martes, 11 de mayo de 2021

Citas: Catedrales - Claudia Piñeiro

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"No creo en Dios desde hace treinta años. Para ser precisa, debería decir que hace treinta años me atreví a confesarlo. Tal vez no creía desde tiempo antes.
No se abandona “la fe” de un día para otro. Al menos no fue así para mí.
Aparecieron algunas señales, síntomas menores, detalles que, al principio,
preferí ignorar. Como si estuviera germinando dentro de mí una semilla que, tarde o temprano, reventaría y abriría la tierra para salir a la superficie como un tallo verde, tierno, débil aún, pero decidido a crecer y gritar a quien quisiera oírlo: “No creo en Dios”.

"Mis padres me invitaron a unirme en la oración junto al cajón cerrado. Me negué. Insistieron, me dijeron que me haría bien, me preguntaron por qué no quería rezar. Evité una o dos veces la pregunta hasta que por fin respondí: “Porque no creo en Dios”. Lo dije muy bajo y con la cabeza gacha.
Levanté la mirada, todos tenían los ojos clavados en mí: lo repetí en voz alta.
Mi madre se acercó, me tomó del mentón, me forzó a mirarla a los ojos y me hizo decirlo una vez más. Como Pedro, pero convencida y sin vuelta atrás, negué mi fe por tercera vez. “Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces”, Mateo 26:75".

"Aprendí esa misma tarde que “ateo” es una mala palabra.
Y que la mayoría de los creyentes puede convivir con quienes creen en otros dioses, pero no con quienes no creen en dios alguno. Lo digan de manera directa o con eufemismos, es evidente que consideran que los ateos somos personas “falladas”. Más aún, hay quienes hasta concluyen que la imposibilidad de tener fe religiosa trae como consecuencia un grado de maldad inevitable: una persona que no cree en ningún dios no puede ser una buena persona".

"Negué mi fe por cuarta vez, ni Pedro se atrevió a tanto".

"Pero a partir de ese día dejé de ir a misa, dejé de rezar, nunca más me colgué un crucifijo ni siquiera de adorno, nunca más le conté supuestos pecados a un sacerdote para luego poder recibir una hostia que no puede ser el cuerpo de nadie. Abandoné una neurosis colectiva, me declaré atea. Y me sentí libre.
Sola, rechazada, pero libre".

"Me fui de mi casa, de mi ciudad, de mi país, de mi vida anterior. Empecé una nueva a miles de kilómetros de distancia, en Santiago de Compostela. Ana había visto un documental sobre el
Camino de Santiago y soñaba con que algún día hiciéramos juntas ese recorrido; apenas estábamos saliendo de la adolescencia, un viaje de ese tipo recién lo podríamos haber hecho cuando trabajáramos, cuando pudiéramos ahorrar para un pasaje, cuando fuéramos “grandes”. Pero a ella no le permitieron ser grande, y yo crecí de golpe aquel día".

"Aun sabiendo que mi hermana estaba mal, decidí dormir. No me parecía tan grave que se hubiera enamorado, a los diecisiete años, de un hombre que iba a ser cura y ni sabía el nombre de ninguna de nosotras. Peor era enamorarse de alguien libre para quererte y que miraba para otro lado, como me sucedía a mí en aquella época".

"—Pusimos un especialista a investigar qué puede haber pasado. Sabemos que está vivo, y eso es lo importante. Nos preocupa que haya tenido algún tipo de trastorno. Es un chico muy sensible. Y a veces la gente demasiado sensible camina por una cornisa muy fina entre la realidad y sus pensamientos".

"—Y que compraba libros, algo también usual en él, que lee casi enfermizamente —dijo Carmen, y me pregunté qué enfermedad se imaginaría. ¿Qué sería para ella “leer enfermizamente”? ¿Cuántas horas por día? ¿Cuántos libros por mes? ¿Sería consciente de que me lo estaba diciendo a mí, que soy librera?".

"—¿Entonces? —dije.
—¿Sabés donde está nuestro hijo? —preguntó Carmen, ahora sin rodeos.
—Me acabo de enterar de que tenés un hijo. Si vino a esta librería, jamás se presentó. Tal vez, ni siquiera sepa que este lugar le pertenece a una hermana de su madre. Puede haberlo traído la casualidad, el azar.
—Claro, evaluamos esa posibilidad —dijo Carmen—. Que Dios lo haya puesto en tu camino.
—Quizás Dios quería que nos volviéramos a ver, Lía —agregó Julián.
—No creo en Dios, los dos lo saben.
—Tal vez…
—No creo en Dios —repetí antes de que agregaran nada. Y no hizo falta ni tercera ni cuarta negación porque fui enfática y rotunda, así que no insistieron".

"Más allá del dolor por la muerte de mi padre y del odio por la actitud de mi hermana, debía reconocer su coherencia: Carmen seguía siendo Carmen.
Ella no había venido a hablarme de nuestro padre, sino de su hijo; y había traído las cenizas como quien trae alfajores de la Argentina a quien le cae de visita, casi una gentileza por el tiempo que le dediqué".

"—Estaba enfermo, ¿no lo sabías? —preguntó Carmen.
—No, no sabía —respondí.
—Cáncer. Un tumor en la cabeza que lo mató muy rápido y, lo que es peor, le hizo no ser él los últimos tiempos —dijo mi hermana.
—¿Cómo “no ser él”?
—Desvariar, decir cosas sin sentido, mentir. No era a propósito, fue el tumor.
—No sabía. Lo siento mucho.
—Claro, cómo vas a saber. Es lo que pasa cuando alguien se va y corta lazos, hay cosas de las que, para bien y para mal, no se entera —concluyó".

"Allí, en esos textos, aprendimos a sentirnos cerca uno del otro, pero sin riesgo de hacernos daño; allí nos seguíamos queriendo al resguardo de testigos".

"De allí somos, de donde florece o da fruto cada palabra".

"El Parque de la Alameda, ese parque que siento mi jardín, también las ostenta con orgullo. Le mandé a mi padre un plano con la localización exacta de las buganvillas. “Santarritas”, me respondió él. Yo había perdido la palabra con la que se las conocía en el lugar donde nací y viví hasta los veintiún años, él quería que la recuperara.
¿Cuántas otras palabras habré perdido? ¿A qué lugar de la memoria irán a parar las palabras olvidadas? No era consciente de esa pérdida hasta que me lo hizo notar mi padre".

"Es una pedantería involuntaria. Necesito protegerme. En especial de las miradas. “El infierno es la mirada de los otros”, tengo tatuada la frase de Sartre en la muñeca izquierda, describiendo el recorrido de una pulsera.
Yo prefiero espantar a agradar, corro menos riesgos.
El caso de mi madre me es indescifrable".

"Creo que Susana sabía nuestros planes, quizás el abuelo le dijo, hay secretos difíciles de guardar".

"La muerte de mi abuelo no me tomó por sorpresa en cuanto al hecho, sí en cuanto a la oportunidad. Teníamos conciencia absoluta de su muerte cercana: sabíamos que iba a morir, no sabíamos cuándo. Porque morir, vamos a morir todos. Yo también pero, como apenas paso los veinte, tengo permitido no
pensar en eso. De cualquier modo, no me tomo ese permiso, pienso en mi muerte. No como algo inminente, sino como algo certero e impredecible. A mis padres les encanta la frase: “Vos tenés la vida entera por delante”. ¿Una vida de qué duración? Ese es el punto. ¿Horas, días, semanas, años?".

"Hay lugares en donde es más difícil sobrevivir: en un desierto, en una isla inhabitada, en el pico de una montaña, en Marte, en un país en guerra, en la selva. En mi familia".

“Intentá ser feliz sin mentiras ni delirios”, escribió el abuelo en la carta dirigida a mí, la que podía leer solo. Que hubiera elegido el verbo intentar me resultó clave: no me exigía “sé feliz”, me pedía que tratara de serlo".

"El abuelo me hizo prometerle que, cuando él no estuviera, yo cumpliría el recorrido que dibujamos juntos, el de las catedrales más lindas de Europa. Ese camino me llevaría hacia donde él quería que fuera: al encuentro con la hija que más extrañaba. La extrañaba incluso más que a Ana, tal vez porque echar de menos a alguien vivo tiene más sentido que hacerlo con un muerto. La muerte pide resignación, la ausencia no".

"Frente a algunas de ellas, pude entender lo que sienten otros. Más aún, frente a Santa Maria del Fiore me desvanecí. Esa iglesia tiene una belleza brutal. Desperté atendido por unos turistas que diagnosticaron síndrome de Stendhal; hablaban un inglés que no era su lengua madre y, gracias a eso, a que lo chapuceaban con el mismo desparpajo que yo, es que les entendí mejor que a otros. Me contaron que iguales síntomas fueron lo que sintió el escritor francés al salir de la Iglesia de la Santa Cruz, también en Florencia: palpitaciones, mareos, confusión, vértigo. Intolerancia a tanta belleza, una belleza que abruma.
Habría sido imposible sentir lo mismo al dibujarla, solo fue posible padecer frente a ella".

