sábado, 11 de febrero de 2023

Citas: El niño con el pijama de rayas - John Boyne

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 "—A nosotros no nos corresponde pensar —dijo Madre mientras abría una caja que contenía un juego de sesenta y cuatro vasitos que los abuelos le habían regalado cuando se casó con Padre—. Ciertas personas toman las decisiones por nosotros.
Como no sabía qué significaba aquello, Bruno fingió no haberla oído.
—Me parece que nos hemos equivocado—repitió—. Creo que lo mejor será olvidar todo esto y volver a casa. La experiencia es la madre de la ciencia —añadió, una frase que había aprendido hacía poco y que le gustaba utilizar siempre que era posible.
Madre sonrió y colocó los vasos con cuidado encima de la mesa.
—Te voy a enseñar otro refrán —dijo—: «Al mal tiempo, buena cara».
—Pues yo no veo que pongamos buena cara. Creo que deberías decirle a Padre que has cambiado de idea. Si no hay más remedio que pasar el resto del día aquí, y cenar y quedarnos a dormir esta noche porque todos estamos cansados, no importa, pero mañana tendríamos que levantarnos temprano si queremos llegar a Berlín antes de la hora de merendar.
Madre suspiró.
—Bruno, ¿por qué no subes y ayudas a María a deshacer las maletas? —dijo.
—¿Para qué voy a deshacer las maletas si sólo vamos a…?
—¡Sube, Bruno, por favor! —le espetó Madre, porque al parecer no había inconveniente en que ella lo interrumpiera a él, pero no funcionaba igual a la inversa—. Estamos aquí, hemos llegado, éste será nuestro hogar en el futuro inmediato y tenemos que poner al mal tiempo buena cara. ¿Me has entendido?
Bruno no sabía qué significaba «el futuro inmediato», y así lo dijo.
—Significa que ahora vivimos aquí —explicó Madre—. Y no se hable más.
Al niño le dio un retortijón; algo crecía en su interior, algo que cuando ascendiera de las profundidades de su ser y saliera al mundo exterior le haría gritar y chillar que todo aquello era una equivocación y una injusticia y un grave error por el que alguien pagaría tarde o temprano, o que sencillamente le haría prorrumpir en llanto. No entendía cómo habían podido llegar a aquella situación. Él estaba tan tranquilo, jugando en su casa, con sus tres mejores amigos para toda la vida, deslizándose por la barandilla de la escalera, intentando ponerse de puntillas para contemplar todo Berlín, y de pronto se encontraba atrapado allí, en aquella casa fría y horrible con tres criadas que hablaban en susurros y un camarero de aspecto desdichado y malhumorado, donde parecía que nadie podría estar alegre nunca".

"—Creo que no me cae bien. Parece demasiado serio.
—Tu padre también es muy serio —observó María.
—Sí, pero él es Padre. Los padres han de ser serios. Tanto da que sean verduleros, maestros, cocineros o comandantes —añadió, enumerando todos los trabajos que sabía que hacían los padres decentes y respetables y sobre cuyos títulos había meditado en numerosas ocasiones—. Y no me parece a mí que ése sea un padre.
Aunque se lo veía muy serio, eso sí.
—Bueno, es que tienen un trabajo muy serio —suspiró la criada—. O al menos eso creen ellos. Pero yo en tu lugar evitaría a los soldados".

"—Es que ya estamos en casa, Bruno —dijo al fin con voz dulce—. Auschwitz es nuestro nuevo hogar.
—Pero ¿cuándo volveremos a Berlín? —preguntó el niño, desanimado tras oír aquello—. Berlín es mucho más bonito.
—Vamos, vamos —dijo Padre, que no estaba para tonterías—. No me vengas con bobadas. Un hogar no es un edificio, ni una calle ni una ciudad; no tiene nada que ver con cosas tan materiales como los ladrillos y el cemento. Un hogar es donde está tu familia, ¿entiendes?
—Sí, pero…
—Y tu familia está aquí, Bruno. En Auschwitz. Ergo, éste es nuestro hogar".

"—No me gusta.
—Bruno… —repuso Padre con voz cansada.
—Karl no vive aquí, ni Daniel ni Martin, y no hay otras casas cerca ni puestos de fruta y verdura ni calles ni cafeterías con mesas fuera ni nadie que te empuje al caminar los sábados por la tarde.
—Bruno, en esta vida a veces hay que hacer cosas que no nos gustan —explicó
Padre, y el niño se dio cuenta de que se estaba cansando de aquella conversación—. Y me temo que ésta es una de ellas".

