"A menudo he hecho el amor para obligarme a escribir. Quería encontrar en el cansancio, en el desamparo que le siguen, razones para no aguardar ya nada de la vida".
"Volvimos a vernos los fines de semana, entre los cuales nos echábamos en falta cada vez más. Me llamaba todos los días desde una cabina telefónica para no despertar las sospechas de la chica con la que vivía. Ella y él, atrapados en las costumbres de una cohabitación precoz y las preocupaciones por los exámenes, nunca habían imaginado que hacer el amor pudiera ser otra cosa que la satisfacción más o menos ralentizada del deseo. Que pudiera ser una especie de creación continua. El fervor que manifestaba ante esa novedad me ligaba a él cada vez más. Progresivamente, la aventura fue convirtiéndose en una historia que queríamos vivir hasta el final, sin saber muy bien lo que significaba".
"Yo miraba los tejados negros, la cúpula de una iglesia que emergía al fondo. Aparte de los vigilantes, ya no había nadie. Fue a ese lugar, a ese hospital, adonde me llevaron de estudiante
una noche de enero a causa de una hemorragia debida a un aborto clandestino.
No recordaba ya en qué ala estaba situada la habitación que ocupé durante seis días. Esa coincidencia sorprendente, casi insólita, era para mí la señal de un encuentro misterioso y de una historia que tenía que vivir".
"Los domingos por la tarde, cuando lloviznaba, nos quedábamos debajo del edredón y acabábamos por dormirnos o quedarnos medio amodorrados. De la calle silenciosa se elevaban las voces de los esporádicos transeúntes, a menudo extranjeros de un hogar de acogida cercano".
"En la calle, las personas a las que saludaba eran siempre jóvenes, a menudo estudiantes. Cuando se paraba a hablar con ellos, yo me mantenía a distancia y ellos me miraban furtivamente.
Después, él me comentaba qué carrera universitaria hacía el chico con el que nos habíamos encontrado, detallando sus éxitos y sus fracasos. A veces, de lejos, discretamente, pidiéndome que no me diera la vuelta, me señalaba a alguno de sus profesores de la facultad. Me arrancaba de mi generación, pero no por ello me hacía de la suya".
"Era un joven de hoy, convencido de que tenía que «buscarse la vida» por su cuenta, como los demás. Para él el trabajo no tenía más significado que el de una coacción a la que no quería someterse si eran posibles otras formas de vida".
"Él era el portador de la memoria de mi primer mundo. Remover el azúcar en su taza de café para que se fundiera más rápido, cortar los espaguetis, partir en trocitos una manzana para luego pincharlos con la punta del cuchillo: unos gestos, todos ellos olvidados, que reconocía en él y que me perturbaban.
Volví a tener diez, quince años, y me veía en la mesa con mi familia, con mis primos, con quienes compartía la misma piel blanca y las mismas mejillas sonrosadas de los normandos. Era el pasado incorporado.
Con él recorría todas las edades de la vida, de mi vida".
"A su lado, mi memoria me parecía infinita. Esa densidad temporal que nos separaba tenía una gran dulzura, confería más intensidad al presente.
Que esa vasta memoria del tiempo anterior a su nacimiento fuera, en suma, el complemento, la imagen invertida de la que sería la suya después de mi muerte, con los acontecimientos, los personajes políticos que yo nunca conoceré, ese pensamiento ni se me pasaba por la cabeza. De todos modos, por el mero hecho de existir, él era mi muerte".
"Él quería un hijo mío. Ese deseo me inquietaba y me hacía sentir como una enorme injusticia estar en plena forma física y no poder concebir. Me maravillaba que, gracias a la ciencia, aquello pudiera llevarse a cabo después de la menopausia, con el ovocito de otra mujer. Pero no tenía ganas de dar el paso que mi ginecólogo me había propuesto. Yo simplemente jugaba con la idea de una nueva maternidad que, a los veintiocho años, tras el nacimiento de mi segundo hijo, había rechazado para siempre. Quizá él confundía sus deseos. Un verano, en Chioggia, cuando esperábamos el vaporetto para volver a Venecia, dijo: «Quisiera estar dentro de ti y salir de ti para parecerme a ti»".
"Me había mostrado fotos de él de niño, frágil y rizado, de adolescente ceñudo bajo el pelo largo. No tenía ningún inconveniente en enseñarle las mías de niña y adolescente. Tanto para uno como para otro, aquello estaba muy lejos. Me costó más sacar fotos de mis veinte, veinticinco años, eligiendo la más bonita por vanidad, aun sabiendo que precisamente esa sería la que haría más cruel la comparación con mi rostro de hoy, más demacrado y más duro. Él veía a otra chica cuya realidad, buscada en la mujer actual, siempre se le escaparía. El deseo que le inspiraba aquella chica de rostro sin arrugas, de pelo largo, liso y moreno, esa chica que nunca vería, era un deseo sin salida. Como tradujo implícitamente su reacción espontánea, «esta foto me pone triste»".
Annie Ernaux
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