"Algo así me pasa cuando estoy delante de una mujer, en especial si me gusta demasiado. Han sido pocas, hasta ahora. Me cuesta dejar que mi cuerpo sienta frente a ellas. Me da miedo. En alguna época pensé que quizá yo fuera gay.
Me obligué a considerarlo. Y no, al menos hasta hoy, quienes me atraen sexualmente siempre son mujeres. Me atraen, pero me aterran. No sé abordarlas. Como si estuviera a punto de sumergirme en un túnel que me llevara no sé adónde y de donde no hubiera retorno".

"En general, cuando sospecho que puede pasar algo así con una mujer, pongo una barrera entre los
dos. Más que una barrera, es un vidrio blindado que la chica no ve y que a mí me deja a salvo. No de ella, sino de sentir. Las pocas veces que no llegué a tiempo para blindarme antes de que me latiera el cuerpo, me sentí confundido, mareado, y no pude abordar a la que me provocó el efecto. Como cuando estuve frente a la Catedral de Florencia. Otras veces me abordaron ellas, y terminó del mismo modo. Las contadas ocasiones en que estuve en una cama con una chica, desnudos, excitados, a la gran erección inicial le siguió la imposibilidad de penetrarla y la desazón. Fin. Luego quedé asustado por largo tiempo como para que me dieran ganas de volver a intentarlo. Por momentos me da miedo de que un día, cansado de probarme a mí mismo y fracasar, ya no lo vuelva a intentar".

"No sé cuánto tienen que ver mis padres con esta dificultad, no sé cuánto tiene que ver la religión que abandoné, ni la cicatriz. ¿Importa por qué padecemos lo que padecemos?".

"Miré detrás de mí, buscando qué me detenía; tiré de la campera para tratar de soltarme, la estatua empezó a tambalearse y cayó.
Fondo negro, oscuridad. Y luego una pantalla en blanco.
Hasta ahí, el recuerdo. Antes de eso, todo; después de eso, nada. O poco.
Y a veces, por un rato; luego, el olvido. Luego".

"Hasta que, poco a poco, harta de que no me prestaran atención, fui guardando la verdad para mí. Con el tiempo, aquello que solo yo sabía se convirtió en silencio. El pasado, en silencio; el presente, en olvido; el futuro, en vacío".

"Aquel día, en ese consultorio, tomé la que sería mi primera libreta sin saber por qué o para qué. El neurólogo me miró con gravedad y dijo: “No voy a mentirte. A partir de ahora, lo que no quieras olvidar lo vas a tener que anotar, ¿está claro? Escribí lo que voy a decirte”, ordenó y luego dictó: “Para recordar, debo anotar”. Y yo anoté. “Quizás logres recuperar algunos recuerdos, los caminos que recorre la información son diversos, hay atajos.
Solo el camino principal está roto”.

"Aun amnésica, evocar o fingir".

"No puedo volver el tiempo atrás, ni pude entonces. Teníamos diecisiete años, sabíamos demasiado poco de la vida y del amor. Menos aún de la muerte".

"Lo que apuntó mi madre también está abrochado como precuela. Creo que, más que hacerlo para que yo conservara parte de mi historia clínica, lo hizo para dejar evidencia de que ella y mi padre habían intentado todo camino posible para ayudarme a recordar. Debe de ser duro cargar con los vacíos de los hijos".

"Nadie que no haya sufrido el malestar que yo sufro puede juzgarme: es desesperante querer contar algo y no encontrar la imagen o la palabra que haga encajar las piezas. Uno va a buscar allí donde antes había recuerdos y solo encuentra vacío, una pantalla blanca donde no se proyecta nada".

“¿Él no te quiere?”, preguntaba yo, avanzando solo hasta donde ella me dejaba. “Me quiere, pero no me puede querer”, me contestaba mi amiga. Y yo sufría con ella, aunque no entendía bien por qué no se puede querer a alguien a quien se quiere".

"Yo, como lo que fue para mí, no solo mi mejor amiga, mi compañía entrañable en aquellos años en que pude almacenar recuerdos, sino la única persona a la que elegí amar. A mi madre y a mi padre los quería y los quiero; claro que en ese amor no hay elección. A Ana la elegí yo. El amor que está en
los cimientos de esa amistad es todo el amor que pude conocer. En cambio, sé que el amor de pareja no me será posible nunca. Enamorarse lleva tiempo y en ese tiempo se evaporan mis recuerdos. Para enamorarse, hay que tener memoria. A veces finjo que estoy enamorada del fisioterapista, o del
psicólogo que viene dos veces por semana a entrenarme con ejercicios
conductistas para compensar la memoria que no tengo. Pero ni siquiera sé si esas personas son siempre las mismas porque, cada vez que las veo, se tienen que presentar y decir quiénes son, como si no lo hubieran hecho antes.
¿Cuántos entrenadores, psicólogos, fisiatras o terapistas han pasado por mi vida en estos años sin que yo advirtiera la diferencia entre unos y otros? No lo sé. Lo que sí sé es que mi relación con los auxiliares de la medicina resultó la relación más estable que he mantenido con nadie".

“La verdad que se nos niega duele hasta el último día”.

"—…
—No, no soy criminólogo, sino criminalista. Dos cosas bien distintas.
—…
—¡Señor Sardá, por favor, no se disculpe! La mayoría de la gente se confunde, hasta los que se anotan para estudiar esas carreras. Despreocúpese.
—…
—Exactamente, el criminólogo estudia por qué se cometen determinados crímenes en una sociedad, estudia el hecho en conjunto, no un caso particular; su objetivo principal es lograr que, a la larga, ese delito pueda prevenirse. En cambio, la materia de estudio de un criminalista es un caso concreto; debe analizar la escena del crimen, recolectar las pruebas y otras cuestiones que ayuden a determinar, en esa situación específica y única, quién mató y por qué. Quién mató y por qué, that is the question, como diría Shakespeare".

"—“NN. s/homicidio calificado. Víctima: Ana Sardá”. Cómo no me voy a acordar. Hay partes de la causa que las recuerdo de memoria.
—…
—Dígame, sí.
—…
—No, no todo. Algunos detalles los tengo borrosos, otros grabados a fuego. A fuego.
—…
—¡Ay, perdón! ¡Perdón por esa metáfora tan poco feliz! No, si yo soy una bestia. Los criminalistas terminamos muy insensibles al dolor ajeno".

"Todavía no me repongo del todo. La soledad me pesa; era un alivio después de la jornada de trabajo entrar a la casa y encontrarme con el bullicio de la gente viva, estar rodeado de los míos, oler la comida que se calentaba en el horno, que alguno de mis hijos me diera un beso, un abrazo. Un remanso. Un oasis en medio del desierto. Ese era mi antídoto contra la cercanía diaria de la muerte. Me quedé sin refugio: entre mi vida y la muerte ajena ya no hubo barrera de contención. Ahora paso de un lado a otro sin darme cuenta. A veces temo quedarme del lado equivocado".

"Es verdad que el trabajo es mi pasión y ocupa un lugar muy importante dentro de mis intereses. Ella me había conocido así.
Incluso se había mostrado muy atenta cuando yo le contaba detalles de lo que estudiaba, mientras hacía la carrera; una vez, hasta me hizo recitarle las distintas etapas del rigor mortis como si fuera un poema (“Fase de instauración, fase de estado, fase de resolución/Fase de instauración, fase de estado, fase de resolución”)".

"Los criminalistas hacemos apología del detalle, no aseveramos nada sin prueba objetiva. No damos por supuesto, confirmamos.
Por ejemplo, si vemos una mancha roja, no vemos sangre sino “tejido hemático”. Si es sangre, lo dirá el laboratorio".

"Hasta debo reconocer que me seduce más esta nueva mujer que veo hoy, que aquella que conocí en mi juventud. Sin embargo, abordarlas es otra cosa. Me siento atraído, y cuando pienso en dar el siguiente paso, me frunzo. ¿Qué, si me quedo pagando? ¿Qué, si digo?: “Linda, ¿querés tomar algo conmigo?”, y me contestan: “«Linda» ¿las pelotas”? Están raras, poderosas pero raras, impredecibles".

"En eso andaba yo aquella tarde de primavera, dando por terminada la tarea de hacerles comprender que no son tres dioses, sino uno, y empezando a hablarles de los dones del Espíritu Santo, cuando apareció Carmen. Y fue como si hubiera tocado tierra un huracán. Golpeó la puerta y entró en un mismo acto, sin esperar a que le dieran permiso. Dijo: “Me llevo una silla”. Y eso hizo, avanzó, tomó una silla y se fue. Yo quedé suspendido en el aire, me sentí inmovilizado, como si esa mujer me hubiera hechizado".

"En un claro del monte, ella se detuvo a buscar dónde estaba la luna: el perfil de su cara se iluminó al encontrarla. Carmen miraba el cielo, y yo la miraba a ella. Cuando, por fin, bajó la vista, estábamos demasiado cerca uno del otro. La besé. Sin pensarlo, sin ser consciente de qué estaba haciendo, solo guiado por el deseo, por la necesidad física de sentir su boca, su cuerpo".

“El amor también es sacrificarse por el otro”, dijo".

"Ella no quitaba sus ojos de los míos. “Me siento culpable, habrías sido un gran sacerdote”, me dijo.
“No es cierto, no podría haberlo sido. Estoy destinado al amor de una mujer; y esa mujer, no tengo ninguna duda, sos vos”. En silencio, sostuvimos la mirada; nuestros corazones latían cada vez más fuerte, pero seguimos sin tocarnos. Contuvimos el deseo como una ofrenda al otro y a Dios. Y aquella tarde sellamos nuestro amor para siempre".