"—Padre… —empezó.
—Bruno, no pienso seguir con… —repuso él con fastidio.
—No; es otra cosa —se apresuró a aclarar Bruno—. Quiero hacerte una última pregunta.
Padre suspiró e hizo un gesto animándolo a formular la pregunta, al mismo tiempo que le advertía que se trataba de la última y que luego el tema quedaría zanjado.
Bruno se concentró, pues quería formularla bien para que no pareciera maleducada ni despectiva.
—¿Quiénes son todas esas personas que hay ahí fuera? —preguntó al fin.
Padre ladeó la cabeza, un poco desconcertado.
—Soldados, Bruno —respondió—. Y secretarias. Empleados. No es la primera vez que los ves.
—No, no me refiero a ellos, sino a las personas que veo desde mi ventana. En las cabañas, a lo lejos. Todos visten igual.
—Ah, ésos —dijo Padre, asintiendo con la cabeza y esbozando una sonrisa—. Esas personas… bueno, es que no son personas, Bruno.
El niño frunció el entrecejo.
—¿Ah, no? —dijo, sin entender.
—Al menos no son lo que nosotros entendemos por personas —explicó Padre—. Pero no debes preocuparte. No tienen nada que ver contigo. No tienes absolutamente nada en común con ellos".

"Abrió la puerta y entonces Padre lo llamó. Se levantó y enarcó una ceja, como si su hijo hubiera olvidado algo. Bruno lo recordó en cuanto él hizo el saludo. Lo imitó a la perfección: juntó los pies y levantó un brazo antes de entrechocar los talones y articular con voz fuerte y clara —lo más parecida a la de Padre— las palabras con que siempre se despedían los soldados:
—Heil, Hitler! —Lo cual, suponía él, significaba algo como «Hasta luego, que tengas un buen día»".

"—Entonces esto no te gusta, ¿verdad? —insistió Bruno—. ¿Lo encuentras tan horrible como yo?
María arrugó la frente.
—Eso no tiene importancia —dijo.
—¿Qué es lo que no tiene importancia?
—Lo que yo piense.
—Claro que tiene importancia —protestó Bruno, como si María se lo estuviera poniendo difícil a propósito—. Tú formas parte de la familia, ¿no?
—No creo que tu padre esté de acuerdo con eso —dijo ella, esbozando una sonrisa, pues las palabras del niño la habían conmovido".

"—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Gretel.
—Nada —dijo Bruno a la defensiva—. ¿Qué quieres? Vete.
—Vete tú —replicó ella, pese a que estaban en la habitación de él, y luego miró a María, entornando los ojos con recelo—. Prepárame la bañera —le ordenó.
—¿Por qué no te la preparas tú? —le espetó Bruno.
—Porque ella es la criada —replicó Gretel—. Para eso está aquí.
—No está aquí para eso —le gritó Bruno; se levantó de la cama y fue derecho hacia su hermana—. No está aquí para hacérnoslo todo, ¿sabes? Y menos aún las cosas que podemos hacer nosotros mismos.
Gretel se quedó mirándolo como si se hubiera vuelto loco, y luego miró a María, que sacudió la cabeza.
—Ahora mismo voy, señorita Gretel —dijo—. Acabo de ordenar la ropa de su hermano y me ocupo de usted.
—Pues no tardes —repuso la niña con brusquedad (a diferencia de Bruno, ella nunca se había parado a pensar que María era una persona con sentimientos igual que las demás), y se marchó a su habitación".

"Bruno frunció el entrecejo y se mordió el labio con nerviosismo mientras Pavel le limpiaba la sangre de la herida y luego le aplicaba otro paño y presionaba unos minutos. Cuando retiró el paño con cuidado, la herida había dejado de sangrar; entonces agarró una botellita con un líquido verde del botiquín y le dio unos toques en la herida, que a Bruno le escocieron bastante y le hicieron decir varios «ay».
—No duele tanto —dijo Pavel con voz suave y amable—. Si piensas que duele más de lo que en realidad duele, es peor".

