martes, 11 de mayo de 2021

Citas: Catedrales - Claudia Piñeiro

x

"No creo en Dios desde hace treinta años. Para ser precisa, debería decir que hace treinta años me atreví a confesarlo. Tal vez no creía desde tiempo antes.
No se abandona “la fe” de un día para otro. Al menos no fue así para mí.
Aparecieron algunas señales, síntomas menores, detalles que, al principio,
preferí ignorar. Como si estuviera germinando dentro de mí una semilla que, tarde o temprano, reventaría y abriría la tierra para salir a la superficie como un tallo verde, tierno, débil aún, pero decidido a crecer y gritar a quien quisiera oírlo: “No creo en Dios”.

"Mis padres me invitaron a unirme en la oración junto al cajón cerrado. Me negué. Insistieron, me dijeron que me haría bien, me preguntaron por qué no quería rezar. Evité una o dos veces la pregunta hasta que por fin respondí: “Porque no creo en Dios”. Lo dije muy bajo y con la cabeza gacha.
Levanté la mirada, todos tenían los ojos clavados en mí: lo repetí en voz alta.
Mi madre se acercó, me tomó del mentón, me forzó a mirarla a los ojos y me hizo decirlo una vez más. Como Pedro, pero convencida y sin vuelta atrás, negué mi fe por tercera vez. “Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces”, Mateo 26:75".

"Aprendí esa misma tarde que “ateo” es una mala palabra.
Y que la mayoría de los creyentes puede convivir con quienes creen en otros dioses, pero no con quienes no creen en dios alguno. Lo digan de manera directa o con eufemismos, es evidente que consideran que los ateos somos personas “falladas”. Más aún, hay quienes hasta concluyen que la imposibilidad de tener fe religiosa trae como consecuencia un grado de maldad inevitable: una persona que no cree en ningún dios no puede ser una buena persona".

"Negué mi fe por cuarta vez, ni Pedro se atrevió a tanto".

"Pero a partir de ese día dejé de ir a misa, dejé de rezar, nunca más me colgué un crucifijo ni siquiera de adorno, nunca más le conté supuestos pecados a un sacerdote para luego poder recibir una hostia que no puede ser el cuerpo de nadie. Abandoné una neurosis colectiva, me declaré atea. Y me sentí libre.
Sola, rechazada, pero libre".

"Me fui de mi casa, de mi ciudad, de mi país, de mi vida anterior. Empecé una nueva a miles de kilómetros de distancia, en Santiago de Compostela. Ana había visto un documental sobre el
Camino de Santiago y soñaba con que algún día hiciéramos juntas ese recorrido; apenas estábamos saliendo de la adolescencia, un viaje de ese tipo recién lo podríamos haber hecho cuando trabajáramos, cuando pudiéramos ahorrar para un pasaje, cuando fuéramos “grandes”. Pero a ella no le permitieron ser grande, y yo crecí de golpe aquel día".

"Aun sabiendo que mi hermana estaba mal, decidí dormir. No me parecía tan grave que se hubiera enamorado, a los diecisiete años, de un hombre que iba a ser cura y ni sabía el nombre de ninguna de nosotras. Peor era enamorarse de alguien libre para quererte y que miraba para otro lado, como me sucedía a mí en aquella época".

"—Pusimos un especialista a investigar qué puede haber pasado. Sabemos que está vivo, y eso es lo importante. Nos preocupa que haya tenido algún tipo de trastorno. Es un chico muy sensible. Y a veces la gente demasiado sensible camina por una cornisa muy fina entre la realidad y sus pensamientos".

"—Y que compraba libros, algo también usual en él, que lee casi enfermizamente —dijo Carmen, y me pregunté qué enfermedad se imaginaría. ¿Qué sería para ella “leer enfermizamente”? ¿Cuántas horas por día? ¿Cuántos libros por mes? ¿Sería consciente de que me lo estaba diciendo a mí, que soy librera?".