"Gritaba que le resultaba “aberrante”, “monstruoso” cortar en pedazos a Ana. A mí también, ¿o qué se creía? No se trataba de descuartizar a mi hermana por placer, como puede hacer un psicópata que disfruta en cada corte. Ni tampoco se trataba de cortarla para tapar un crimen, como puede especular un asesino. Se trataba, sí, de ocultar por qué murió, una muerte que no habíamos provocado nosotros, pero cuyo motivo, de salir a la luz, solo traería más dolor. Trozarla era, simplemente, una cuestión práctica. “¿Y qué otra alternativa se te ocurre?”, le pregunté a Julián cuando se recuperó de mi cachetada. No respondió.
“¿Ves?”, dije, y al rato agregué: “No es Ana, tenés que pensarlo así. Ana ya no está”. Julián siguió sin contestar, agachó la cabeza y, falto del valor suficiente, clavó la vista en sus zapatos para no mirar el cuerpo de mi hermana envuelto en frazadas. “Eso que vemos es apenas su envase, la parte menos importante de lo que somos, lo que se deshecha cuando nos vamos.
¿Estamos de acuerdo?”, le pregunté para obligarlo a responder. Julián asintió con la cabeza sin mirarme".

"Nos habían quedado algunas conversaciones pendientes, traté de continuarlas, pero verán que tampoco concluyen en esas cartas. Quién les dice, a lo mejor algún día volvemos a conversar. Y si ustedes, mis queridos ateos, después de leer la oración anterior se quieren reír de mí, adelante, que la risa nos salva más que cualquier religión".

"El daño que se puede hacer al otro cuando no lo dejamos elegir más camino que aquel que nosotros creemos correcto".

"Y, por último, la fe. Sé que los dos son ateos. Hemos compartido lecturas que yo mismo les recomendé. Me alegro de que hayan tomado la decisión de cortar con las cadenas a las que estaban atados por mandato de una religión que les impuso nuestra familia. Hay que ser valiente para no creer en nada, yo estoy orgulloso de ustedes. Los admiro. Así y todo, antes de partir, debo confesarles que, aunque desde la razón me digo que no existe dios alguno, a veces dudo. O quiero dudar. Tal vez, si tuviera otra edad, o si no me hubieran diagnosticado un cáncer que me acerca cada día un poco más a la muerte, yo también me podría declarar ateo. Pero no lo hice a su tiempo, y hoy tengo ochenta años. Y me voy a morir en pocos días. Entonces, necesito creer.
Deseo creer.
Quizás la fe sea otra trampa ingenua, en una vida sostenida por distintas trampas ingenuas".





Claudia Piñeiro

lunes, 10 de mayo de 2021

Citas: La abuela - Chris Pueyo

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"De hecho, mi madre es mi abuela.
No porque me haya parido, es casi biológicamente imposible que te para tu abuela, pero es mi madre. Porque «madre» es algo más que un parto, y si en eso no estamos de acuerdo, este libro no es para ti.
Madre son las cinco letras de «hogar», un plato caliente en enero, unos pantalones nuevos cuando el asfalto deshace tus rodillas, un beso en la frente para saber la verdad; madre es el algodón que abraza la lenteja en el vaso que hay junto a la ventana.
Pero madre también es un castigo a tiempo. Y quien desatornilla los ruedines, quien coloca las manos sobre tu espalda para que llegues a cualquier parte, o sobre tus ojos cuando un suicida cruje contra el suelo. Una madre te salva del mundo al mismo tiempo que te lo presenta; lava tu pelo, se ríe de tus miedos y decide envejecer mientras tú estás creciendo".

"En definitiva, una madre te cuenta el mundo con la mirada, y la abuela siempre tuvo unos ojos tristes con los que me gustaba jugar. Quizá por eso nunca le he tenido miedo a la tristeza. De hecho, adoro la belleza de las cosas tristes pero me declaro terriblemente en contra de aquello que debería ser feliz y no lo es. Eso es algo más que tristeza, eso es un atentado: como un oso en los huesos, un niño sin seis de enero o una familia de mierda".

"Adoro los martes, pero aquel no me gustó porque aprovechó su plato estrella para soltar una bomba entre sorbo y bocado.
Pronunció lo prohibido. Una palabra vallada en todas sus direcciones. Con la velocidad justa y la seguridad exacta para que entendiese lo que estaba diciendo, aunque no terminara de creérmelo: testamento.
Aquello fue la chispa que encendió este libro.
Tuve un profesor en la universidad que me enseñó que la literatura nace de un chispazo. La inspiración es un rayo que se enciende a la vez que se despide. Un halo de electricidad. Un chasquido. La inspiración no es más que esos pequeños brotes de luz que preceden al incendio. ¿Cómo se atrapan?
Comprendiendo su fugacidad. Un chispazo puede venirte en el supermercado entre la leche y los cereales, a punto de dormirte o en el autobús. En definitiva, un libro puede nacer en cualquier parte y los chispazos son su porqué.
No siempre llegan al principio, a veces surgen en mitad del camino para recordarte cómo seguir. O incluso al final, para susurrarte el mejor modo de cerrar la historia. Hay que tener los ojos abiertos y el corazón alerta para atrapar una chispa. Y cuando mi abuela dijo lo del testamento sentí cómo la luz vino y se fue durante un segundo. El miedo a perderla. Por un momento la idea de su muerte revalorizó su vida y calculé mentalmente el tiempo que me quedaba a su lado. Era mucho menos de lo que me imaginaba".

"Los martes vuelvo a casa. Y por lo general solo lo hago ese día. De dos a nueve. Así que paso siete horas a la semana con mi abuela. Es bastante poco.
Paso más tiempo con mi gato. Lo cierto es que veo más series que a mi abuela. Es incluso posible que pase más tiempo con gente desconocida que con mi abuela. La esperanza de vida media para las mujeres nacidas en los cuarenta es de unos ochenta y cinco años. Y si un año tiene 48 semanas, me quedan 624 semanas a su lado. Lo que es verdad, pero es mentira, porque suelo estar con ella solo siete horas a la semana, así que en realidad solo me quedan 4368 horas a su lado. Y esto es la fría realidad de 182 días a su lado.
Medio año juntos".

"No estoy preparado para la muerte de mi abuela.
No sé despedirme.
No se me dan bien las despedidas.
Son grises.
Y os aseguro que esto no es una metáfora.
Es que cuando alguien se marcha, ya sea un amigo, un amor o una madre, no sé si darle un beso, la mano, una hostia, llorar, o no cerrar los ojos por si cuando los abro no vuelvo a verlo nunca más. Además, nunca me he despedido parasiempre de alguien. Por motivos que descubrirás en esta historia, mi padre quiso morir y mi madre original no supo hacerlo mejor. Lo que me deja más en evidencia porque, si nunca he dicho adiós, ¿cómo aprendo a decir hastanunca? O hastasiempre. O hasta… y una de esas palabras que son la antesala de una despedida".

"Sé que mi abuela está cansada porque nacer es aguantar la respiración para no ahogarse de vida. Y la vida es un camino crudo, aunque en ocasiones también delicioso, donde te derramas, gozas, sangras, te rompes y mueres un poco antes de volver a vivir.
Hasta que te cansas y llegas a la guillotina.
Y la guillotina corta el hilo.
Con la frialdad de las hilanderas.
Las grayas. Laima y sus hermanas.
Estamos destinados a las despedidas en nuestra vida.
A que mutilen nuestra raíz y el árbol se transforme.
Mi despedida vital será la de mi abuela.
Me crio. Me educó. Y me soltó.
Ninguna de las tres fue tarea fácil.
Y no quiero despedirme de ella.
No tiene ni idea de que no pienso despedirme de ella.
Ni de la Biblioteca X".
"He estado pensando mil maneras de volver a mi abuela inmortal porque medio año juntos, sinceramente, es poco.
Tirito de pensarlo.
Ni rastro de la piedra filosofal.
Nada de elixires de la vida eterna.
Disney ni siquiera está congelado, es un bulo.
Hasta que un día llegó Dani, mi mejor amigo, y me descubrió un lugar
donde los libros no mueren: la Biblioteca X.
Llegó en el mejor momento y eso provoca que lo quiera.
Obviamente no se llama Biblioteca X, pero lo bueno de escribir un libro es llamar a las cosas como te dé la gana. El depósito legal tiene como objetivo la recopilación del patrimonio cultural e intelectual de cada país, es decir, el derecho del acceso a la cultura. Por lo que no puedo hacer que mi abuela viva para siempre pero puedo escribir un libro que no muera nunca".

"Es la vida de mi abuela y mi abuela vive en este libro.
No te agobies, querido lector.
Es pequeño y voy contigo.
¿Lo tienes? Pues ya está.
Vamos con la abuela.
Tienes que conocerla".

"—¿Cómo podemos empezar la historia?
—No sé hijo, es que te empeñas en unas cosas…
—Érase una vez una niña…
—Érase una vez una señora —me corrigió.
—Bueno. Pero antes de ser señora, serías niña.
—A los nueve años yo ya era una señora —dijo mi abuela con una sonrisa de media luna.
—¿Y eso?
—Porque dejé de llorar".

