jueves, 16 de febrero de 2023

Citas: Ana y la casa de sus sueños - L. M. Montgomery

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 "—Bien, gracias a Dios que Ana y Gilbert van a casarse después de todo. 
Es algo por lo que siempre he rezado —dijo la señora Rachel con el tono de quien está absolutamente seguro de que sus plegarias han tenido una gran influencia—. Fue un gran alivio descubrir que no pensaba aceptar a ese hombre de Kingsport. 


Él era rico, cierto, y Gilbert es pobre, al menos ahora, pero es un muchacho de la isla.
—Es Gilbert Blythe —dijo Marilla, contenta.
Marilla habría preferido morir antes que poner en palabras el pensamiento que había en su mente cada vez que miraba a Gilbert desde que éste era un niño: el hecho de que, de no haber sido por su orgullo de hacía tanto, pero tanto tiempo, el muchacho habría podido ser hijo suyo. Marilla sentía que, de alguna extraña manera, su matrimonio con Ana corregía aquel error. Había aparecido el bien entre aquella antigua tristeza".

"—Si todo el mundo se quedara donde nació, los lugares estarían repletos, señora Lynde".

"—¿Y os casaréis en la sala?
—No, a menos que llueva. Queremos casarnos en el jardín, con el cielo azul sobre nuestras cabezas y la luz del sol entre nosotros. ¿Sabéis cuándo y dónde me gustaría casarme, si pudiera? Al amanecer, un amanecer de junio, con una espléndida salida de sol y rosas en flor en los jardines. Yo iría suavemente a encontrarme con Gilbert y juntos iríamos al corazón del bosque de hayas y allí, bajo las arcadas  verdes que formarían una espléndida catedral, nos casaríamos.
Marilla hizo un gesto despectivo y la señora Lynde se horrorizó.
—Pero eso sería muy raro, Ana. Ni siquiera parecería legal".

"—La historia se repite —dijo Gilbert, al encontrarla cuando pasó por el portón de los Blythe—. ¿Te acuerdas de nuestra primera caminata por esa colina, Ana? Fue nuestro primer paseo juntos.
—Yo volvía a casa al atardecer desde la tumba de Matthew y tú apareciste en el portón; yo me tragué el orgullo de años y te hablé.
—Y el cielo se abrió para mí —agregó Gilbert—. Desde aquel momento espero el día de mañana. Cuando te dejé en tu casa aquella noche y volví a la mía, me sentía el muchacho más feliz de la Tierra. Ana me había perdonado.
—Creo que tú eras quien tenía que perdonarme a mí. Fui muy desagradecida aquel día que me salvaste la vida en el estanque. ¡Cómo detestaba esa deuda, al principio! No me merezco la felicidad que tengo.
Gilbert rió y apretó con más fuerza la mano de la muchacha que llevaba el anillo que él le había regalado. El anillo de compromiso de Ana era un círculo de perlas.
Ella no había querido un diamante.
—Nunca me han gustado mucho los diamantes, sobre todo desde que averigüé que no eran del precioso color púrpura que imaginaba. Siempre me recordarán mi amarga desilusión.
—Pero dicen que las perlas traen lágrimas —había objetado Gilbert.
—No le tengo miedo a eso. Y las lágrimas también pueden ser de felicidad".