"—¿Entonces? —dije.
—¿Sabés donde está nuestro hijo? —preguntó Carmen, ahora sin rodeos.
—Me acabo de enterar de que tenés un hijo. Si vino a esta librería, jamás se presentó. Tal vez, ni siquiera sepa que este lugar le pertenece a una hermana de su madre. Puede haberlo traído la casualidad, el azar.
—Claro, evaluamos esa posibilidad —dijo Carmen—. Que Dios lo haya puesto en tu camino.
—Quizás Dios quería que nos volviéramos a ver, Lía —agregó Julián.
—No creo en Dios, los dos lo saben.
—Tal vez…
—No creo en Dios —repetí antes de que agregaran nada. Y no hizo falta ni tercera ni cuarta negación porque fui enfática y rotunda, así que no insistieron".

"Más allá del dolor por la muerte de mi padre y del odio por la actitud de mi hermana, debía reconocer su coherencia: Carmen seguía siendo Carmen.
Ella no había venido a hablarme de nuestro padre, sino de su hijo; y había traído las cenizas como quien trae alfajores de la Argentina a quien le cae de visita, casi una gentileza por el tiempo que le dediqué".

"—Estaba enfermo, ¿no lo sabías? —preguntó Carmen.
—No, no sabía —respondí.
—Cáncer. Un tumor en la cabeza que lo mató muy rápido y, lo que es peor, le hizo no ser él los últimos tiempos —dijo mi hermana.
—¿Cómo “no ser él”?
—Desvariar, decir cosas sin sentido, mentir. No era a propósito, fue el tumor.
—No sabía. Lo siento mucho.
—Claro, cómo vas a saber. Es lo que pasa cuando alguien se va y corta lazos, hay cosas de las que, para bien y para mal, no se entera —concluyó".

"Allí, en esos textos, aprendimos a sentirnos cerca uno del otro, pero sin riesgo de hacernos daño; allí nos seguíamos queriendo al resguardo de testigos".

"De allí somos, de donde florece o da fruto cada palabra".

"El Parque de la Alameda, ese parque que siento mi jardín, también las ostenta con orgullo. Le mandé a mi padre un plano con la localización exacta de las buganvillas. “Santarritas”, me respondió él. Yo había perdido la palabra con la que se las conocía en el lugar donde nací y viví hasta los veintiún años, él quería que la recuperara.
¿Cuántas otras palabras habré perdido? ¿A qué lugar de la memoria irán a parar las palabras olvidadas? No era consciente de esa pérdida hasta que me lo hizo notar mi padre".

"Es una pedantería involuntaria. Necesito protegerme. En especial de las miradas. “El infierno es la mirada de los otros”, tengo tatuada la frase de Sartre en la muñeca izquierda, describiendo el recorrido de una pulsera.
Yo prefiero espantar a agradar, corro menos riesgos.
El caso de mi madre me es indescifrable".

"Creo que Susana sabía nuestros planes, quizás el abuelo le dijo, hay secretos difíciles de guardar".

"La muerte de mi abuelo no me tomó por sorpresa en cuanto al hecho, sí en cuanto a la oportunidad. Teníamos conciencia absoluta de su muerte cercana: sabíamos que iba a morir, no sabíamos cuándo. Porque morir, vamos a morir todos. Yo también pero, como apenas paso los veinte, tengo permitido no
pensar en eso. De cualquier modo, no me tomo ese permiso, pienso en mi muerte. No como algo inminente, sino como algo certero e impredecible. A mis padres les encanta la frase: “Vos tenés la vida entera por delante”. ¿Una vida de qué duración? Ese es el punto. ¿Horas, días, semanas, años?".

"Hay lugares en donde es más difícil sobrevivir: en un desierto, en una isla inhabitada, en el pico de una montaña, en Marte, en un país en guerra, en la selva. En mi familia".

“Intentá ser feliz sin mentiras ni delirios”, escribió el abuelo en la carta dirigida a mí, la que podía leer solo. Que hubiera elegido el verbo intentar me resultó clave: no me exigía “sé feliz”, me pedía que tratara de serlo".