"Empezó a contarme su historia un martes cualquiera en los que vuelvo a casa y merendamos café y pipas viendo Sálvame. Aquella tarde descubrí que nuestra infancia se parece en dos cosas: la primera es que nacimos en un sitio y nos criamos en otro. Los lugares, los números y las calles son importantes en cualquier historia, y no iba a ser menos en esta".

"De vez en cuando se peina la coronilla y vuelve a recostarse sobre un sofá marrón desde el que nos miramos sin miedo porque no la juzgo. Es importante no juzgar a la gente que te cuenta su historia porque es la única manera de construir un puente".

"El primer paso para abrirse es desarmarse".

"De siempre he sido una niña seria, demasiado seria, diría yo. Reír no es fácil, hablar de sentimientos, menos. Faltan escuelas de risa, deberían incorporarse clases de risoterapia en los colegios como asignatura obligatoria. Aprender a relativizar, a reírnos de nosotros mismos y a verbalizar las emociones es vital, algo de lo que no puedo presumir".

"Jamás olvidaré cómo hace un par de meses estuve una hora llorándole por teléfono a causa de la meningitis. Cuando vivía con ella y enfermaba no tenía que preocuparme de nada. Su respuesta fue algo así: «Deja de llorar ya que las desgracias nunca vienen solas. Mañana estarás peor»".

"Cuando estoy malo me vuelvo especialmente dramático. Siento que seré un viejo horrible. No tardé en llamarla lloriqueando otra vez, y ¿sabes lo que me dijo? «Pues muérete o no te mueras, pero deja de llorar.»".

"Nuevo traslado de mis padres a la calle Sainz de Baranda, una habitación compartida para los dos.
—¿Y tú? —pregunté extrañado.
—Como un paquete, de puerta a puerta".

"Vete antes de convertirte en un demasiado tarde.
Uno termina siendo un demasiado tarde si dedica su vida a lo peor que puede hacer: esperar.
No esperes, no te demores, no pidas algo más de dos veces, de lo contrario estarás esperando y serás un demasiado tarde casi sin darte cuenta. Por eso es importante lo de aprender a despedirse.
Yo aprendí a despedirme cuando me fui de casa de la abuela. Apagas la luz, giras el pomo y dibujas un «gracias» con el dedo antes de cerrar la puerta.
Tan importantes son los principios como los finales, y dependiendo de la  forma en la que terminas una historia te conviertes en dueño o esclavo de ella".

"Lo bueno de levantarse solo para ir al colegio es que puedes elegir tu ropa: una sudadera gorda y un chándal para correr en el patio. Me encantaba correr y debería hacerlo más porque es lo único que me aleja de crecer".

"La literatura es la historia, pero también puede serlo la historia que envuelve a la historia. ¿Por qué no?".

"Cuando uno dobla las rodillas ante los complejos se vuelve elitista y se cree con la capacidad de dictar lo que es y no es válido. Mi trabajo es emocionar, y si quiero meter fotos en un libro, meto fotos. Si quiero meter capítulos alternativos en mi novela, meto capítulos alternativos. Si quiero meter una cara feliz en este capítulo, meto una maldita cara feliz. Mira: :)".

"Él no hablaba casi español y ella poca idea tenía de francés, y a pesar de eso empezaron a compartir cosas. Supongo que el idioma no es tan importante cuando dos personas tienen ganas de entenderse".

"—¿Y ya está?
—Y ya.
—No, no. ¿Cómo que «y ya»?
—Pero ¿qué quieres que te cuente? —se alteró.
—Lo que pasó después. Si te lo llevaste a casa y te acostaste con él. TODO.
—Después hablamos y paseamos.
—¡Venga, no me jodas! —La abuela me miró con los mismos ojos con los que te mira la tuya cuando sueltas palabrotas.
—Qué pena, hijo, con el dinero que me he gastado en tu educación, que hables así.
—¿Os liasteis?
—¿Cómo que si nos liamos? Pero ¿tú te crees que yo te voy a contar esas cosas…? Eso tiene un precio —soltó entre risas, café y pipas".

"A pesar de la distancia y de la diferencia de idioma, las ganas y la fuerza mental hizo que salvaran obstáculos y la relación con el Francesito siguió. Las cartas se cruzaron en aviones de ida y vuelta mientras las palabras recorrían el cielo de España a Francia, salvando distancias de kilómetros y kilómetros.
Tanto fue así que no tardó mucho tiempo en llegar una carta dirigida a Manos de Fuego en francés, donde naturalmente le pedía la mano de su hija.
Con la ilusión con la que un niño descubre la nieve, la abuela me contó que era una carta llena de poesía y respeto. Tardó varios días en leérsela a su padre, ya que no sabía cómo la afrontaría. En uno de los párrafos decía:
Señor, no he podido evitar enamorarme de su hija, quien, con su bondad y cualidades, ha conseguido poner cadenas a mi corazón".

"Comenzó el año 1960, una década en mi vida con muchas luces apagadas. Dije adiós para decir hola. Lo bueno es que yo era muy joven y todo el mundo opinaba que el tiempo todo lo cura.
Pero es mentira, más bien cierra heridas, pero la cicatriz siempre queda ahí para recordarnos cómo nos la hicimos".

"Hubo un breve silencio de café y pipas.
—Esto no lo vayas a poner en el libro, ¿eh? —me advirtió con un dedo en alto.
—No, no, ¿por quién me tomas?
—Te lo aviso —sentenció—".

"—O sea que además te puso los cuernos.
—Bueno, me puso los cuernos, claro, con un chico, evidentemente, pero todo esto supuesto, ¿eh?
—Pero te puso los cuernos.
—Sí, pero en París.
—En París, en Manhattan o en Georgia, los cuernos son cuernos".

"—Entonces, tu primer amor era gay, te puso los cuernos y además no crees en las relaciones a distancia.
—Exacto.
—¿Aun así te sigues acordando de él?
—Pues claro, niño. Era especial, era dulce, era tierno, era cariñoso, era francés y me llevaba cuatro años…, ¿qué más podía pedir? —enumeró.
—Y ¿por qué nunca superaste esa historia?
—Porque el primer amor nunca se supera".

"El silencio entró sin llamar y aproveché para preguntar lo que quería saber realmente:
—¿Qué es el amor? —retomé.
—Una metáfora muy bonita que nunca se cumple.
—¿En serio?
—Sí, sí. Y tan en serio.
—Que no se te haya cumplido a ti no significa que…
—O que la gente no quiere pararse a analizarlo. Tampoco hay que llevarse las manos a la cabeza, ¿no? Queda muy bien lo de superar las cosas, pero a muy poca gente se le cumplen sus ideales de amor. Con esto quiero decirte que no tengo nada de especial. Cuando llega la realidad el mito se desvanece.
De hecho, cuando dejas de admirar a una persona, el amor se deshace.
—Entonces… ¿qué es el amor?
—El amor es admiración".

"No esperes a los mejores momentos porque no llegan solos, hay que buscarlos".

"Visto Notre Dame y el Arco del Triunfo, cenamos una hamburguesa con mostaza. ¿Has visto alguna vez a tu abuela cenar hamburguesa? Es divertido y puedes descubrir que no sabe pronunciar la «x».
En vez de «boxeo», mi abuela dice boseo; en vez de «taxi», mi abuela dice tasi; y en vez de «sexo», mi abuela dice «yo no hablo de esas cosas…»".

"Subimos al Sacré Coeur porque está en el barrio de los pintores. Nos montamos en un taxi donde gané jugando a palabras encadenadas mientras su risa se balanceaba sobre la mía. De pequeño siempre perdía y, en algún punto del tiempo que he olvidado, he empezado a ganar. Crecer es no recordar cuándo jugaste por última vez".

"Hay dos cosas que la salvaron de su rota historia de amor.
La primera fue la amistad. No conseguía superar la pérdida, las noches duraban calendarios enteros y luchaba contra el recuerdo con ese famoso nudo en el pecho que lleva quien se queda sin respuestas. Quedarse sin respuestas se parece mucho al miedo, y donde hay miedo, no cabe mucho más".

"La segunda fue un nuevo amor. El famoso clavo que saca a otro clavo. El remedio que empeora la enfermedad. Un quilombo".

"—Prométeme una cosa —dijo mi abuela congelándolo todo desde su sofá marrón, con una galleta de canela en la mano.
—¿El qué?
—Que cuando me muera me quemarás y esparcirás mis cenizas en el Sena. 
— Te lo prometo —contesté, tras una pausa de silencio.
Acababa de encontrar el segundo chispazo que ilumina este libro. El silencio me dio la clave, mi abuela no estaba bromeando, en lo más profundo de su alma desea morir en París. Y pasando por alto el tema de que es ilegal tirar a tu abuela al río más famoso de Francia, pienso hacerlo.
—Pero antes prométeme tú una cosa —dije.
—Dime.
—Que no te morirás nunca.
—Te lo prometo —respondió, desafiando con una sonrisa a lo imposible".

"Jamás hagas algo guiado por la compasión, Chris, es una mala consejera".