"—Te aseguro que deseo que tu felicidad sea duradera, niña —suspiró la señora Rachel. Lo deseaba con sinceridad, y así lo creía, pero temía que constituyera un desafío a la Providencia hacer gala demasiado abiertamente de la felicidad. Por el propio bien de Ana, era necesario hacerla más mesurada.
Pero fue una muy feliz y hermosa novia la que bajó las viejas escaleras cubiertas de alfombras tejidas en casa, aquel mediodía de septiembre: la primera novia de Tejas Verdes, esbelta y de ojos brillantes bajo su velo de novia, con los brazos llenos de rosas. Gilbert, que la esperaba abajo, en la sala, la miró con ojos rebosantes de adoración. Por fin era suya aquella Ana evasiva, tanto tiempo ansiada, ganada tras años de paciente espera. Hacia él venía, en la dulce entrega de una novia. ¿La merecía? ¿Podría hacerla todo lo feliz que quería? Si le fallaba, si no podía llegar a ser todo lo que ella esperaba de un hombre… Entonces ella tendió la mano, sus ojos se encontraron y todas sus dudas se desvanecieron y se convirtieron en una gozosa certidumbre. Se pertenecían el uno al otro y, fuera lo que fuere lo que  les deparara la vida, nada cambiaría eso. La felicidad de cada uno estaba en manos del otro y ninguno de los dos tenía ningún temor".

"Los vientos de la noche comenzaban sus danzas salvajes más allá del banco de arena; la aldea de pescadores, al otro lado del puerto, estaba cubierta de luces cuando Ana y Gilbert tomaron por la senda bordeada de álamos. La puerta de la casita se abrió y el cálido resplandor del fuego que ardía en el hogar destelló en la oscuridad.
Gilbert tomó a Ana del brazo y la condujo al jardín a través del portoncito, entre los abetos de puntas rojizas, por el sendero rojo y hasta el escalón de arenisca de la puerta.
—Bienvenida a casa —susurró y, de la mano, cruzaron el umbral de su casa de los sueños".

"Las risas de las buenas noches se desvanecieron. Ana y Gilbert caminaron de la mano por su jardín. El arroyo que lo atravesaba dibujaba motitas cristalinas en las sombras de los abedules. Las amapolas que crecían en la orilla eran como copas depositarías de la luz de luna. Flores que habían sido plantadas por las manos de la esposa del maestro de escuela lanzaban su dulzura hacia el aire ensombrecido, como la belleza y la bendición de sagrados ayeres. Ana se detuvo en la penumbra para recoger una ramita.
—Me encanta oler flores en la oscuridad —dijo—. Es cuando puedes apoderarte de tu alma".

"—Ahora entiendo por qué algunos hombres no pueden evitar embarcarse —dijo Ana—. Ese deseo que nos viene a todos en algún momento, «navegar más allá de los confines del ocaso», ha de ser muy fuerte cuando nace en alguien. No me extraña que el capitán Jim se dejara llevar por él. Nunca veo salir un barco del canal o volar una gaviota por encima del banco de arena sin desear estar a bordo del barco o tener alas, no como una paloma, «para irme volando y descansar», sino como una gaviota, para meterme en el corazón mismo de una tormenta.
—Te quedarás aquí conmigo, pequeña —dijo Gilbert, con pereza—. No voy a permitir que te vayas volando y te metas en el corazón de las tormentas".

"—Es bastante difícil decidir cuándo una persona es realmente madura —dijo Ana, riendo.
—Eso es muy cierto, querida. Algunos son maduros al nacer, y otros no son maduros ni a los ochenta años, créame. La señora de Roderick de la que le hablaba, jamás maduró. Era tan tonta a los cien como a los diez.
—Tal vez por eso vivió tanto —sugirió Ana.
—Tal vez. Yo preferiría vivir cincuenta años de sensatez y no cien de tonta.
—Pero piense en lo aburrido que sería el mundo si todos fuéramos sensatos —observó Ana".

"—¿No conoce a ningún buen esposo, señorita Bryant?
—Ah, sí, muchísimos. Están por allá —dijo la señorita Cornelia, señalando por la ventana abierta hacia el pequeño cementerio de la iglesia, al otro lado del puerto.
—Pero vivos, de carne y hueso… —insistió Ana.
—Ah, hay unos pocos sólo para probar que para Dios todo es posible —admitió la señorita Cornelia de mal grado—".