"El abuelo me hizo prometerle que, cuando él no estuviera, yo cumpliría el recorrido que dibujamos juntos, el de las catedrales más lindas de Europa. Ese camino me llevaría hacia donde él quería que fuera: al encuentro con la hija que más extrañaba. La extrañaba incluso más que a Ana, tal vez porque echar de menos a alguien vivo tiene más sentido que hacerlo con un muerto. La muerte pide resignación, la ausencia no".

"Frente a algunas de ellas, pude entender lo que sienten otros. Más aún, frente a Santa Maria del Fiore me desvanecí. Esa iglesia tiene una belleza brutal. Desperté atendido por unos turistas que diagnosticaron síndrome de Stendhal; hablaban un inglés que no era su lengua madre y, gracias a eso, a que lo chapuceaban con el mismo desparpajo que yo, es que les entendí mejor que a otros. Me contaron que iguales síntomas fueron lo que sintió el escritor francés al salir de la Iglesia de la Santa Cruz, también en Florencia: palpitaciones, mareos, confusión, vértigo. Intolerancia a tanta belleza, una belleza que abruma.
Habría sido imposible sentir lo mismo al dibujarla, solo fue posible padecer frente a ella".

"Algo así me pasa cuando estoy delante de una mujer, en especial si me gusta demasiado. Han sido pocas, hasta ahora. Me cuesta dejar que mi cuerpo sienta frente a ellas. Me da miedo. En alguna época pensé que quizá yo fuera gay.
Me obligué a considerarlo. Y no, al menos hasta hoy, quienes me atraen sexualmente siempre son mujeres. Me atraen, pero me aterran. No sé abordarlas. Como si estuviera a punto de sumergirme en un túnel que me llevara no sé adónde y de donde no hubiera retorno".

"En general, cuando sospecho que puede pasar algo así con una mujer, pongo una barrera entre los
dos. Más que una barrera, es un vidrio blindado que la chica no ve y que a mí me deja a salvo. No de ella, sino de sentir. Las pocas veces que no llegué a tiempo para blindarme antes de que me latiera el cuerpo, me sentí confundido, mareado, y no pude abordar a la que me provocó el efecto. Como cuando estuve frente a la Catedral de Florencia. Otras veces me abordaron ellas, y terminó del mismo modo. Las contadas ocasiones en que estuve en una cama con una chica, desnudos, excitados, a la gran erección inicial le siguió la imposibilidad de penetrarla y la desazón. Fin. Luego quedé asustado por largo tiempo como para que me dieran ganas de volver a intentarlo. Por momentos me da miedo de que un día, cansado de probarme a mí mismo y fracasar, ya no lo vuelva a intentar".

"No sé cuánto tienen que ver mis padres con esta dificultad, no sé cuánto tiene que ver la religión que abandoné, ni la cicatriz. ¿Importa por qué padecemos lo que padecemos?".

"Miré detrás de mí, buscando qué me detenía; tiré de la campera para tratar de soltarme, la estatua empezó a tambalearse y cayó.
Fondo negro, oscuridad. Y luego una pantalla en blanco.
Hasta ahí, el recuerdo. Antes de eso, todo; después de eso, nada. O poco.
Y a veces, por un rato; luego, el olvido. Luego".

"Hasta que, poco a poco, harta de que no me prestaran atención, fui guardando la verdad para mí. Con el tiempo, aquello que solo yo sabía se convirtió en silencio. El pasado, en silencio; el presente, en olvido; el futuro, en vacío".

"Aquel día, en ese consultorio, tomé la que sería mi primera libreta sin saber por qué o para qué. El neurólogo me miró con gravedad y dijo: “No voy a mentirte. A partir de ahora, lo que no quieras olvidar lo vas a tener que anotar, ¿está claro? Escribí lo que voy a decirte”, ordenó y luego dictó: “Para recordar, debo anotar”. Y yo anoté. “Quizás logres recuperar algunos recuerdos, los caminos que recorre la información son diversos, hay atajos.
Solo el camino principal está roto”.