"Ni le gustaba la ciudad ni encontraba trabajo. La Chica de Alambre cogió la baja por maternidad y el Cabezón aprovechó la oportunidad para convencerla de volver a España en contra de su deseo. En esta etapa, él terminó siendo el ganador y ella la vencida. Abandonó sus ilusiones, la lavandería y al tío Juan. Los sentimientos de una persona no se pueden tocar con las manos, querido lector, se tocan con el corazón, seguramente por eso el
Cabezón nunca alcanzó los de mi abuela".

"Cuando la realidad se quita la capucha es el momento de tomar decisiones, ignorar la verdad es darle una oportunidad para que te mate por la espalda".

"Atrapaba los mechones con tanto cariño que después del corte, tras el beso del acero, estos
se enredaban sobre sí mismos como un esqueje desafiando la gravedad. El pelo es el recuerdo más latente del pasado que queremos dejar atrás, en él reposa el peso de la vida, así que los mechones cayeron al suelo como quien se despoja del miedo, de la desilusión o del hambre".

"Aquella tarde fue importante para ella y nunca la olvidará. También se necesitan este tipo de recuerdos para sobrevivir; aunque la nostalgia puede matarte, si sabes administrarla bien se convierte en arte".

"Lo que me hace pensar que las historias tienen dos momentos: cuando ocurren, que pueden llegar a ser desgarradoras, y cuando ya han sucedido, que pueden ser muy sabias".

"Los últimos capítulos me han afectado un poco hasta el punto de plantearme si realmente es necesario contar esta historia. Pero no es nada nuevo, ni con el primer libro que me sucede, es parte del proceso creativo, a veces cuesta seguir, te interrogas a ti mismo y te conviertes en tu mejor enemigo. Hay que aprender a no perseguirse. A cuestionarse un poco menos.
Cuando todo te parezca una locura es cuando tienes que sacar fuerzas de flaqueza para seguir".

"Nunca conocí a mi abuelo. No sé si tocaba el violín, le gustaban las aceitunas o era idiota. Ni idea de cuántos minutos estrellaba contra un lienzo al día, si leía, hizo la mili o zurcía calcetines. Puede que fuera más de gatos que de perros y más de perros que de personas. Igual tenía un dominó o un huerto.
Puede que construyera pajareras, amasara esculturas de barro o pintara un caballo azul. A lo mejor aplastaba con el dedo las miguitas de pan que quedaban sobre el mantel, coleccionaba monedas o las robaba. Quizá fuera un ladrón. Un artista. Un cabrón. O puede incluso que las tres cosas. Yo soy de los que piensan que podemos ser muchas cosas en esta vida, no descartes nada".

"Sería injusto no reconocer que a ella le costó abrir la puerta y aprender a volar de nuevo, aunque lo consiguió, porque ni al amor ni al campo se les pueden poner cerrojos".

"Un año después, cuando me harté de Fer y de mi casero militar, volví a ahorrar el valor y dinero suficientes para estar solo. Encontré un pequeño ático en los tejados de La Latina. A primera vista era la casita más bonita del mundo, yo la llamaba La Cabaña. Estaba junto a mi colegio hippie de cuando era pequeño, Nuestra Señora de La Paloma, en el que hacía manualidades con los pies descalzos y cuidaba de un huerto, la misma escuela a la que iba de la mano de mi abuela jugando a palabras encadenadas. Es curioso, ¿no? A veces el lugar al que queremos llegar es el mismo del que venimos".

"Lo descubrí viendo la lluvia por primera vez, deshizo mi soledad entre sus zarpas y aprendí que el amor es como un gato: abre los brazos cuando te escoja porque intentar atraparlo es inútil".

"Me regalaron un amigo sin saber que los amigos no se pueden regalar".

"Nadie sabe de dónde proviene, pero su ronroneo es sanador.
Mejoran la salud mental.
Y te esperan después del trabajo, siempre.
Es mi centinela.
El que aprendió a esperarme.
El final de todos mis capítulos, dueño de mi casa y amigo de mis ideas.
El que muerde las esquinas de este libro y camina sobre las letras de esta historia decidiendo sobre mis tiempos.
Elije cuándo escribo. Si quiere jugar, no escribo. Si tiene hambre, no escribo. Si quiere amor, no escribo. Si tiene sueño, escribo. Si tiene sueño pero poco, no escribo".

"En La Isla, y para celebrarlo, la Mano Derecha de Dios se pimpló una botella más entre acrílicos y aguarrás. Brindaba con su amante, la soledad, que lo escuchaba noche tras noche, pero con la que no tenía buen sexo".

"Hay una frase popular que dice: «A veces se gana, otras, se pierde». A mí me gusta más esta otra: «A veces se gana, otras, se aprende». Los que hemos perdido una y otra vez sabemos que no hay mejor escuela de la vida que caer y levantarse, hemos conservado la fuerza y la valentía para todo aquello que acontezca. Mi padre siempre decía: «No hay mejor instante que el presente». Y es cierto, este ha sido siempre mi salvoconducto para vivir. Amo la vida y por eso me la bebo".

"—Pero, cariño mío, ¿cómo te vas a atar con la edad que tienes?, yo quiero que seas libre.
—¿Qué quieres decir? —Hubo una pausa de silencio.
—Que es un borracho —sentenció el hombre, mirándola a los ojos con la tranquilidad de quien dice la verdad.
—No tienes derecho a hablar así del padre de tu nieta, siempre me ha ayudado mucho y se ha portado muy bien con todos nosotros.
—Cuando la botella se interpone en el amor siempre hay dos instantes, hija: cuando se descubre y cuando ya no hay nada que decirse".

"Nunca conocí a mi padre.
Bueno, en realidad sí.
Pero no.
Hay una foto lo suficientemente antigua como para decir que existió.
Que existimos juntos, incluso".

"Me lo dicen mucho.
A ver cuándo escribes algo que no sea de llorar.
Me ha gustado, pero es un poco triste.
¿Para cuándo una historia de amor?
A menudo las grandes ideas nacen de juntar muchas pequeñas: la diminuta escena de una película, la conversación breve en un taxi, la camarera de siempre con el pelo suelto o una cosa que te dice tu abuela.
Para contar una historia de amor profundamente feliz hay que saber mentir o, mejor dicho, inventar, que no es lo mismo.
La gente me ha dicho estas cosas. Gente a la que quiero y gente a la que ni un poco. Coinciden. Debe de ser que tienen razón. Aún no sé inventar historias".

"¿Cómo se hace una historia de amor? Sería incapaz de escribir un libro que me aburriera, que no me terminara de creer. Las historias de amor no son las que más me gustan porque les perdí la fe. Quizá un día las idealicé. No solo hablo de libros, también de películas, canciones o incluso experiencias personales".

"Acabé desencantado con las historias de amor porque, cuando uno baja de la nube, deja de mirar al cielo, y quienes miran al cielo siguen esperando algo mejor. Y yo creo que esperar es una de las peores cosas que podemos hacer.
Cuando me di cuenta de esto, empecé a mirar de frente".

"Hay un libro que habla de esto mucho mejor que yo: El amor dura tres años. Es un título incómodo, para algunos puede incluso resultar desagradable, pero de la misma forma que la muerte revaloriza la vida, la existencia de un final les otorga a las cosas una belleza infinita. Todo lo que acaba es lo único que puede ser para siempre, porque que algo termine solo significa que puede volver a empezar, es tan contradictorio como que para ser libre uno tiene que marcarse límites".

"A veces estoy contento todo el día solo porque al final oleré a champú.
Soy feliz incluso después, en ese difícil momento en el que abres la puerta del baño, escapa un manto de vaho y sopla el frío. Ese frío me despierta. Me pone alerta. Y es importante encontrar estabilidad en cosas que, en principio, no son cómodas. Como cuando sales a correr. Me gusta que lleguen las nueve porque hiervo, me enfrío y huelo a champú.
Y ya sabes que la historia de amor más digna siempre es la propia".

"Me gusta pensar que escribir sobre mi abuela para alejarla de la muerte es una bonita historia de amor, aunque haya quienes no vayan a darse cuenta. Que quedarse la noche en duermevela mirando los ojos de tu abuela hasta descubrir un fantasma también lo es.
Vive ahí y quiere decirme algo, pero todavía no he conseguido descifrarlo; ¿de dónde vienen?
Música fría, hijos arrancados de cuajo y la desnudez por el camino de los hombres…
Yo que sé.
Solo he descubierto dos cosas.
Una es que sus ojos vieron la muerte. (Y la tristeza es una liendre en sus pestañas que no acepta fármacos.)
La otra es que de ellos aprendo. (Y que escucharé sus ojos para guiar los míos, saber dónde colocarlos y no dejar que este mundo me cambie la mirada.)".

"Aunque la verdad a veces esté oculta, cuando existe, se puede".

"El caso es que desde que abandonó al Puño Izquierdo del Diablo se prometió a sí misma no volver a pisar nunca más el mundo de los hombres. Ni que decir tiene que es un gran error afirmar lo que no harás jamás, porque precisamente es lo que haces".

"El cáncer invadía cada vez más su cabeza.
Nunca mencionó su nombre, lo ignoró por el miedo a saber.
Su meta era ganar tiempo, en una palabra: vivir. Vivir y beberse cada momento de la vida por lo que pudiera pasar".

