fijarme en lo que me rodeaba, y seguirlas. Era una niña independiente, concienzuda. Había nacido en Japón, iba a una escuela japonesa, había crecido jugando con amigos japoneses. Por eso me sentía completamente japonesa, pero, a pesar de ello, era de nacionalidad extranjera. Para mí, en sentido estricto, Japón era, al fin y al cabo, un país extranjero. Mis padres no eran del tipo que insiste machaconamente en las cosas, pero esto, sólo esto, sí me lo metieron en la cabeza desde pequeña: «Tú aquí eres extranjera». Y yo decidí que, para vivir en este mundo, debía hacerme fuerte".
"»A los diecisiete años perdí la virginidad y, desde entonces, me acosté con no pocos hombres. Salí con muchos chicos y, además, si se daba la ocasión, me acostaba con hombres a quienes apenas conocía.
Pero, amar a alguien…, amar a alguien de corazón, ni una sola vez. A decir verdad, no tenía tiempo. La idea de convertirme en una pianista de primera categoría ocupaba por entero mi alma, dar un rodeo o desviarme de mi camino ni siquiera se me había pasado por la cabeza.
“¿Qué me falta?”, cuando me di cuenta de ese vacío, ya era demasiado tarde".
"—Yo antes estaba viva, ahora todavía lo estoy, estoy realmente frente a ti, hablándote. Pero lo que hay aquí no es mi verdadero yo. Lo que ves no es más que una sombra de lo que alguna vez fui. Tú estás realmente viva. Pero yo no. Incluso las palabras que pronuncio ahora me suenan vacías como el eco".
"Después, aún me queda una duda. Si esta orilla en la que Myû está ahora no es el mundo de su imagen real original (es decir, si esta orilla era la orilla opuesta), ¿quién diablos soy yo, qué hago aquí compartiendo simultánea e íntimamente mi existencia con ella?".
"«Lo que importa no son las grandes ideas de los otros sino las pequeñas cosas que se te ocurren a ti», me dije en voz baja".
"Bañado por la pálida luz de la luna, mi cuerpo carecía de todo hálito de vida, igual que una figurilla de barro. Alguien se ha valido de un maleficio, como los que hacen los hechiceros de las islas de las Indias Occidentales, y ha insuflado mi vida transitoria a ese pedazo de barro. Aquí no existe la llama de la vida verdadera. La vida de mi auténtico yo se encuentra aletargada en alguna parte y una persona sin rostro la ha metido en una bolsa y está a punto de llevársela".
"Myû reflexionó unos instantes con los labios firmemente apretados. Luego dijo:
—¿No me odias?
—¿Porque Sumire haya desaparecido?
—Sí.
—¿Y por qué habría de odiarte?
—No lo sé. —En su voz se traslucía una especie de cansancio contenido durante largo tiempo—. Tengo la impresión de que no es sólo a Sumire a quien no volveré a ver. Que tampoco te veré a ti jamás. Por eso te lo pregunto.
—Claro que no te odio —respondí.
—Pero, en el futuro, vete a saber, ¿no es así?
—Yo no odio de ese modo a la gente".
"La figura de Myû, de pie en el pequeño puerto de aquella isla griega, con su vestido blanco ceñido y sujetándose de vez en cuando el sombrero para que no se lo llevara el viento, era tan efímera y adecuada que no parecía real.
Apoyado en cubierta, no pude apartar los ojos de ella. Por un instante, el tiempo se detuvo y esa imagen quedó impresa, con toda nitidez y para siempre, en las paredes de mi memoria".
"Pero yo sólo sentía una soledad profunda, indescriptible. Sin darme cuenta, el mundo que me rodeaba había perdido definitivamente sus colores".
"No había ninguna señal de vida. Los días eran todos terriblemente largos, la temperatura de la atmósfera era o tórrida o gélida. El vehículo que me había llevado hasta allí había desaparecido sin que yo me diera cuenta. No podía ir a ninguna otra parte. Lo único que podía hacer era ir sobreviviendo en aquel lugar valiéndome de mis propias fuerzas".
"Comprendí de nuevo lo importante, lo irreemplazable que era Sumire para mí. De una manera que sólo ella conocía lograba mantenerme ligado a este mundo. Cuando la veía y hablaba con ella, cuando leía sus textos, mi mente se expandía en silencio y era capaz de vislumbrar escenas que jamás había visto. Ella y yo podíamos unir nuestros corazones. Sumire y yo habíamos abierto nuestros corazones y nos los habíamos mostrado, el uno al otro, igual que una pareja joven se desnuda y se muestra sus cuerpos. Eso era algo que no había experimentado jamás en ningún otro lugar ni con ninguna otra persona y, para no malograr este sentimiento —aunque jamás lo habíamos formulado con palabras—, lo tratábamos con un cuidado exquisito".
"Al perder a Sumire, muchas cosas murieron en mi interior. De la misma forma que desaparecen muchas cosas de la playa cuando se retira la marea. Lo único que me ha quedado es un mundo deforme y vacío. Un mundo frío y tenebroso. Las cosas que surgieron entre Sumire y yo jamás podrán renacer en ese nuevo mundo. Soy consciente de ello.
