miércoles, 5 de mayo de 2021

Citas: Elena sabe - Claudia Piñeiro

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"Con varios vecinos. Aunque el banco abra recién a las diez, cuando su tren esté entrando en la estación y ella con el boleto en la mano se acerque al borde del andén para tomarlo, antes de eso, Elena sabe, ya va a encontrar jubilados haciendo la cola como si tuvieran miedo de que la plata alcanzara sólo para pagarle a los que primero llegan. Sólo podría evitar el frente del banco dando una vuelta manzana que su Parkinson no le perdonaría. Ése es el nombre".

"Rita murió una tarde en que amenazaba lluvia. En la repisa de su cuarto había un lobo marino de vidrio que se ponía rosa violáceo cuando la humedad ambiente se acercaba a la centena y entonces no quedaba otra alternativa más que el agua precipitada. Ese color tenía el día de su muerte".

"Discutían. Siempre, todas las tardes. De cualquier cosa. Lo importante no era el asunto sino esa elegida manera de comunicarse a través de la pelea, una pelea que disfrazaba otra disputa, la que se movía oculta y a su antojo dentro de ellas, y que excedía cualquier tema en cuestión. Discutían como si cada palabra lanzada fuera un látigo, primero pegaba una, luego la otra. Latigazo tras latigazo.
Quemaban el cuerpo de la rival con palabras, como si fueran cuero en movimiento".

"Elena metió todo ahí dentro. Todo menos la ropa; la ropa no pudo, conservaba su olor, el olor de su hija. La ropa siempre conserva el olor que tuvo en vida el muerto, Elena sabe, aunque se la lave mil veces con distintos jabones, un olor que no responde a un perfume determinado, ni a un desodorante, ni al jabón blanco con el que se la lavaba cuando todavía había quien la ensuciara. Un olor que no es el de la casa ni el de la familia porque la ropa de Elena no huele de la misma manera. Olor al muerto cuando estaba vivo. Olor a Rita".

"Sea lo que fuere, prefiere no saber, mucho menos leerlo en esas cartas, le tiene más miedo a las palabras que haya escrito Roberto en respuesta a las de su hija, que a lo que hayan hecho. Por eso no desanudó la cinta de raso, no dejó que el lazo y el moño se deshicieran y dejaran libres esos papeles llenos de palabras, apenas las tocó para ponerlas otra vez dentro de la caja de bombones que depositó en esa otra caja que le dio el vecino, junto con todo lo que quedó de su hija después de que el fuego se llevó lo que olía a ella".

"Alguien la saluda. Su cuello rígido que la obliga a caminar mirando el piso no le deja ver quién es. Esterno cleido mastoideo se llama el músculo que la obliga. El que tira de su cabeza para abajo. Esterno cleido mastoideo, le dijo el doctor Benegas, y Elena le pidió que se lo escribiera, en imprenta mayúscula, doctor, que si no, no le entiendo la letra, para nunca olvidarse, para saber el nombre del verdugo aunque lleve capucha e incluido en el rezo de su espera".

"Unos pasos más adelante las baldosas en damero negro y blanco le indican que está pasando frente a la casa de la partera. Rita no volvió a pisar la vereda de damero a partir del día en que se enteró de que en esa casa se hacían abortos. Abortera, no partera, mamá, ¿quién te lo dijo?, el Padre Juan, ¿y cómo sabe?, porque confiesa a todo el barrio, mamá, cómo no va a saber, ¿y no tiene que guardar secreto de confesión?, no me dijo quién se hizo un aborto, mamá, sino dónde, ¿y eso no entra dentro del secreto de confesión?, no, ¿quién te dijo que no?, el Padre Juan".

"Rita apareció colgada del campanario de la iglesia. Muerta. Una tarde de lluvia, y eso, la lluvia, Elena sabe, no es un detalle menor".

"No hubo campanas para anunciar esa misa, pero misa hubo. Si alguien hubiera prestado atención y además tuviera buena memoria, recordaría que en el silencio de la iglesia sólo se oía la lluvia cayendo sobre el patio de la parroquia. Pero nadie prestó atención a la lluvia de aquella tarde más que Elena. La memoria de los detalles, Elena sabe, es sólo para gente valiente, y ser cobarde o valiente no puede elegirse".