"—¿Le contarás a Madre lo que ha pasado? —preguntó Bruno, que llevaba unos minutos cuestionándose si lo considerarían un héroe por haber sufrido un accidente o un granuja por haber construido un artilugio peligroso.
—Creo que lo verá ella misma —contestó Pavel; llevó las zanahorias a la mesa, se sentó frente a Bruno y se puso a pelarlas encima de un periódico viejo.
—Sí, supongo que sí. A lo mejor quiere llevarme al médico.
—No lo creo —dijo Pavel en voz baja.
—Eso nunca se sabe —repuso Bruno, que no quería que le quitaran importancia a su accidente. Al fin y al cabo, era lo más emocionante que le había pasado desde su llegada—. Podría ser peor de lo que parece.
—No lo es —repuso Pavel, que prestaba toda su atención a las zanahorias.
—¿Y usted cómo lo sabe? —se apresuró a preguntar Bruno, un poco molesto  pese a que aquel hombre lo había levantado del suelo, llevado a la casa y curado la herida —. Usted no es médico.
Pavel dejó de pelar zanahorias un momento y lo miró sin levantar la  cabeza, como si estuviera pensando qué replicar. Entonces suspiró y dijo:
—Sí, lo soy.
Bruno se quedó mirándolo, sorprendido. Aquello no tenía ninguna lógica.
—Pero si usted es camarero —dijo despacio—. Y pela las hortalizas para la cena.
¿Cómo puede ser también médico?
—Mira, joven —repuso Pavel, y Bruno agradeció que tuviera la delicadeza de llamarlo «joven» en lugar de «jovencito», como había hecho el teniente Kotler—, te aseguro que soy médico. Que uno contemple el cielo por la noche no lo convierte en astrónomo, ¿sabes?".

"—¿Se puede saber qué te ha pasado? —preguntó Madre cuando llegó a la cocina y se inclinó para examinar el apósito que cubría la herida de Bruno.
—He construido un columpio y me caí de él —explicó el niño—. Y entonces  el columpio me golpeó la cabeza y casi me desmayo, pero Pavel me trajo aquí, me curó y me puso un apósito. Aunque me escocía mucho, no he llorado. Ni una sola lágrima, ¿verdad que no, Pavel?
Pavel se volvió ligeramente hacia ellos, pero no levantó la cabeza.
—Le he limpiado la herida —dijo el anciano con voz queda, sin contestar a la pregunta del niño—. No hay nada que temer.
—Ve a tu habitación, Bruno —dijo Madre, que parecía muy turbada.
—Es que…
—No discutas. ¡Ve a tu habitación!
Bruno bajó de la silla y al cargar el peso sobre la que había decidido llamar su «pierna mala», le dolió un poco. A continuación salió de la cocina, pero mientras iba hacia la escalera oyó a Madre dar las gracias a Pavel, y se alegró porque parecía evidente que, de no ser por él, habría muerto desangrado.
Antes de subir al piso de arriba oyó otra cosa, y aquello fue lo último que Madre le dijo al camarero que afirmaba ser médico.
—Si el comandante pregunta algo, diremos que yo curé la herida de Bruno.
Al niño le pareció terriblemente egoísta que Madre se atribuyera el mérito de algo que no había hecho".

"—Quizá me equivoqué en eso, ¿no crees, Ralf? —le dijo—. Quizá las obras que te hacía interpretar cuando eras niño te condujeron a esto. A disfrazarte como una marioneta.
—Por favor, Madre —repuso Padre, comprensivo—. Sabes muy bien que no es el momento.
—Qué orgulloso estás de tu uniforme —continuó ella—, como si te convirtiera en algo especial. En realidad ni siquiera te importa lo que significa. Lo que representa".

"—¡Vergüenza! —gritó antes de marcharse—. ¡Que mi propio hijo sea…!
—¡Un patriota! —gritó Padre, que quizá no había aprendido la norma de que uno no debe interrumpir a su madre cuando habla".

"Bruno no había visto mucho a la Abuela desde aquel día, y ni siquiera había tenido ocasión de despedirse de ella antes de viajar a Auschwitz, pero la echaba tanto de menos que decidió escribirle una carta.
Un buen día tomó papel y pluma, se sentó y le contó lo desgraciado que se sentía allí y cuánto deseaba volver a su hogar de Berlín. Le habló de la casa y el jardín y el banco con la placa y la alta alambrada con los postes de madera y los rollos de alambre de espino y el árido terreno que había detrás y las cabañas y los pequeños edificios y las columnas de humo y los soldados, pero sobre todo le habló de la gente que vivía allí y de sus pijamas de rayas y sus gorras de rayas, y por último le dijo cuánto la echaba de menos y firmó así: «Tu nieto que te quiere, Bruno»".

