domingo, 20 de julio de 2025

Citas: Lo que no tiene nombre - Piedad Bonnett

Autorretrato de Daniel Segura Bonnett


"Pamela nos abre la puerta y nos saluda con abrazos apretados y esa bella sonrisa suya que ni siquiera puede ser opacada por la tristeza. Después de un breve intercambio de palabras, cruzamos la cocina y la salita y entramos lentamente a la habitación. Lo primero que registran mis ojos es la enorme ventana abierta, y detrás la escalera de incendios que da a la calle.
Examino todo, brevemente, de un vistazo: la cama, tendida con pulcritud, el escritorio abarrotado de libros, los cuadernos apoderados de la mesa de noche, la chaqueta de cuadros colgada con cuidado en la silla. Durante algunos segundos no decimos nada, no hacemos nada, a pesar de que un turbión de emociones nos agita por dentro. Entonces Camila abre el clóset y vemos los zapatos alineados, los suéteres y las camisetas puestos en orden. Es la habitación de alguien pulcro, riguroso, aseado. Confusos, intercambiando frases cortas que quieren ser eficientes, nos dividimos los espacios a fin de poder hacer la tarea que nos ha traído hasta aquí. Nadie llora: si uno de nosotros se rindiera al llanto arrastraría con su dolor a los demás".

"Siento, por un instante, que profanamos con nuestra presencia un espacio íntimo, ajeno; pero también, atrozmente, que estamos en un escenario".

"En ese momento aparece en el descanso de la escalera una pareja con un niño; se detienen, con timidez.
¿Somos nosotros parientes del estudiante que se mató ayer? También ellos lo sienten mucho. La mujer, una rubia joven, de semblante amable, nos dice que ella estaba allí a la hora de la tragedia y que lo oyó correr. Mi hija Camila se asombra, se adelanta: ¿lo oíste correr?, ¿dónde estabas? En su piso, el
último. Desde ahí oyó un tropel de pasos en el techo. Entonces todo termina de aclararse: la ventana abierta, la escalera de incendios que trepa hasta el techo del edificio".

"En estos casos, trágicos y sorpresivos, el lenguaje nos remite a una realidad que la mente no puede comprender. Antes de preguntar a mi hija los detalles, de rendirme a la indagación, mis palabras niegan una y otra vez, en una pequeña rabieta sin sentido. Pero la fuerza de los hechos es incontestable: «Daniel se mató» sólo quiere decir eso, sólo señala un suceso irreversible en el tiempo y el espacio, que nadie puede cambiar con una metáfora o con un relato diferente.
Daniel se mató, repito una y otra vez en mi cabeza, y aunque sé que mi lengua jamás podrá dar testimonio de lo que está más allá del lenguaje, hoy vuelvo tercamente a lidiar con las palabras para tratar de bucear en el fondo de su muerte, de sacudir el agua empozada, buscando, no la verdad, que no existe, sino que los rostros que tuvo en vida aparezcan en los reflejos vacilantes de la oscura superficie".

"Alguna vez escribí que en el aire «el tiempo se hincha como un paréntesis», y hoy lo constato en estas seis largas horas de vuelo atravesadas de visiones. La sensación, abrumadora, es de extrañeza, de incredulidad: ¿puedo ser yo esa persona que viaja a enterrar a su hijo?
Sí, Piedad. Es un hecho. Sucedió. Y nunca palabras tan precisas me han sonado tan irreales".

"Trato de pensar en la lucha que debió librar entre el deseo de acabar y su miedo, y me pregunto si fue un suicidio por impulso, un acto irreflexivo, o por el contrario una acción premeditada, lo que los expertos llaman un «suicidio por balance». ¿Había subido antes hasta el techo a preparar el terreno? ¿En qué pensaba cuando saltó? ¿Qué se siente al caer? ¿Se pierde la conciencia? ¿En las últimas horas pasamos los que lo queríamos por su cabeza? Las preguntas se alzan y mueren al instante, vencidas, derrotadas.
«La verdad es maraña», escribe Javier Marías".