"—Esa muchacha ha nacido para ser líder en círculos sociales e intelectuales, lejos de Cuatro Vientos —le dijo Ana a Gilbert mientras caminaban de regreso a su casa una noche—. Está desperdiciada aquí, desperdiciada.
—¿No escuchaste al capitán Jim y a un seguro servidor la otra noche, cuando hablamos de ese tema en términos generales? Llegamos a la confortante conclusión de que el Creador probablemente sepa cómo dirigir Su universo tan bien como nosotros y que, después de todo, no hay tal cosa como «vidas desperdiciadas», salvo cuando un individuo intencionalmente malgasta y desperdicia su propia  vida, el cual no es por cierto el caso de Leslie Moore. Y hay quien podría pensar que Redmond B. A., a quien los editores comienzan a honrar, está «desperdiciada» como esposa de un médico rural en la comunidad de Cuatro Vientos.
—¡Gilbert!
—Si te hubieras casado con Roy Gardner, en cambio —continuó Gilbert, sin misericordia—, tú habrías sido «líder en círculos sociales e intelectuales, lejos de Cuatro Vientos».
—¡ Gilbert Blythe!
—Tú sabes que en determinado momento, estuviste enamorada de él, Ana.
—Gilbert, eso es mezquino, «mezquino y por ende típico de los hombres», como dice la señorita Cornelia. Nunca estuve enamorada de él. Hubo un tiempo en que creí estarlo, nada más. Tú lo sabes. Tú sabes que prefiero ser tu esposa en nuestra casa de los sueños a ser una reina en un palacio".

"—¡Cómo brillan esta noche las luces de las casas a través de la oscuridad! —dijo Ana—. Esa hilera de luces, a lo largo del puerto, parece un collar. ¡Y el fulgor en Glen! Ay, mira, Gilbert, allí está la nuestra. Me alegro tanto de que hayamos dejado encendida la luz. Odio volver a una casa oscura. ¡La luz de nuestra casa, Gilbert! ¿No es bonito verla?
—Apenas uno de los muchos millones de hogares de la Tierra, querida, pero nuestra, nuestra, nuestro faro guía en «un mundo malvado». Cuando un hombre tiene un hogar y una querida y pequeña esposa pelirroja en ese hogar, ¿qué más puede pedirle a la vida?
—Bien, podría pedir una cosa más —susurró Ana, feliz—. Ah, Gilbert, me parece como si no pudiera esperar a que llegue la primavera".

"—¿Quién es esa hermosa criatura? —preguntó.
—La señora Moore —dijo Ana—. Es muy hermosa, ¿no?
—Nunca… nunca vi nadie como ella —respondió él, algo aturdido—. No estaba preparado… no esperaba… ¡Cielo santo! Uno no espera tener a una diosa de casera.
Caramba, si estuviera vestida con un traje de algas, con una diadema de amatistas en el pelo, sería una verdadera reina del mar. ¡Y aloja huéspedes!
—Hasta las diosas tienen que vivir —dijo Ana—. Y Leslie no es una diosa. Sólo es una mujer muy hermosa, tan humana como el resto de nosotros".

"—A mí me encantan las rosas rojas —dijo Leslie—. A Ana le gustan más las rosadas y a Gilbert las blancas. Pero a mí me gustan las rojas. Satisfacen alguna ansia en mí, como ninguna otra flor.
—Estas flores son tardías; florecen cuando todas las demás ya se han marchitado y retienen toda la calidez y el alma del verano —dijo Owen, arrancando algunos de los resplandecientes pimpollos a medio abrir—. La rosa es la flor del amor; así lo ha aclamado el mundo durante siglos. Las rosas rosadas son el amor esperanzado y expectante; las blancas son el amor muerto u olvidado, pero las rosas rojas, ah, Leslie, ¿qué son las rosas rojas?
—El amor triunfante —dijo Leslie en voz baja".

"—Hay otro mundo, recuérdelo, Susan.
—Sí —dijo Susan, con un profundo suspiro—, pero, querida señora, en el otro la gente no se casa ni se pide en matrimonio".







L. M. Montgomery

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