"Bruno aminoró el paso cuando vio al niño que antes era una figura que antes era un borrón que antes era una manchita que antes era un punto. Aunque los separaba una alambrada, él sabía que debía tener mucho cuidado con los desconocidos y que siempre era mejor abordarlos con cautela. Así que siguió andando; poco después se encontraban uno frente al otro.
—Hola —dijo Bruno.
—Hola —contestó el niño.
Era más bajo que Bruno y estaba sentado en el suelo con expresión de tristeza y desamparo. Llevaba el mismo pijama de rayas que vestían todos al otro lado de la alambrada, así como la gorra de tela. No calzaba zapatos ni calcetines y tenía los pies muy sucios. En el brazo llevaba un brazalete con una estrella.
Cuando Bruno empezó a acercarse al niño, éste estaba sentado con las piernas cruzadas y la cabeza gacha. Sin embargo, al cabo de un momento levantó la cabeza y pudo verle la cara. Tenía un rostro muy extraño. Su piel era casi gris, de una palidez que no se parecía a ninguna que Bruno hubiera visto hasta entonces. 
Tenía ojos muy grandes, de color caramelo y un blanco muy blanco. Cuando el niño lo miró, lo único que vio Bruno fueron unos ojos enormes y tristes que le devolvían la mirada".

"—Estoy explorando —dijo.
—¿Ah, sí? —replicó el niño.
—Sí. Desde hace casi dos horas.
Aquello no era estrictamente cierto. Bruno sólo llevaba una hora explorando, pero no le pareció muy grave exagerar un poco. No era lo mismo que mentir, y le hizo sentir más aventurero de lo que en realidad era.
—¿Has encontrado algo? —preguntó el niño.
—No gran cosa.
—¿Nada de nada?
—Bueno, te he encontrado a ti —dijo Bruno tras una pausa".

"—Vivo en la casa que hay a este lado de la alambrada —dijo.
—¿Ah, sí? Una vez vi la casa desde lejos, pero a ti no.
—Mi habitación está en el primer piso. Desde allí veo por encima de la alambrada. Por cierto, me llamo Bruno.
—Yo me llamo Shmuel —dijo el niño.
Bruno arrugó la nariz; no estaba seguro de haber oído bien.
—¿Cómo dices que te llamas?
—Shmuel —repitió el niño como si fuera lo más normal del mundo—. ¿Y tú cómo dices que te llamas?
—Bruno.
—Nunca había oído ese nombre —declaró Shmuel.
—Ni yo el tuyo —reconoció Bruno—. Shmuel. —Reflexionó un poco—. Shmuel —repitió—. Me gusta cómo suena. Shmuel. Suena como el viento.
—Bruno —dijo Shmuel asintiendo con la cabeza—. Sí, me parece que a mí también me gusta tu nombre. Suena como si alguien se frotara los brazos para entrar en calor.
—No conozco a nadie que se llame Shmuel.
—Pues en este lado de la alambrada hay montones de Shmuels. Cientos, seguramente. A mí me gustaría tener mi propio nombre.
—Pues yo no conozco a nadie que se llame Bruno. Aparte de mí, claro. Creo que soy el único.
—Entonces tienes suerte —dijo Shmuel".

"—¿Tienes muchos amigos? —preguntó, ladeando un poco la cabeza hacia el niño.
—Sí, claro —respondió Shmuel—. Bueno, más o menos.
Bruno frunció el entrecejo. Le habría gustado que Shmuel hubiera contestado que no, porque así habrían tenido otra cosa en común.
—¿Amigos íntimos? —preguntó.
—Bueno, muy íntimos no. Pero en este lado de la alambrada hay muchos niños de nuestra edad. Aunque nos peleamos mucho. Por eso he venido aquí. Para estar solo.
—No hay derecho —dijo Bruno—. No entiendo por qué yo tengo que estar aquí, en este lado de la alambrada, donde no hay nadie con quien hablar o jugar, mientras que tú tienes montones de amigos y seguramente pasas horas jugando con ellos todos los días".

"—Polonia —dijo Bruno, pensativo, sopesando aquella palabra con la lengua—. No es tan bonito como Alemania, ¿verdad?
Shmuel arrugó la frente.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Bueno, porque Alemania es el mejor país del mundo —respondió Bruno, recordando lo que había oído decir a Padre y al Abuelo en muchas ocasiones—. Nosotros somos superiores".

"—¿Quién es el Furias? —preguntó Bruno.
—Lo pronuncias mal —dijo Padre, y lo pronunció correctamente.
—El Furias —volvió a decir Bruno, intentando pronunciar bien, aunque sin conseguirlo.
—No —dijo Padre—. El… ¡Bueno, es igual!
—Pero ¿quién es? —insistió Bruno.
Padre lo miró atónito y dijo:
—Sabes muy bien quién es el Furias.
—No —dijo Bruno.
—Dirige el país, idiota —terció Gretel con altanería, como suelen hacer las hermanas. (Eran cosas como aquélla las que la convertían en una tonta de remate)—. ¿Es que no lees el periódico?".