En la vida de las personas hay una cosa especial que sólo puede tenerse en una época especial. Es como una pequeña llama. Las personas precavidas y con suerte la preservan con todo cuidado, la hacen crecer, la llevan como una antorcha que ilumine sus vidas. Pero, una vez se pierde, esa llama no puede volver a recuperarse jamás. Yo no sólo he perdido a Sumire. Junto con ella también he perdido esa preciada llama".
"«Hacemos cosas que no se pueden traducir en palabras», me diría tal vez Sumire. (Aunque, al fin y al cabo, ella me lo diría a mí con palabras)".
"Con todo, jamás volveré a ser el mismo. A partir de mañana seré una persona distinta. Pero nadie de los que me rodean se dará cuenta de que he vuelto a Japón transformado en otro. Porque exteriormente nada habrá cambiado. No obstante, algo dentro de mí ha quedado reducido a cenizas, ha desaparecido. Ha corrido la sangre.
Dentro de mí, alguien, algo, se irá. Con la mirada baja, sin una palabra. La puerta se abrirá, la puerta se cerrará. La luz se apagará. Para mí, tal como soy ahora, hoy es mi último día. Éste es mi último atardecer. Cuando amanezca, yo, tal como soy ahora, ya no estaré aquí. Una persona distinta habrá ocupado mi cuerpo".
"¿Por qué tenemos que quedarnos todos tan solos? Pensé. ¿Qué necesidad hay? Hay tantísimas personas en este mundo que esperan, todas y cada una de ellas, algo de los demás, y que, no obstante, se aíslan tanto las unas de las otras. ¿Para qué? ¿Se nutre acaso el planeta de la soledad de los seres humanos para seguir rotando?".
"Las estrellas visibles permanecían inmóviles, cada una en su lugar, como clavadas en el cielo. Cerré los ojos, agucé el oído y pensé en los descendientes del Sputnik que cruzaban el firmamento teniendo como único vínculo la gravedad de la tierra. Unos solitarios pedazos de metal en la negrura del espacio infinito que de repente se encontraban, se cruzaban y se separaban para siempre. Sin una palabra, sin una promesa".
"»…Por cierto, hay algo que me estoy preguntando desde hace rato. Luce usted un bronceado muy bonito. No tiene nada que ver con el asunto que nos ocupa, pero ¿ha ido usted a algún sitio durante las vacaciones de verano?
—No, a ningún lugar en especial —dije".
"—¿Qué sugiere que hagamos entonces?
—¿Qué le parece colgarlo por los pies del techo con una cuerda hasta que pida disculpas? —dije.
—No estaría mal. Pero, como usted sabe, si lo hiciéramos, nos despedirían. A usted y a mí".
"»Desde que murió mi perro, empecé a pasar mucho tiempo encerrado en mi habitación, leyendo. Y es que el mundo de los libros me parecía mucho más real que el mundo que me rodeaba. Allí se abrían paisajes que jamás había visto. Los libros y la música se convirtieron en mis mejores amigos. En la escuela también tenía algunos buenos amigos, pero jamás encontré a uno a quien pudiera hablarle con el corazón en la mano. Cada día, cuando nos veíamos, charlábamos, jugábamos al fútbol. Pero sólo eso. Cuando tenía problemas, no se los contaba a nadie. Pensaba por mi cuenta, sacaba mis propias conclusiones y actuaba solo. Pero no sentía la soledad. Creía que eso era lo normal. Que los seres humanos, al fin y al cabo, deben seguir su camino solos".
"«Ya ves, continuamos viviendo, cada uno a su manera, incluso ahora», pensé. Por profunda y fatal que sea la pérdida, por importante que sea lo que nos han arrancado de las manos, aunque nos hayamos convertido en alguien completamente distinto y sólo conservemos, de lo que antes éramos, una fina capa de piel, a pesar de todo, podemos continuar viviendo, así, en silencio. Podemos alargar la mano e ir tirando del hilo de los días que nos han destinado, ir dejándolos luego atrás. En forma de trabajo rutinario, el trabajo de todos los días…, haciendo, según cómo, una buena actuación. Al pensarlo, me sentí terriblemente vacío".
"Quizá todas las cosas ya estén perdidas de antemano secretamente en algún lugar remoto. Al menos existe un lugar tranquilo donde todas las cosas van fundiéndose, unas sobre otras, hasta conformar una única imagen. A medida que vamos viviendo no hacemos más que descubrir, una tras otra, como si tirásemos de un hilo muy fino, esas coincidencias. Cerré los ojos e intenté recordar el mayor número de cosas bellas perdidas. Intenté retenerlas en mi mano. Aunque sólo fuera un instante".
"—Voy a buscarte.
—Me encantará que lo hagas. Averiguo dónde estoy y te llamo otra vez. Además, me he quedado sin monedas. Espérame, ¿eh?
—Tenía muchas ganas de verte —dije.
—Yo también tenía muchas ganas de verte a ti —dijo Sumire—. Después de dejar de verte lo comprendí todo muy bien, a la perfección. Lo vi tan claro como si todos los planetas, de mutuo acuerdo, se hubiesen alineado uno junto al otro. Que te necesito de verdad. Que tú eres una parte de mí, que yo soy una parte de ti. Oye, creo que en algún lugar (no sé dónde, en alguna parte) he degollado algo. Con el cuchillo afilado y el corazón de piedra. Simbólicamente, como cuando hacían las puertas en China. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
—Creo que sí.
—Ven a buscarme".
Haruki Murakami