"Ahí arriba, en medio de la oscuridad de la noche, me asaltan implacables las imágenes. Imágenes de vida, imágenes de muerte. Y revivo el nacimiento de Daniel entre el agua, la luz tenue de la sala de partos, la música, el pequeño cuerpo todavía atado al cordón umbilical colocado cuidadosamente sobre mi pecho para que pudiera acariciarlo y besar su cabeza aún embadurnada: toda una escenografía con aire de nueva era, un poco sentimental, un poco cursi, planeada para que su ingreso a este mundo fuera un tránsito dulce; y pienso en tanta ternura y tanto cuidado derrotados por las sombras desquiciadas del miedo y de la muerte".

"Alguna vez, a su regreso de uno de esos cursos, nos contó, entre burlón y ufano, que muchos de sus compañeros, todos mayores que él, lo rodeaban a menudo mientras pintaba, admirados de su destreza. Aunque él mismo no acababa de creer en su talento, cuando ingresó a la Facultad de Artes lucía muy entusiasmado. El primer día de clases, sin embargo, llegó con una sonrisa irónica en los labios: uno de sus maestros, tal vez el de Historia del Arte, les había dicho, en forma teatral, la frase devastadora que iba a oír incesantemente durante sus cuatro años de carrera universitaria: «Muchachos, olvídense de la pintura. La pintura ha muerto»".

"«La vida es física». Siempre me gustó ese verso de Watanabe. Y también este de Blanca Varela: «[…] es la gana del alma que es el cuerpo». A pocas horas de su muerte lo que me empieza a hacer falta hasta la desesperación son las manos de Daniel, las mejillas por las que pasaba el dorso de mi mano cuando lo veía triste, la frente que besé tantas veces cuando era niño, la espalda morena de tanto sol. Su singularidad. Su modo de reír, de caminar, de vestirse. Su olor. Una idea absurda me persigue: jamás el universo producirá otro Daniel".

"Siempre vendrá quien me diga que nos queda la memoria, que nuestro hijo vive de una manera distinta dentro de nosotros, que nos consolemos con los recuerdos felices, que dejó una obra… Pero la verdadera vida es física, y lo que la muerte se lleva es un cuerpo y un rostro irrepetibles: el alma que es el cuerpo".

"Somos, mientras caminamos en medio de los árboles que destilan todavía gotas de lluvia, seis seres desolados y temblorosos. A pesar de la intimidad del acto nos hemos vestido de negro".

"Nos recibe un hombre impecable, discreto, que actúa con delicadeza pero sin alambicamientos. El edificio de mediados del siglo XIX tiene un vestíbulo amplio y pequeñas salitas amobladas, en una de las cuales esperamos en silencio. Yo tiemblo, traspasada por la emoción, porque siento ya la cercanía del cadáver de Daniel, su presencia. ¡Como si en el cuerpo que imagino hubiera todavía un latir de vida!".

"Mientras abandonamos la sala, mi marido pregunta, con voz ahogada, dónde está Dani. Mi hija Renata señala el pequeño altar blanco, el mantel que lo cobija. Comprendo que hemos estado sentados frente a sus restos, que reposan en una caja que no es de madera, sino de un material dispuesto para el fuego. (¡Daniel en una caja de cartón!, se dolerá Camila en medio del llanto, meses después, al recordar). En contravía de lo que he sentido hace unos minutos, me digo, estremecida, que eso no es ya mi hijo".

"Hace ya muchos años, cuando Daniel era todavía un niño, escribí un poema titulado «La noticia». En él hablo de cómo por la ventana abierta, en un día o una noche cualquiera, la ola entra alocada, dando tumbos,
[…]
la ola con su paréntesis vacío para siempre
que viene a recordarnos que vivir era esto,
que hacia ese lugar desde siempre veníamos.
A ese lugar acabo de llegar, a mis sesenta años recién cumplidos. Y
Daniel es mi paréntesis vacío".