"—Sí, pero son diferentes, ¿no? —observó Shmuel.
—A mí nunca me han dado ningún brazalete —dijo Bruno.
—Pues a mí me lo dieron sin que yo lo pidiera.
—Ya. A mí me gustaría llevar uno. Aunque no sé cuál preferiría, si el tuyo o el de Padre".

"—Lo único que le interesa es que estudiemos Geografía e Historia —dijo Bruno—. Y estoy empezando a odiar la Historia y la Geografía.
—Por favor, Bruno, no digas «odiar» —lo reprendió Madre.
—¿Por qué odias la Historia? —preguntó Padre tras dejar un momento el tenedor, mirando a su hijo, que se encogió de hombros, una mala costumbre que tenía.
—Porque es aburrida —contestó al fin.
—¿Aburrida? —dijo Padre—. ¿Cómo se atreve un hijo mío a decir que la Historia es aburrida? Voy a explicarte una cosa, Bruno. —Se inclinó hacia delante y señaló a su hijo con el cuchillo—. Gracias a la Historia hoy estamos aquí. De no ser por la Historia, ninguno de nosotros estaría ahora sentado alrededor de esta mesa.
Estaríamos tan tranquilos sentados alrededor de la mesa de nuestra casa de Berlín. Lo que estamos haciendo aquí es corregir la Historia".

"—Hola, jovencito —dijo Kotler sonriéndole con sorna, como solía hacer.
—Hola —contestó Bruno arrugando la frente.
—¿Qué haces?
El niño se quedó mirándolo y empezó a pensar en siete razones más por las que el teniente no le caía bien.
—Voy a leer un rato —dijo señalando el salón.
Sin decir palabra, Kotler le arrebató el libro y se puso a hojearlo.
—La isla del tesoro —leyó—. ¿De qué trata?
—Pues hay una isla —respondió Bruno despacio, para asegurarse de que el soldado le seguía—. Y en la isla hay un tesoro".

"—¿Y nunca echáis de menos Berlín?
Los niños pensaron un momento y se miraron, preguntándose cuál de los dos iba a comprometerse primero a dar una respuesta.
—Bueno, yo lo añoro muchísimo —dijo Gretel al final—. No me importaría volver a tener amigas.
Bruno sonrió pensando en su secreto.
—Amigas —dijo Padre, asintiendo con la cabeza—. Sí, he pensado a menudo en eso. A veces debes de haberte sentido sola.
—Sí, muy sola —confirmó Gretel.
—¿Y tú, Bruno? ¿Echas de menos a tus amigos?
—Pues… sí —contestó él, sopesando con cuidado su respuesta—. Pero creo que allá donde fuese siempre echaría de menos a alguien. —Era una referencia indirecta a Shmuel, pero no quería ser más explícito".

"—¿Sabes a qué me recuerda esto? —preguntó Bruno.
—¿A qué?
—A la Abuela. ¿Recuerdas que te hablé de ella? La que murió…
Shmuel asintió; Bruno le había hablado mucho de ella todo aquel año y le había explicado cuánto la quería y cómo lamentaba no haber tenido tiempo para escribirle más cartas antes de su muerte.
—Me recuerda a las obras de teatro que preparaba con Gretel y conmigo —dijo Bruno, y desvió la mirada mientras rememoraba aquellos días en Berlín, que formaban parte de los pocos recuerdos que se resistían a difuminarse—. Siempre tenía un disfraz adecuado para mí. «Si llevas el atuendo adecuado, te sientes como la persona que finges ser», solía decirme. Supongo que eso es lo que estoy haciendo ahora, ¿no? Fingir que soy una persona del otro lado de la alambrada.
—Quieres decir un judío —precisó Shmuel.
—Sí —afirmó Bruno, un poco turbado—. Exacto".

"Miró hacia abajo e hizo algo poco propio de él: le tomó una diminuta mano y se la apretó con fuerza.
—Tú eres mi mejor amigo —dijo—. Mi mejor amigo para toda la vida.
Es posible que Shmuel abriera la boca para contestar, pero Bruno nunca escuchó lo que dijo porque en aquel momento se oyó una fuerte exclamación de asombro de todas las personas del pijama de rayas que habían entrado allí, y al mismo tiempo la puerta se cerró con un resonante sonido metálico.
Bruno arqueó una ceja; no entendía qué pasaba, pero dedujo que tenía que ver con protegerlos de la lluvia para que la gente no se resfriara.
Y entonces la larga habitación quedó a oscuras. Pese al caos que se produjo, de algún modo Bruno logró seguir sujetando la mano de Shmuel; no la habría soltado por nada del mundo".












John Boyne

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