"Aun amnésica, evocar o fingir".

"No puedo volver el tiempo atrás, ni pude entonces. Teníamos diecisiete años, sabíamos demasiado poco de la vida y del amor. Menos aún de la muerte".

"Lo que apuntó mi madre también está abrochado como precuela. Creo que, más que hacerlo para que yo conservara parte de mi historia clínica, lo hizo para dejar evidencia de que ella y mi padre habían intentado todo camino posible para ayudarme a recordar. Debe de ser duro cargar con los vacíos de los hijos".

"Nadie que no haya sufrido el malestar que yo sufro puede juzgarme: es desesperante querer contar algo y no encontrar la imagen o la palabra que haga encajar las piezas. Uno va a buscar allí donde antes había recuerdos y solo encuentra vacío, una pantalla blanca donde no se proyecta nada".

“¿Él no te quiere?”, preguntaba yo, avanzando solo hasta donde ella me dejaba. “Me quiere, pero no me puede querer”, me contestaba mi amiga. Y yo sufría con ella, aunque no entendía bien por qué no se puede querer a alguien a quien se quiere".

"Yo, como lo que fue para mí, no solo mi mejor amiga, mi compañía entrañable en aquellos años en que pude almacenar recuerdos, sino la única persona a la que elegí amar. A mi madre y a mi padre los quería y los quiero; claro que en ese amor no hay elección. A Ana la elegí yo. El amor que está en
los cimientos de esa amistad es todo el amor que pude conocer. En cambio, sé que el amor de pareja no me será posible nunca. Enamorarse lleva tiempo y en ese tiempo se evaporan mis recuerdos. Para enamorarse, hay que tener memoria. A veces finjo que estoy enamorada del fisioterapista, o del
psicólogo que viene dos veces por semana a entrenarme con ejercicios
conductistas para compensar la memoria que no tengo. Pero ni siquiera sé si esas personas son siempre las mismas porque, cada vez que las veo, se tienen que presentar y decir quiénes son, como si no lo hubieran hecho antes.
¿Cuántos entrenadores, psicólogos, fisiatras o terapistas han pasado por mi vida en estos años sin que yo advirtiera la diferencia entre unos y otros? No lo sé. Lo que sí sé es que mi relación con los auxiliares de la medicina resultó la relación más estable que he mantenido con nadie".

“La verdad que se nos niega duele hasta el último día”.

"—…
—No, no soy criminólogo, sino criminalista. Dos cosas bien distintas.
—…
—¡Señor Sardá, por favor, no se disculpe! La mayoría de la gente se confunde, hasta los que se anotan para estudiar esas carreras. Despreocúpese.
—…
—Exactamente, el criminólogo estudia por qué se cometen determinados crímenes en una sociedad, estudia el hecho en conjunto, no un caso particular; su objetivo principal es lograr que, a la larga, ese delito pueda prevenirse. En cambio, la materia de estudio de un criminalista es un caso concreto; debe analizar la escena del crimen, recolectar las pruebas y otras cuestiones que ayuden a determinar, en esa situación específica y única, quién mató y por qué. Quién mató y por qué, that is the question, como diría Shakespeare".

"—“NN. s/homicidio calificado. Víctima: Ana Sardá”. Cómo no me voy a acordar. Hay partes de la causa que las recuerdo de memoria.
—…
—Dígame, sí.
—…
—No, no todo. Algunos detalles los tengo borrosos, otros grabados a fuego. A fuego.
—…
—¡Ay, perdón! ¡Perdón por esa metáfora tan poco feliz! No, si yo soy una bestia. Los criminalistas terminamos muy insensibles al dolor ajeno".

