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Al final del túnel
"Todos los libros esconden entre sus tapas más de una historia. Hace poco que lo he aprendido y ya no creo que pueda olvidarlo".
"Hay bastante gente en el velatorio, casi todas señoras mayores, vestidas de negro y con pañuelos anudados a la cabeza. El murmullo de sus cuchicheos se escucha como música de fondo, como el canto de los grillos en las noches de verano".
"No me extrañaría que lloviera, es lo habitual en el invierno de esta zona.
Mala época para morir, supongo. Jabo hubiese preferido hacerlo en verano, donde los días están llenos de sol y de viento, ese mismo viento que desplaza los recuerdos de un lado a otro".
"—Dicen que se tiró con el coche por un barranco —una señora mayor, cerca de mí, habla con una chica joven. Se tapa la boca con una mano—. Su mujer se fue con otro, sabes, un nórdico de esos de dos metros.
—¿Ah, si? ¿No iba ella con él en el coche? —La chica se inclina y baja la voz.
—No. Esto es un montaje, sabes, para que la gente no murmure.
—Siempre hay más de lo que se ve a simple vista. —La chica asiente convencida".
"—Seguro que era un dinosaurio —dijo. Sus ojos chispeaban intensos.
Sonrió abiertamente—. Viven en el centro de la Tierra.
—Sí, seguro que sí —dije, y yo también sonreí.
Es extraño cómo a veces uno no se da cuenta de las cosas. Creo que este es uno de los primeros libros que leí. De niño vivía obsesionado con el fútbol y los juegos en la calle y las travesuras, y lo único que leía era el Mortadelo.
Años más tarde la soledad empezó a asomarse con frecuencia y encontré consuelo en el hábito de la lectura. Después, atrapado por el vicio de las letras en la página, el consuelo vino también de la escritura. Para bien o para mal, supongo que se lo debo a Jabo".
"Jabo tampoco fue al colegio la mañana siguiente. Recuerdo que don Santiago dictaba unos ejercicios. Su voz intentaba abrirse paso a través del zumbido de las moscas. Yo, cada vez que escribía una palabra, clavaba los ojos en la puerta por la que esperaba que Jabo se presentara. No lo hizo. En esos días, las murmuraciones de la gente del pueblo aseguraban que su familia se había marchado a otro lugar, y no conseguí averiguar nada más.
Nunca supe de ellos, más allá de haber oído decir que el padre de Jabo y el mío compartían las horas vespertinas en el bar. En los pueblos, la gente suele hablar de más, pero a veces también habla de menos".
"Me pongo en pie y camino con el mismo cuidado que ella. No quiero hacer ruido, que de todas formas no se oiría por culpa de la lluvia.
Contengo la respiración. Huele un poco más a incienso al atravesar la puerta. Esta habitación no tiene ventanas. En el centro están los dos ataúdes, rodeados de coronas y flores, abiertos. No hay nadie excepto la señora que acaba de entrar. Se ha sentado y me sonríe fugazmente. Me invita a pasar con la mano.
Me acerco sigiloso a uno de los ataúdes. Es el de Claudia. La envidiosa Parca no ha sido capaz de robarle la hermosura ni la paz. Claudia duerme ajena a preocupaciones y habladurías. En el otro ataúd, el viejo amigo al que acabo de conocer reposa con la misma tranquilidad. Reconozco en sus rasgos al niño con el que jugué unas pocas veces, el que me enseñó sin querer que los libros te pueden cambiar la vida. Me percato de que todavía tengo el suyo entre las manos.
—Es mejor que lo tengas tú —digo. Con todo el cuidado de que soy capaz, dejo el libro en el ataúd. Me estremezco con el frío contacto de sus manos.
Me retiro un poco. Nunca fue más cierto que todos los libros esconden entre sus tapas más de una historia. Ese ejemplar no solo contiene el viaje insensato del insensato Lidenbrock. También esconde historias de infancias miserables y maltratos y desengaños. Y en algún lugar, oculta entre cientos de palabras menos importantes, quizá también se esconda la ilusión".
Lo peor es el silencio
"—Espero que no te importe la música —dijo.
—No, no me molesta.
—Casi siempre la tengo puesta. En esta emisora ponen jazz, no soporto otra cosa. Solo jazz.
La muchacha asintió. Su curiosidad pareció quedar atrapada en la radio.
—Es una radio antigua —susurró.
—Sí. Tiene mucha historia.
Cándido cerró un instante los ojos y recordó el día que compró la radio, con Anna. Un día lejano; le sorprendió que esos días existieran todavía, sobre todo después del fin del mundo".
"Un viejo sabio se apiadó de ella y la ayudó a regresar a casa, donde decidió que nunca más viajaría. Pero no se acostumbró a ver el cielo lleno de llamas todas las noches, porque supo que por culpa de ellas no se veía la luna y eso acrecentaba su tristeza. Una noche, cuando le pareció que nunca en su vida había visto tantas llamas juntas, fue a la playa y se arrancó los ojos. Con la cabeza vuelta hacia el cielo, lloraba por las cuencas vacías mientras los tiraba al mar. Creyó que así quizá llegaran a aquel país y quizá la luna les daría el brillo que merecían".