"Hay bromas, silencios, lágrimas. De alguna prenda me llega de pronto su olor, la mezcla de algún perfume con el de la transpiración animal de un hombre muy joven. Quisiera hundir mi cara en esas ropas, llorar a gritos, pero me quedo quieta, en silencio, sintiendo palpitaciones en la boca del estómago".

"Nunca hace frío en los confortables apartamentos neoyorkinos, pero afuera llueve, llueve, llueve. Y también adentro".

"¿Si reverencio los cementerios, si los encuentro bellos, por qué entonces preferir para Daniel esa nada al viento, las cenizas? ¿Por qué no la memoria aferrada a la piedra en forma de un nombre y unas fechas?
Tal vez porque frente al dolor de la muerte de un hijo todas las mistificaciones literarias carecen de sentido, se desvanecen; y porque la sola idea de la putrefacción del cuerpo me resulta irresistible. Las cenizas, en cambio, me hacen pensar en la purificación por el fuego.
Pero también porque hago mía la reflexión de Julian Barnes: «¿Hay algo más triste que una tumba que no recibe visitas?»".

"Imágenes. Es todo o casi todo lo que nos queda de aquel muerto que tanto quisimos, que aún queremos".

"La fotografía, qué paradoja, recupera y mata. Muy pronto esas veinte o treinta fotografías se tragarán al ser vivo. Y habrá un día en que ya nadie sobre la Tierra recordará a Daniel a través de una imagen móvil, cambiante.
Entonces será apenas alguien señalado por un índice, con una pregunta: ¿y este, quién es? Y la respuesta, necesariamente, será plana, simple, esquemática. Un mero dato o anécdota".

"La noticia de que se trató de un suicidio hace que muchos bajen la voz, como si estuvieran oyendo hablar de un delito o de un pecado. Un pariente me llama para decirme que siente mucho lo del accidente. Yo, un tanto envalentonada por el dolor, no paso por alto el término que soslaya la verdad: no fue un accidente, digo. Entonces la voz del otro lado reacciona, y pregunta si acaso no lo atropelló un carro. Ahora comprendo con exactitud de qué se trata. No, no lo atropelló un carro. Daniel se suicidó, digo. Un silencio.
Alguien, evidentemente, ha mentido a mi pariente, un hombre mayor, religioso, intolerante. Qué cosa más rara, dice con torpeza. Da unas condolencias confusas, cuelga".

"Se veía tan normal.
Dicen que nunca nadie notó nada. Ni sus primos, ni sus compañeros, ni sus colegas.
Yo conozco un caso similar.
Y yo otro.
Pero además la enfermedad mental es una condena que aísla, que convierte al que la padece en alguien ajeno a los demás, al que queremos mantener un poco distante, ¿cierto?
Quizá fuera mejor así.
Genuinamente conmovidos, todos tienen, sin embargo, un pequeño temblor allá adentro: el estremecimiento agradecido de los sobrevivientes".

"El dolor abre otra vez su chorro y las imágenes se multiplican y mi hijo vuelve a estar vivo, y lo veo subir la pequeña cuesta que conduce a la casa, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante, serio, adusto, como enojado consigo mismo y con el mundo, como si le pesaran inmensamente el cuerpo y el futuro".

"No voy a pronunciar el nombre de esa enfermedad, piensa el médico, porque no quiero rotularlo, no quiero condenarlo, ni voy a hacerle perder las esperanzas y sumergirlo en la desesperación. Porque no hay enfermedades sino pacientes.
No voy a pronunciar ese nombre, dice el enfermo, porque van a huir de mí, porque me abandonarán, porque me recluirán, porque no me amarán ni se casarán conmigo. Porque me mirarán con miedo.
No voy a pronunciar ese nombre, dice el padre, dice la madre, porque no puede ser, no puede ser, no puede ser".

"No puede ser que a los veinte años, cuando empieza a dejar atrás el adolescente de rasgos desproporcionados, cuando se afina su quijada y los hombros empiezan a ensancharse, cuando los ojos se le notaban brillantes porque había hecho el tránsito a un mundo que creía más espacioso y libre, ahora que se ha enamorado, que tiene la pasión de la pintura, que sueña con dejarnos, no puede ser, no puede ser, no puede ser".