"Localicé a un doctor un tanto atípico, parecía más bien un locoplaya. Tocaba el saxofón y sus fotos en Nueva York decoraban su despacho. También tenía un póster colgado de la puerta de Jesucristo Superstar. Surrealista total.
Se peinaba y vestía un poco raro. Vamos, que era un cuadro de hombre. Eso sí, con las manos más mágicas que he conocido en mi vida después de las de mi padre. Él lo operó".

"En el verano del 98 empeoró bastante.
Sabíamos que el tren llegaba a su destino.
Todo a mi alrededor era un caos.
El cáncer siguió la ruta marcada por sus propias células hasta el punto de dejarlo paralítico. Lo terrible es que se dio cuenta. Su boca no se cerraba y su cabeza caía hacia un lado…
¿Qué hacer cuando la vulgaridad es una virtud universal?
¿Hay algo más vulgar que la muerte?".

"Sabía cuál iba a ser el desenlace; imaginar el mañana sin él era otra cosa. El 4 de febrero de 1999, exactamente, dio un suspiro, aunque recordaba más a un ronquido, el último, y su corazón dejó de latir para siempre.
Su muerte me robó la felicidad, me derrumbé y me obligó a preguntarme qué era ser feliz exactamente.
Un filósofo dijo una vez que la felicidad es la ausencia de dolor; hoy pienso que estaba en lo cierto. El eje de la felicidad está en la salud y en la victoria".

"Uno cree que ayuda a los demás pero no es cierto, son los demás, los enfermos, los que te ayudan a ti. Después de casi veinte años, no dejo de aprender a diario, el hospital ha sido una
escuela para mí.
Se aprende a ser mejor persona, a valorar lo que tienes, a relativizar los problemas. Toda esa gente a la que visitas (muchos de ellos saben que después de la quinta planta, paliativos, no hay más) te dan una silenciosa lección de generosidad y humanidad.
Te dicen… gracias.
Sientes el cariño de los enfermos extenuados, a quienes la vida se les escapa. Los visitas, les hablas, cuando pueden te escuchan, y sientes cómo te cogen de la mano, te la aprietan a modo de agradecimiento, en su cara se percibe una sonrisa, un gesto que apenas pueden esbozar por falta de
fuerza.
Al filo de la muerte es increíble lo que te dan, lo poco que reciben y lo mucho que te devuelven.
No existe ningún ánimo de lucro por ninguna de las partes, lo único que hay es un bálsamo en forma de… amor".

"No ha sido sencillo darse la vuelta y mirar los ojos de la verdad de la vida de mi abuela. Al fin y al cabo, es mi persona favorita en este mundo y, por más que lo he intentado, no ha habido manera de entrar por las páginas de este libro para ayudarle. La pena es que haya sufrido tanto mientras yo no existía".

"Yo creo que las mejores ideas nacen así, a lo tonto.
Un lápiz y un simple papel son suficientes para retenerlas una vez estalla la chispa, pero hay que saber construirla. Estoy contento con la manera en la que mi abuela no va a morir nunca".

"Por último, y si sirve de algo, pues no me considero capacitada para dar consejos: uno aprende a levantarse de sus propias caídas, ponerse tiritas y cortar el sangrado; de nada sirve que te digan lo que tienes que hacer".

"«Cuando la convivencia sea la ausencia de libertad, abre la puerta y vete.»".



Chris Pueyo

domingo, 9 de mayo de 2021

Citas: Fahrenheit 451 - Ray Bradbury

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"Cinco pequeños brincos y luego un gran salto. Cinco petardos y luego una explosión.Eso describe poco más o menos la génesis de Fahrenheit 451".


"El fanático incendiario de libros se da cuenta entonces de que todo el pueblo ha escondido los libros memorizándolos. ¡Hay libros por todas partes, escondidos en la cabeza de la gente! El hombre se vuelve loco, y la historia termina".

"Hace unos cuarenta y dos años, año más o año menos, un escritor amigo mío y yo íbamos paseando y charlando por Wilshire, Los Angeles, cuando un coche de policía se detuvo y un agente salió y nos preguntó qué estábamos haciendo.
—Poniendo un pie delante del otro —le contesté, sabihondo.
Ésa no era la respuesta apropiada.
El policía repitió la pregunta.
Engreído, respondí: —Respirando el aire, hablando, conversando, paseando.
El oficial frunció el ceño. Me expliqué.
—Es ilógico que nos haya abordado. Si hubiéramos querido asaltar a alguien o robar en una tienda, habríamos conducido hasta aquí, habríamos asaltado o robado, y nos habríamos ido en coche. Como usted puede ver, no tenemos coche, sólo nuestros pies.
—¿Paseando, eh? —dijo el oficial—. ¿Sólo paseando?
Asentí y esperé a que la evidente verdad le entrara al fin en la cabeza.
—Bien —dijo el oficial—. Pero, ¡qué no se repita!".

"Me senté y tres horas después advertí que me había atrapado una idea, pequeña al principio pero de proporciones gigantescas hacia el final. El concepto era tan absorbente que esa tarde me fue difícil salir del sótano de la biblioteca y tomar el autobús de vuelta a la realidad: mi casa, mi mujer y nuestra pequeña hija.
No puedo explicarles qué excitante aventura fue, un día tras otro, atacar la máquina de alquiler, meterle monedas de diez centavos, aporrearla como un loco, correr escaleras arriba para ir a buscar más monedas, meterse entre los estantes y volver a salir a toda prisa, sacar libros, escudriñar páginas, respirar el mejor polen del mundo, el polvo de los libros, que desencadena alergias literarias. Luego correr de vuelta abajo con el sonrojo del enamorado, habiendo encontrado una cita aquí, otra allá, que metería o embutiría en mi mito en gestación. Yo estaba, como el héroe de Melville, enloquecido por la locura. No podía detenerme. Yo no escribí Fahrenheit 451, él me escribió a mí. Había una circulación continua de energía que salía de la página y me entraba por los ojos y recorría mi sistema nervioso antes de salirme por las manos. La máquina de escribir y yo éramos hermanos siameses, unidos por las puntas de los dedos".

"Sólo resta mencionar una predicción que mi Bombero jefe, Beatty, hizo en 1953, en medio de mi libro. Se refería a la posibilidad de quemar libros sin cerillas ni fuego.
Porque no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe".

"Pues bien, al final lo que ustedes tienen aquí es la relación amorosa de un escritor con las bibliotecas; o la relación amorosa de un hombre triste, Montag, no con la chica de la puerta de al lado, sino con una mochila de libros. ¡Menudo romance!".

"—¿Lee alguna vez alguno de los libros que quema?
Él se echó a reír.
—¡Está prohibido por la ley!
—¡Oh! Claro…".

"—¿Es usted feliz? —preguntó.
—¿Que si soy qué? —replicó él".

"Montag sintió que su sonrisa desaparecía, se fundía, era absorbida por su cuerpo como una corteza de sebo, como el material de una vela fantástica que hubiese ardido demasiado tiempo para acabar derrumbándose y apagándose. Oscuridad. No se sentía feliz. No era feliz. Pronunció las palabras para sí mismo. Reconocía que éste era el verdadero estado de sus asuntos. Llevaba su felicidad como una máscara, y la muchacha se había marchado con su careta y no había medio de ir hasta su puerta y pedir que se la devolviera".

"El torrente sanguíneo de aquella mujer era nuevo y parecía haberla cambiado. Sus mejillas estaban muy sonrojadas y sus labios aparecían frescos y llenos de color, suaves y tranquilos. Allí había la sangre de otra persona. Si hubiera también la carne, el cerebro y la memoria de otro… Si hubiesen podido llevarse su cerebro a la lavandería, para vaciarle los bolsillos y limpiarlo a fondo, devolviéndolo como nuevo a la mañana siguiente… Si…".

"Pero por encima de todo — prosiguió diciendo Clarisse—, me gusta observar a la gente. A veces, me paso el día entero en el «Metro», y los contemplo y los escucho. Sólo deseo saber qué son, qué desean y adónde van".

"—Es… estaba, pensando sobre el fuego de la semana pasada. Sobre el hombre cuya biblioteca liquidamos. ¿Qué le sucedió?
—Se lo llevaron, chillando, al manicomio.
—Pero no estaba loco.
Beatty arregló sus naipes en silencio.
—Cualquier hombre que crea que puede engañar al Gobierno y a nosotros está loco.
—Trataba de imaginar —dijo Montag— qué sensación producía ver que los bomberos quemaban nuestras casas y nuestros libros.
—Nosotros no tenemos libros.
—Si los tuviésemos…
—¿Tienes alguno?
Beatty parpadeó lentamente.
—No".

"Montag dejó caer el libro.
Inmediatamente cayó otro entre sus brazos.
—¡Montag, sube!
La mano de Montag se cerró como una boca, aplastó el libro con fiera devoción, con fiera inconsciencia, contra su pecho. Los hombres, desde arriba, arrojaban al aire polvoriento montones de revistas que caían como pájaros asesinados, y la mujer permanecía abajo, como una niña, entre los cadáveres.
Montag no hizo nada. Fue su mano la que actuó; su mano, con un cerebro propio, con una conciencia y una curiosidad en cada dedo tembloroso, se había convertido en ladrona. En aquel momento metió el libro bajo su brazo, lo apretó con fuerza contra la sudorosa axila; salió vacía, con agilidad de prestidigitador".