"—La verdad es que trabajo más como fantasma que como escritor —dijo.
—¿Fantasma?
—Sí. Soy escritor y soy fantasma. Nunca tuve éxito con mis relatos, así que empecé a escribir cosas para tipos a los que no les preocupa quién ha escrito algo. Ni a ellos ni a los lectores. Escribo textos para blogs y páginas webs, lo que llaman un escritor fantasma.
—¡Qué interesante! ¿Y escribes así de retorcido?
—¿Retorcido? No… Solo cuando intento escribir mi novela.
—¿Esto es una novela?
—No, estos son relatos antiguos".
"Cándido recibía feliz las visitas de Arlene. Durante aquellas visitas se sentía transportado a lugares y tiempos lejanos, como en las historias que ella le contaba, y descubrió que ella a su vez le servía de inspiración para escribir.
Ella le había ofrecido un principio, Cándido lo había seguido y su novela había comenzado a fluir.
La misma escena se repetía dos noches a la semana: él salía al banco delantero a esperarla; la veía llegar desde lejos, deleitándose con su paso decidido y sus formas generosas y la acompañaba al interior de la casa, donde tomaban vino y escuchaban música. Ella le invitaba a su mundo de historias tristes y luego se marchaba a otro mundo desconocido, dejándole cargado de ideas para escribir y de ganas de que regresara".
"—Escucha —Cándido señaló hacia la ventana; Mayka prestó atención y le miró con extrañeza.
—No oigo nada.
—Es el silencio, el mismo de todas las noches. Siempre llega, aunque haya una tormenta o un terremoto o lo que sea, siempre llega".
"—Cuando Anna murió —continuó—, yo me sentaba solo y prestaba atención a los ruidos de la calle. Oía los pasos de la gente; unos apresurados, otros lentos; unos ligeros, otros pesados. Los coches y los autobuses, haciendo sonar su bocina, irritados e impacientes. Los gritos de los vendedores y el murmullo de la multitud que llena las calles.
Cándido miró a Mayka como para asegurarse de que le entendía. Ella asintió.
—Lo eché de menos al venir. En este pueblo los paisajes son hermosos y puros y el aire es fresco y limpio. Son agradables los días de invierno, cuando se huele el hinojo al atardecer. Pero son soportables solo hasta que llega la madrugada. Entonces no se oyen pasos, ni bocinas, ni gritos
impacientes, ni el murmullo de la multitud. A veces suena la lluvia, o el viento habla en gemidos y agita las ventanas. Pero son terribles las noches tranquilas. Todos duermen y lo único que hay en el aire es silencio, un silencio aterrador. Por eso era tan importante esa radio".
"—¿Puedo preguntarte algo? —dijo.
—Claro.
—¿Por qué está tan triste Moona? ¿Y por qué aparece siempre la luna en tus historias?
Mayka sostuvo la copa en su mano con la mirada saltando en el fuego.
Por un momento, Cándido supuso que no contestaría a sus preguntas.
—Hay mucha tristeza en el mundo —dijo Mayka de repente—. Y la luna… ¿Puede haber alguien más triste que ella, que brilla porque le prestan la luz y no puede salir cada vez que quiere?".
Abono orgánico
"La luz del ocaso se apresuraba a apagarse y al aproximarme a la finca divisé la sombra fantasmal. Me acerqué con algo de reparo. La sombra se aclaró y descubrí que pertenecía a un hombre. Estaba embutido en una especie de capa oscura y aparte de eso solo pude apreciar un sombrero aplastado y una pipa. Se apoyaba en el muro, en una postura que le confería un aire un tanto inhumano.
—Buenas tardes —le dije al llegar a su altura.
El hombre no me contestó. No veía su cara con claridad, tapada a medias por el sombrero y a medias por una larga barba, pero supuse que me observaba. Se sacó la pipa de la boca. La tenía apagada.
—Buenas tardes —insistí.
El desconocido gruñó, quizás a modo de saludo. Se alzó el sombrero y clavó sus ojos en mí. Yo, de natural educado, traté de iniciar una conversación.
—Una tarde estupenda —dije.
El tipo escupió hacia un lado. Movió la cabeza a su alrededor, como para asegurarse de que nadie le escuchara. Precaución inútil: no había un alma en todo aquello.
—Usted no es de por aquí, ¿no es cierto? —dijo.
Su voz me hizo reconsiderar la idea del fantasma. Parecía salir del estómago.
—No, estoy de visita.
—¿Y qué se le ha perdido aquí?
—Doy un paseo.
Los jirones rojos del cielo se oscurecían. A mi espalda, las montañas se reducían a sombras. Ya caía la noche. El individuo se puso la pipa en los labios e intentó fumar mientras me analizaba con descaro. Uno de esos momentos eternos.
De pronto, se me acercó y me dio un manotazo en el hombro.
—Me ha caído usted bien —dijo—. Venga a echarse un vino".
"Yo ansiaba estirar las piernas y me levanté para dar una vuelta. Empecé a curiosear los objetos que adornaban las paredes.