"Años más tarde, cuando parece definitivamente confirmado que lo suyo es un trastorno esquizo-afectivo, me atrevo a ser clara con Daniel sobre lo que ningún médico quiere llamar por su nombre frente a él. Me pregunta, con los ojos muy abiertos, si eso es para siempre. Y yo, tragándome las lágrimas, le contesto:
—Sí, Dani, para siempre".

"Sólo es bueno lo que nos hace felices, le decía yo en los últimos tiempos. Libérate. Y me duele pensar que en este punto me hizo caso.
Radicalmente".

"El mundo se ha reído siempre de los locos. De Don Quijote, aunque con un fondo de ternura. De Hamlet, no sin cierta admiración. ¿Cómo podría yo, ahora, reírme de la locura?".

"Una hora después trasladamos a Daniel en una ambulancia que ha llegado por nosotros. Yo me siento a su lado, lo tomo de la mano, le hablo al oído. Pero él no responde: está sumergido en un sueño

profundo, el único que 
garantiza que también duermen sus espantosas fantasías".

"—Daniel…
La puerta de su cuarto ha vuelto a cerrarse, como todos los días desde su adolescencia, pero esta vez con llave.
Nadie contesta. Insisto, tocando con suavidad, como siempre que necesito entrar. Me pregunto, ya con el corazón ligeramente acelerado, si estará dormido.
—Dani, Daniel…
Mi marido se ha acercado con sigilo, y me mira con ojos asustados.
Habrá que buscar las llaves. Dios. ¿Dónde pueden estar las llaves?
Toda suerte de fantasías me persiguen, apoyadas en las palabras del psiquiatra. Qué tal. Entonces Daniel abre con brusquedad la puerta, y nos mira, extrañado. Pareciera preguntarse qué hacen este par de locos en piyama espiando fuera de su cuarto. Lleva la chaqueta puesta y las llaves del carro en la mano.
—¿Te vas?
—Sí, ¿por qué?
Un silencio.
—¿Adónde?
—Donde unos amigos.
Lo veo bajar las escaleras, con una rigidez en el cuerpo que me conmueve.
—Dani, ¿no sería mejor…?
Pero él se niega, minimiza nuestra preocupación. De nada valdrá intentar una consulta telefónica con el psiquiatra. Como ortodoxo que es, sólo acepta hablar con el paciente. Así nos lo ha dicho. Sin excepciones.
¿Quién puede detener a un hombre de veintitrés años, así sea dos días después de que ha salido de una clínica de reposo?
¿Quién puede detener a un hombre, de cualquier edad —reflexiono ahora— cuando ha decidido terminar con su vida?".

"¿Qué pasa mientras tanto en su mente?
No sé qué visiones perseguían a Daniel. Sé por alguna novia que a medianoche despertaba muchas veces aterrorizado, daba un salto, y salía de la habitación para regresar al rato. Que más de una vez oyó voces, algunas de hombres que venían a atacarlo. Que en sus crisis, según le confesó a su psiquiatra, una de esas voces le decía al oído: «mátese, mátese». Que por temporadas sentía que era vigilado, censurado, perseguido. Que veía señales en las cosas minúsculas.
¿Y el miedo a la locura? ¿Y el miedo al fracaso en su arte? ¿Y el miedo a la soledad, a la falta de amor, al abandono?
Eres distinto, peligrosamente distinto, debía decirle su adolorida conciencia".

"Distinto era también el insecto en que se convirtió Gregorio Samsa, y por eso, agobiado por la culpa de avergonzar a su familia, se recluyó en su cuarto, lejos de la mirada de su hermana, que era su gran amor, para no asustarla".