"—Hoy es el día en que tienes el primer turno —dijo Mildred—. Hubieses debido marcharte hace dos horas. Acabo de recordarlo.
—No se trata sólo de la mujer que murió —dijo Montag—. Anoche, estuve meditando sobre todo el petróleo que he usado en los últimos diez años. Y también en los libros. Y, por primera vez, me di cuenta de que había un hombre detrás de cada uno de ellos. Un hombre tuvo que haberlo ideado. Un hombre tuvo que emplear mucho tiempo en trasladarlo al papel. Y ni siquiera se me había ocurrido esto hasta ahora.
Montag saltó de la cama.
—Quizás algún hombre necesitó toda una vida para reunir varios de sus pensamientos, mientras contemplaba el mundo y la existencia, y, entonces, me presenté yo y en dos minutos, ¡zas!, todo liquidado".

"—Déjame tranquila —dijo Mildred—. Yo no he hecho nada.
—¡Dejarte tranquila! Esto está muy bien, pero, ¿cómo puedo dejarme tranquilo a mí mismo? No necesitamos que nos dejen tranquilos. De cuando en cuando, precisamos estar seriamente preocupados. ¿Cuánto tiempo hace que no has tenido una verdadera preocupación? ¿Por algo importante, por algo real?".

"—La vida se convierte en una gran carrera, Montag. Todo se hace aprisa, de cualquier modo".

"Siempre se teme lo desconocido".

"Hemos de ser todos iguales. No todos nacimos libres e iguales, como dice la Constitución, sino todos hechos iguales. Cada hombre, la imagen de cualquier otro. Entonces todos son felices, porque no pueden establecerse diferencias ni comparaciones desfavorables".

"¡Ea! Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma. Domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo del hombre que leyese mucho? ¿Yo? No los resistiría ni un minuto".

"Y los libros no dicen nada. Nada que pueda enseñarse o creerse. Hablan de gente que existe, de entes imaginarios, si se trata de novelas. Y si no lo son, aún peor: un profesor que llama idiota a otro filósofo que critica al de más allá. Y todos arman jaleo, apagan las estrellas y extinguen el sol.
Uno acaba por perderse".

"—Sigamos trabajando —dijo Montag.
Mildred pegó una patada a un libro.
—Los libros no son gente. Tú lees y yo estoy sin hacer nada, pero no hay nadie.
Montag contempló la sala de estar, totalmente apagada y gris como las aguas de un océano que podían estar llenas de vida si se conectaba el sol electrónico".

"—¡Válgame Dios! —dijo Montag—. Siempre tantos chismes de ésos en el cielo.
¿Cómo diantres están esos bombarderos ahí arriba cada segundo de nuestras vidas?
¿Por qué nadie quiere hablar acerca de ello? Desde 1960, iniciamos y ganamos dos guerras atómicas. ¿Nos divertimos tanto en casa que nos hemos olvidado del mundo?
¿Acaso somos tan ricos y el resto del mundo tan pobre que no nos preocupamos de ellos? He oído rumores. El mundo padece hambre, pero nosotros estamos bien alimentados. ¿Es cierto que el mundo trabaja duramente mientras nosotros jugamos?
¿Es por eso que se nos odia tanto? También he oído rumores sobre el odio, hace muchísimo tiempo. ¿Sabes tú por qué? ¡Yo no, desde luego! Quizá los libros puedan sacarnos a medias del agujero. Tal vez pudieran impedirnos que cometiéramos los mismos funestos errores. No esos estúpidos en tu sala de estar hablando de, Dios,
Millie, ¿no te das cuenta? Una hora al día, horas con estos libros, y tal vez…".

"—No hablo de cosas, señor —dijo Faber—. Hablo del significado de las cosas.
Me siento aquí y sé que estoy vivo".

"—El libro… ¿Dónde lo ha…?
—Lo he robado.
Por primera vez, Faber enarcó las cejas y miró directamente al rostro de Montag.
—Es usted valiente".

"—¿Cómo ha recibido esta conmoción? ¿Qué le arrancado la antorcha de las manos?
—No lo sé. Tenemos todo lo necesario para ser felices, pero no lo somos. Falta algo. Miré a mi alrededor. Lo único que me constaba positivamente que había desaparecido eran los libros que he ayudado a quemar en diez o doce años. Así, pues, he pensado que los libros podrían servir de ayuda.
—Es usted un romántico sin esperanza —dijo Faber—. Resultaría divertido si no fuese tan grave. No son libros lo que usted necesita, sino alguna de las cosas que en un tiempo estuvieron en los libros".

"Los libros sólo eran un tipo de receptáculo donde almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar. No hay nada mágico en ellos. La magia sólo está en lo que dicen los libros, en cómo unían los diversos aspectos del Universo hasta formar un conjunto para nosotros".

"»Primera: ¿Sabe por qué libros como éste son tan importantes? Porque tienen calidad. Y, ¿qué significa la palabra calidad? Para mí, significa textura. Este libro tiene poros, tiene facciones. Este libro puede colocarse bajo el microscopio. A través de la lente encontraría vida, huellas del pasado en infinita profusión. Cuantos más poros, más detalles de la vida verídicamente registrados puede obtener de cada hoja de papel, cuanto más «literario» se vea. En todo caso, ésa es mi definición. Detalle revelador. Detalle reciente. Los buenos escultores tocan la vida a menudo. Los mediocres sólo pasan apresuradamente la mano por encima de ella. Los malos violan y la dejan por inútil".

"»¿Se dan cuenta, ahora, de por qué los libros son odiados y temidos? Muestran los poros del rostro de la vida. La gente comodona sólo desea caras de luna llena, sin poros, sin pelo, inexpresivas. Vivimos en una época en que las flores tratan de vivir de flores, en lugar de crecer gracias a la lluvia y al negro estiércol. Incluso los fuegos artificiales, pese a su belleza, proceden de la química de la tierra. Y, sin embargo, pensamos que podemos crecer, alimentándonos con flores y fuegos artificiales, sin completar el ciclo, de regreso a la realidad".

"El televisor es «real». Es inmediato, tiene dimensión. Te dice lo que debes pensar y te lo dice a gritos. Ha de tener razón. Parece tenerla. Te hostiga tan apremiantemente para que aceptes tus propias conclusiones, que tu mente no tiene tiempo para protestar, para gritar: «¡Qué tontería!»".

"—Puedo conseguir libros.
—Corre usted un riesgo.
—Eso es lo bueno de estar moribundo. Cuando no se tiene nada que perder, pueden correrse todos los riesgos".

"Los libros están para recordarnos lo tontos y estúpidos que somos".

"Ambos se quedaron mirando el libro que había en la mesa.
—He tratado de recordar —dijo Montag—. Pero ¡diablo!, en cuanto vuelvo la cabeza, lo olvido. ¡Dios! ¡Cuánto deseo tener algo que decir al capitán! Ha leído bastante, y se sabe todas las respuestas, o lo parece. Su voz es como almíbar. Temo que me convenza para que vuelva a ser como era antes. Hace sólo una semana, mientras rociaba con petróleo unos libros, pensaba: «¡Caramba, qué divertido!»
El viejo asintió con la cabeza.
—Los que no construyen deben destruir. Es algo tan viejo como la Historia y la delincuencia juvenil.
—De modo que eso es lo que yo soy.
—En todos nosotros hay algo de ello".

"—Todos hacemos lo que debemos hacer —dijo Montag".

"La puerta se abrió y se cerró. Montag se encontró otra vez en la oscura calle, frente al mundo".

"Montag no habló, y contempló los rostros de las mujeres, del mismo modo que, en una ocasión, había observado los rostros de los santos en una extraña iglesia en que entró siendo niño. Los rostros de aquellos muñecos esmaltados no significaban nada para él, pese a que les hablaba y pasaba muchos ratos en aquella iglesia, tratando de identificarse con la religión, de averiguar qué era la religión, intentando absorber el suficiente incienso y polvillo del lugar para que su sangre se sintiera afectada por el significado de aquellos hombres y mujeres descoloridos, con los ojos de porcelana y los labios rojos como rubíes. Pero no había nada, nada; era como un paseo por otra tienda, y su moneda era extraña y no podía utilizarse allí, y no sentía ninguna emoción, ni siquiera cuando tocaba la madera, el yeso y la arcilla".

"Mildred mostró una radiante sonrisa.
—Será mejor que te apartes de la puerta, Guy, y no nos pongas nerviosas.
Pero Montag se marchó y regresó al instante con un libro en la mano.
—¡Guy!
—¡Maldito sea todo, maldito sea todo, maldito sea!
—¿Qué tienes ahí? ¿No es un libro? Creía que, ahora, toda la enseñanza especial se hacía mediante películas. —Mrs. Phelps parpadeó—. ¿Está estudiando la teoría de los bomberos?
—¡Al diablo la teoría! —dijo Montag—. Esto es poesía".

"Oh, amor, seamos sinceros el uno con el otro. Por el mundo que parece extenderse ante nosotros como una tierra de ensueños, tan diversa, tan bella, tan nueva, sin tener en realidad ni alegría, ni amor, ni luz, ni certidumbre, ni sosiego, ni ayuda en el dolor".