La sala me recordó a un museo agrario. Sombreros, cuernos, látigos, enseres varios de labranza y toda clase de cacharros cubrían gran parte de la superficie de la habitación. Los ojeé con desinterés hasta que me fijé en la lámpara encendida. Noté que un montón de fotos cubría la pared de al lado y me acerqué. En su mayoría se trataba de paisajes, tractores y camionetas.
Y en medio de aquel batiburrillo, una foto quería destacar del resto. Una mujer joven, que sonreía a la cámara y acariciaba a un perro a todas luces anciano. La belleza de la joven era deslumbrante, aunque su sonrisa me desasosegó. No se correspondía con la triste expresión de sus ojos".
"Parado en la puerta, con su silueta destacada sobre la escasa luz del fondo, no me hubiera sorprendido que mencionara un barril de amontillado.
Me acordé de Fortunato vestido de payaso, despotricando acerca de los falsos expertos. Él, sin embargo, se asemejaba a Montresor, amigable y siniestro. Un temblor me sacudió el cuerpo; mal momento para evocar a Poe.
El aire nocturno me despejó un poco. Aspiré con deleite el aroma a hinojo que lo impregnaba todo y me dirigí a la salida de la finca. A la luz de una tenue farola divisé la caseta de Ramón. Y en esa ocasión lo vi, echado en la puerta, con la cadena al cuello. Se irguió y me miró.
El frío de la noche se abrió paso hasta el centro de mi corazón".
La importancia de los buenos modales
"La biblioteca le parecía interesante, una gran habitación con inmensos ventanales que dejaban pasar la luz sin complejos y cuyas paredes estaban cubiertas por estanterías repletas de libros. Y lo más interesante que encontró resultó ser lo que menos entendía: habían colocado los libros del revés, con los lomos hacia dentro. Una punzada de angustia le torturó un instante y la punzada se repitió cuando, al desplazar la mirada por la sala, descubrió una montaña de libros tirados en un rincón".
"—Una biblioteca muy interesante —dijo el señor Máximo.
—¿Usted cree? A mí me aburre.
—Permítame una pregunta. ¿Por qué coloca los libros al revés?
—Así hay más emoción al coger uno. No me molesto en elegir. Saco uno cualquiera y listo.
—¿Y si ya lo ha leído?
—Si no lo recuerdo, lo vuelvo a leer. Si lo recuerdo, lo tiro por ahí — con un ademán despreocupado, señaló al rincón donde estaban los libros amontonados".
"—Quiero que sufra, que tenga una muerte lenta y desagradable.
—Lo siento, señor. Esa no es mi especialidad.
Fédor, que tenía la vista clavada en la mansión, se giró despacio. Miró al señor Máximo como si no le entendiera.
—Yo solo estrangulo —dijo este—. Rápido y limpio.
Fédor fue a sentarse. Dejó el vaso vacío encima de la mesilla y tomó un par de tragos de vodka de la botella. El señor Máximo empezó a impacientarse. No le gustaba la gente sin modales.
—Quizás debería contratar a otra persona, señor.
—No, no, un momento. De acuerdo, estrangúlelo. Pero quiero que sea humillante.
Volvió a levantarse de un salto, esta vez al primer intento. Se acercó al ventanal y señaló a la lejanía.
—¡Ya sé! Podría llevar su cadáver a la isla del faro. Abandonarlo allí y… ¡quitarle la ropa! Eso es, dejarlo en pelotas.
El señor Máximo intuyó más que oyó la última palabra. La lengua de Fédor no parece estar muy ágil, pensó.
—No considero muy razonable ese ensañamiento, señor —murmuró—.
Encuentro indecoroso dejar a alguien desnudo a la intemperie. Aunque esté muerto, señor.
—Bueno, bueno, que no sea en pelotas. Déjelo allí sin más. Así todos esos cabrones se preguntarán qué significa".
Allá en el sur
"Hoy es el último día que vendí sánguches en el metro. Y cuando solo me quedaba el último, vi aparecer al revisor, que se acercaba como siempre.
Pero le esperé en vez de arrancarme.
—Te tienes que ir —dijo.
—Tengo una buena noticia para ti —dije yo—. Ya no vas a verme más por acá. Acabo de recibirme de enfermero.
Y le enseñé la copia del título en trámite que llevo en mi celular. El tipo me miró y se quedó con la boca abierta y no lo podía creer. Y entonces se acercó y me abrazó. Me dio un largo abrazo como los que nos damos allá en el sur cuando compartimos un vino y un cordero asado al palo, y me dijo «Felicitaciones». Se rio y se fue caminando, sacudiendo la cabeza.
Así que cuando salí del metro me quedaba un puro sánguche y se lo di a la señora Sara. Me fui a casa, crucé las calles donde a la tarde va a haber de vuelta barricadas; y me acordé del aire del sur y de las casas adornadas con escamas de madera, y de esa lluvia que cuando cae parece que no va a parar nunca, y del cordero asado y de los amigos y del mar. Y pensé que aunque acá en el centro va a haber otra vez gritos y golpes y destrozos, quizás… quizás no todo está perdido".
J. G. Melián