"Elena siempre fue de llorar poco, casi nada, pero desde que su cuerpo es de Ella, de esa puta enfermedad puta, ya ni siquiera es dueña de sus lágrimas. Aunque quiera no llorar, no puede, y llora, las lágrimas salen de su lagrimal y ruedan por su cara rígida como si tuvieran que regar un campo yermo. Sin que nadie les pida, sin que las llamen".

"Eligió el cajón de la madera más barata, no sólo porque no les sobraba el dinero sino para que se pudriera rápido. Elena nunca entendió por qué la gente elige cajones de maderas tan nobles que tardan en reventar bajo la tierra. Si tantos creen que de tierra somos ya la tierra volveremos, para qué retrasar la vuelta entonces. Eligen ataúd de madera noble para mostrado en el velorio, piensa, para qué otra cosa, si ni el cajón ni lo que lleva dentro están destinados a durar sino a pudrirse, a que los gusanos se encarguen de la madera y de ese cuerpo que ya no guarda lo que fue quien era, ese cuerpo que no pertenece a nadie, incompleto, como una bolsa vacía, una vaina sin semillas".

"Porque hasta bastante después, la enfermedad fue un secreto entre Rita, Elena y el doctor Benegas; Ella permaneció oculta como una amante. Si tenés la suerte de no temblar, le había dicho Rita, para qué andar contando, ¿para dar lástima?, si la gente no te ve temblar nadie va a decir Parkinson, mientras más tarden en ponerle nombre, mejor, mamá".

"Aunque llegar a Buenos Aires le lleve el día entero. Aunque se quede parada a mitad de camino cada vez que una pastilla deje de hacer efecto y entonces no quede otra alternativa que la espera, la suya, esa en que el tiempo se detiene, otra vez, para contar calles y estaciones, y reyes, y putas, y emperadores sin traje, al revés y al derecho, emperadores, putas, reyes, calles, estaciones.
Allá va, un pie delante del otro, a pesar de que ya nadie pueda devolverle al rey su corona, ni a su hija la vida, ni a ella su hija muerta".

"La Iglesia condena el suicidio tanto como condena cualquier asesinato, cualquier uso indebido del cuerpo que no es nuestro, lleve el nombre que lleve, suicidio, aborto, eutanasia. Parkinson, dice ella, pero él lo pasa por alto".

"Elena dio dos pasos y el Padre Juan estuvo a punto de cerrar la puerta pero antes dijo, ay, Elena, Elena, me olvido de que usted es una madre. Ella no lo mira pero se detiene y dice, ¿soy una madre, Padre?, ¿por qué lo duda?, ¿qué nombre tienen las mujeres a las que se les murió un hijo?, no soy viuda, no soy huérfana, ¿qué soy? Elena lo espera en silencio, frente a él pero de espaldas, y antes de que responda dice, mejor no me ponga un nombre, Padre, tal vez si usted o su iglesia encuentran una palabra para nombrarme, después se arroguen el derecho de decirme cómo tengo que ser, cómo tengo que vivir. O morir. Mejor no, dice y empieza a dar un paso. Madre, Elena, usted sigue siendo eso, usted siempre será eso. Amén, dice ella y se va sabiendo que no va a volver".

"Un hombre se acerca y dice, ¿necesita que la ayude, abuela?, abuela un carajo, piensa, pero no dice nada, lo mira y sigue, como si además fuera sorda. Sorda como sus pies cuando no responden. Sorda como quienes no quieren escuchar que aquella tarde llovía".

"Desde su posición horizontal levanta el pie derecho, unos centímetros apenas, lo baja, luego el izquierdo. Los dos responden, prueba otra vez, derecho arriba, luego abajo, izquierdo arriba, abajo, y otra, una vez más. Luego descansa, a pesar de que no puede levantarse de donde está sin que alguien le dé una mano sabe que está lista, que cuando el taxi llegue a destino sólo necesitará un punto de apoyo de donde tirar para incorporarse, una mano, una vara extendida, una soga, y otra vez podrá marchar, un pie delante del otro, un tiempo, entre pastilla y pastilla".

"A veces es más fácil gritar que llorar".






Claudia Piñeiro

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