"(...) La descripción de su viaje, demasiado locuaz, emotiva e hiperbólica para un muchacho callado como era él, me puso alerta. El 18, día de mi cumpleaños, mientras celebraba con mi marido en un restaurante, una llamada de mi hija confirmó mis sospechas: Daniel estaba fantaseando con que lo iban a echar del colegio donde trabajaba por haber expuesto sin autorización de sus jefes una pintura en una galería de arte. Hasta ahí llegó la cena. Volvimos a casa con la garganta oprimida por la angustia, y encontramos a un Daniel ansioso, que a veces aceptaba su delirio y a veces se empecinaba en él. Cuando le pregunté —pues ya sabía de estudios que muestran que un porcentaje altísimo de enfermos abandona en cierto momento la medicación— si se había dejado de tomar la droga, él, que jamás mentía, aceptó que había prescindido de ella desde hacía tres meses. También me la dejé de tomar mientras estaba en París, me confesó, y jamás fui tan feliz".

"El futuro parecía encerrar entonces una promesa. Cuando nos despedimos de él, con un abrazo y un beso, no sabemos que no volveremos a vernos".

"Todo suicidio encierra un mensaje para los que se dejan atrás. Los que lo quisimos no sabremos jamás hasta dónde cupimos en sus últimos pensamientos, ni qué palabra alcanzó a musitar para nosotros".

"Llámenme para el concierto de la tarde. Esas palabras de Daniel me hacen saber que la vida fue una opción para él hasta el último momento: mayo y sus lluvias y el adiós al invierno y sus jardines florecidos. Y enseguida el verano, con su agitación en la calle, los conciertos, los viajes a la playa. (Sin embargo leo que, según las estadísticas, los suicidios más numerosos ocurren en mayo y junio, esos meses que parecieran ser los más vitales y alegres).
Pero en la pelea que dio la luz con las sombras, estas ganaron. Cuando mis hijas quisieron hacer el cruce que llevaba a su casa, hasta donde corrieron para salvarlo, se encontraron con la calle acordonada. Como siempre, todo en la vida es una cuestión de tiempos".

"Vivir un duelo: una experiencia hasta ahora para mí desconocida. Se ha escrito y se ha estudiado tanto al respecto que pareciera que todo sentimiento o reacción está ya catalogado. Hay etapas, dicen los que saben, ciclos que el cerebro experimenta.
Tomo notas, me observo. Ahora sé que el dolor del alma se siente primero en el cuerpo. Que puede nacer de improviso, en forma de un repentino desaliento, de un aleteo en el estómago, de náusea, de temblor en las rodillas, de una sensación de ahogo en la garganta. O simplemente de lágrimas calientes que acuden sin llamarlas.
(Es sentimiento puro albergado en la amígdala —me dice mi terapeuta— que surge sin necesidad de pensamiento asociado)".

"Pasan los días, las semanas, y nos sigue persiguiendo una sensación de incredulidad, de estupefacción. Renata tiene un pensamiento persistente: Daniel va a llegar hasta su puerta y le va a mostrar su desconcierto, entre enojado y triste, porque lo han despojado de su casa, de su ropa, de sus libros.
¿Quién se ha atrevido a hacer eso durante su ausencia?".

"Mientras hago un inventario de su obra para el libro que regalaremos a nuestros amigos el día de su aniversario, hay momentos en los que no sé si se trata de carboncillo, o grafito, o lápiz. Entonces se me ocurre que tengo que llamar a Daniel porque sólo él puede resolverme esa duda.
En mí persiste la sensación de que esta es una situación provisoria, circunstancial. Siento que algo está por suceder, que algo tiene que pasar. Y de pronto comprendo: lloro y nada pasa. Leo y nada pasa. Escribo y nada pasa.
No, eso que espero no va a pasar".

"Siempre supe que Daniel moriría en forma temprana, aunque nunca supuse que tanto. Pienso, tal vez buscando consuelo, en aquellos que han muerto jóvenes: Keats a los veinticinco, Sylvia Plath a los treinta, Schubert a los treinta y uno, Alejandro Magno a los treinta y dos, Alejandra Pizarnik a los treinta y seis… Pienso también en Márai, que se suicidó a los ochenta y ocho años. Muertes que nos duelen o nos escandalizan. Pero cientos de fallecimientos ocurren cada día. Y, no me miento, la de mi hijo es tan sólo una de esas infinitas muertes".






Piedad Bonnett

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