"Dos veces en media hora, Montag tuvo que dejar la partida e ir al lavabo a lavarse las manos. Cuando regresaba, las ocultaba bajo la mesa. Beatty se echó a reír.
—Muéstranos tus manos, Montag. No es qué desconfiemos de ti, compréndelo, pero…
Todos se echaron a reír.
—Bueno —dijo Beatty—, la crisis ha pasado y está bien. La oveja regresa al redil. Todos somos ovejas que alguna vez se han extraviado. La verdad es la verdad.
Al final de nuestro camino, hemos llorado. Aquellos a quienes acompañan nobles sentimientos nunca están solos, nos hemos gritado. Dulce alimento de sabiduría manifestada dulcemente, dijo Sir Philip Sidney. Pero por otra parte: Las palabras son como hojas, y cuanto más abundan raramente se encuentra debajo demasiado fruto o sentido, Alexander Pope".

"—Montag, aquí Faber. ¿Me oye? ¿Qué ocurre?
—Esto me ocurre a mí —dijo Montag.
—¡Qué terrible sorpresa! —dijo Beatty—. Porque actualmente todos saben, están totalmente seguros, de que nunca ha de ocurrirme a mí. Otros mueren y yo adelante.
No hay consecuencias ni responsabilidades. Pero sí las hay. Mas no hablemos de ellas, ¿eh? Cuando compruebas las consecuencias, ya es demasiado tarde, ¿verdad, Montag?".

"—¿Qué hay en el fuego que lo hace tan atractivo? No importa la edad que tengamos, ¿qué nos atrae hacia él? —Beatty apagó de un soplo la llama y volvió a encenderla—. Es el movimiento continuo, lo que el hombre quiso inventar, pero nunca lo consiguió. O el movimiento casi continuo. Si se la dejara arder, lo haría durante toda nuestra vida. ¿Qué es el fuego? Un misterio. Los científicos hablan mucho de fricción y de moléculas. Pero en realidad no lo saben. Su verdadera belleza es que destruye responsabilidad y consecuencias. Si un problema se hace excesivamente pesado, al fuego con él. Ahora, Montag, tú eres un problema. Y el fuego te quitará de encima de mis hombros, limpia, rápida, seguramente. Después, nada quedará enraizado. Antibiótico, estético, práctico".

"Y lanzó una andanada a cada una de las tres paredes desnudas y el vacío pareció sisear contra él. La desnudez produjo un siseo mayor, un chillido insensato. Montag trató de pensar en el vacío sobre el que había actuado la nada, pero no pudo. Contuvo el aliento para que el vacío no penetrara en sus pulmones. Eliminó aquella terrible soledad, retrocedió y dirigió una enorme y brillante llamarada amarillenta a toda la habitación".

"Montag llegó al patio posterior Y al callejón. 
«Beatty —pensó—, ahora no eres un problema. Siempre habías dicho: “No te enfrentes con un problema, quémalo.” Bueno, ahora he hecho ambas cosas. Adiós, capitán»".

"—¿Sabe que ha estallado la guerra?
—Lo he oído decir.
—¿Verdad que resulta curioso? —dijo el anciano—. La guerra nos parece algo remoto porque tenemos nuestros propios problemas".

"—¡Pero si lo he olvidado!
—No, nada queda perdido para siempre. Tenemos sistemas de refrescar la memoria.
—¡Pero si ya he tratado de recordar!
—No lo intente. Vendrá cuando lo necesitemos. Todos nosotros tenemos memorias fotográficas, pero pasamos la vida entera aprendiendo a olvidar cosas que en realidad están dentro".

"Mientras andaban, Montag fue escrutando un rostro tras de otro.
—No juzgue un libro por su sobrecubierta —dijo alguien.
Y todos rieron silenciosamente, mientras se movían río abajo".

"Montag se volvió a mirar hacia atrás.
«¿Qué diste a la ciudad, Montag?»
«Ceniza.»
«¿Qué se dieron los otros mutuamente?»
«Nada.»
Granger permaneció con Montag, mirando hacia atrás.
—Cuando muere, todo el mundo debe dejar algo detrás, decía mi abuelo. Un hijo, un libro, un cuadro, una casa, una pared levantada o un par de zapatos. O un jardín plantado. Algo que tu mano tocará de un modo especial, de modo que tu alma tenga algún sitio a donde ir cuando tú mueras, y cuando la gente mire ese árbol, o esa flor, que tú plantaste, tú estarás allí. «No importa lo que hagas —decía—, en tanto que cambies algo respecto a como era antes de tocarlo, convirtiéndolo en algo que sea como tú después de que separes de ellos tus manos. La diferencia entre el hombre que se limita a cortar el césped y un auténtico jardinero está en el tacto. El cortador de césped igual podría no haber estado allí, el jardinero estará allí para siempre»".

"»Cuando en la oscuridad olvidamos lo cerca que estamos del vacío —decía mi abuelo— algún día se presentará y se apoderará de nosotros, porque habremos olvidado lo terrible y real que puede ser.» ¿Se da cuenta? —Granger se volvió hacia Montag—. El abuelo lleva muchos años muerto, pero si me levantara el cráneo, ¡por Dios!, en las circunvoluciones de mi cerebro encontraría las claras huellas de sus dedos. Él me tocó".

"«Llena tus ojos de ilusión —decía—. Vive como si fueras a morir dentro de diez segundos. Ve al mundo. Es más fantástico que cualquier sueño real o imaginario. No pidas garantías, no pidas seguridad. Nunca ha existido algo así.
Y, si existiera, estaría emparentado con el gran perezoso que cuelga boca abajo de un árbol, y todos y cada uno de los días, empleando la vida en dormir. Al diablo con esto —dijo—, sacude el árbol y haz que el gran perezoso caiga sobre su trasero»".

"Una vez soltadas las bombas, ya no hubo nada más. Luego, tres segundos completos, un plazo inmenso en la Historia, antes de que las bombas estallaran, las naves enemigas habían recorrido la mitad del firmamento visible, como balas en las que un salvaje quizá no creyese, porque eran invisibles; sin embargo, el corazón es destrozado de repente, el cuerpo cae despedazado y la sangre se sorprende al verse libre en el aire; el cerebro desparrama sus preciosos recuerdos y muere".

"Montag miró hacia el río. «Iremos por el río. —Miró la vieja vía ferroviaria—. O iremos por ella. O caminaremos por las autopistas y tendremos tiempo de asimilarlo todo. Y algún día, cuando lleve mucho tiempo sedimentado en nosotros, saldrá de nuestras manos y nuestras bocas. Y gran parte de ella estará equivocado, pero otra será correcta. Hoy empezaremos a andar y a ver mundo, y a observar cómo la gente anda por ahí y habla, el verdadero aspecto que tiene. Quiero verlo todo. Y aunque nada de ello sea yo cuando entren, al cabo de un tiempo, todo se reunirá en mi interior, y será yo. Fíjate en el mundo, Dios mío, Dios mío. Fíjate en el mundo, fuera de mí, más allá de mi rostro, y el único medio de tocarlo verdaderamente es ponerlo allí donde por fin sea yo, donde esté la sangre, donde recorra mi cuerpo cien mil veces al día. Me apoderaré de ella de manera que nunca podrá escapar. Algún día, me aferraré con fuerza al mundo. Ahora tengo un dedo apoyado en él. Es un principio»".

"Granger miró la hoguera.
—Fénix.
—¿Qué?
—Hubo un pajarraco llamado Fénix, mucho antes de Cristo. Cada pocos siglos encendía una hoguera y se quemaba en ella. Debía de ser primo hermano del Hombre. Pero, cada vez que se quemaba, resurgía de las cenizas, conseguía renacer.
Y parece que nosotros hacemos lo mismo, una y otra vez, pero tenemos algo que el Fénix no tenía. Sabemos la maldita estupidez que acabamos de cometer. Conocemos todas las tonterías que hemos cometido durante un millar de años, y en tanto que recordemos esto y lo conservemos donde podamos verlo, algún día dejaremos de levantar esas malditas piras funerarias y a arrojamos sobre ellas. Cada generación habrá más gente que recuerde".

"—Ahora, vámonos río arriba —dijo George—. Y tengamos presente una cosa: no somos importantes. No somos nada. Algún día, la carga que llevamos con nosotros puede ayudar a alguien. Pero incluso cuando teníamos los libros en la mano, mucho tiempo atrás, no utilizamos lo que sacábamos de ellos".

"Y cuando le llegara el turno, ¿qué podría decir, qué podría ofrecer en un día como aquél, para hacer el viaje algo más sencillo? Hay un tiempo para todo. Sí.
Una época para derrumbarse, una época para construir. Sí. Una hora para guardar silencio y otra para hablar. Sí, todo. Pero, algo más. ¿Qué más? Algo, algo…
Y, a cada lado del río, había un árbol de la vida… con doce clases distintas de frutas, y cada mes entregaban su cosecha; y las hojas de los árboles servían para curar a las naciones.
«Sí —pensó Montag—, eso es lo que guardaré para mediodía. Para mediodía…»
«Cuando alcancemos la ciudad»".


Ray Bradbury