"Todavía no me repongo del todo. La soledad me pesa; era un alivio después de la jornada de trabajo entrar a la casa y encontrarme con el bullicio de la gente viva, estar rodeado de los míos, oler la comida que se calentaba en el horno, que alguno de mis hijos me diera un beso, un abrazo. Un remanso. Un oasis en medio del desierto. Ese era mi antídoto contra la cercanía diaria de la muerte. Me quedé sin refugio: entre mi vida y la muerte ajena ya no hubo barrera de contención. Ahora paso de un lado a otro sin darme cuenta. A veces temo quedarme del lado equivocado".

"Es verdad que el trabajo es mi pasión y ocupa un lugar muy importante dentro de mis intereses. Ella me había conocido así.
Incluso se había mostrado muy atenta cuando yo le contaba detalles de lo que estudiaba, mientras hacía la carrera; una vez, hasta me hizo recitarle las distintas etapas del rigor mortis como si fuera un poema (“Fase de instauración, fase de estado, fase de resolución/Fase de instauración, fase de estado, fase de resolución”)".

"Los criminalistas hacemos apología del detalle, no aseveramos nada sin prueba objetiva. No damos por supuesto, confirmamos.
Por ejemplo, si vemos una mancha roja, no vemos sangre sino “tejido hemático”. Si es sangre, lo dirá el laboratorio".

"Hasta debo reconocer que me seduce más esta nueva mujer que veo hoy, que aquella que conocí en mi juventud. Sin embargo, abordarlas es otra cosa. Me siento atraído, y cuando pienso en dar el siguiente paso, me frunzo. ¿Qué, si me quedo pagando? ¿Qué, si digo?: “Linda, ¿querés tomar algo conmigo?”, y me contestan: “«Linda» ¿las pelotas”? Están raras, poderosas pero raras, impredecibles".

"En eso andaba yo aquella tarde de primavera, dando por terminada la tarea de hacerles comprender que no son tres dioses, sino uno, y empezando a hablarles de los dones del Espíritu Santo, cuando apareció Carmen. Y fue como si hubiera tocado tierra un huracán. Golpeó la puerta y entró en un mismo acto, sin esperar a que le dieran permiso. Dijo: “Me llevo una silla”. Y eso hizo, avanzó, tomó una silla y se fue. Yo quedé suspendido en el aire, me sentí inmovilizado, como si esa mujer me hubiera hechizado".

"En un claro del monte, ella se detuvo a buscar dónde estaba la luna: el perfil de su cara se iluminó al encontrarla. Carmen miraba el cielo, y yo la miraba a ella. Cuando, por fin, bajó la vista, estábamos demasiado cerca uno del otro. La besé. Sin pensarlo, sin ser consciente de qué estaba haciendo, solo guiado por el deseo, por la necesidad física de sentir su boca, su cuerpo".

“El amor también es sacrificarse por el otro”, dijo".

"Ella no quitaba sus ojos de los míos. “Me siento culpable, habrías sido un gran sacerdote”, me dijo.
“No es cierto, no podría haberlo sido. Estoy destinado al amor de una mujer; y esa mujer, no tengo ninguna duda, sos vos”. En silencio, sostuvimos la mirada; nuestros corazones latían cada vez más fuerte, pero seguimos sin tocarnos. Contuvimos el deseo como una ofrenda al otro y a Dios. Y aquella tarde sellamos nuestro amor para siempre".

"Gritaba que le resultaba “aberrante”, “monstruoso” cortar en pedazos a Ana. A mí también, ¿o qué se creía? No se trataba de descuartizar a mi hermana por placer, como puede hacer un psicópata que disfruta en cada corte. Ni tampoco se trataba de cortarla para tapar un crimen, como puede especular un asesino. Se trataba, sí, de ocultar por qué murió, una muerte que no habíamos provocado nosotros, pero cuyo motivo, de salir a la luz, solo traería más dolor. Trozarla era, simplemente, una cuestión práctica. “¿Y qué otra alternativa se te ocurre?”, le pregunté a Julián cuando se recuperó de mi cachetada. No respondió.
“¿Ves?”, dije, y al rato agregué: “No es Ana, tenés que pensarlo así. Ana ya no está”. Julián siguió sin contestar, agachó la cabeza y, falto del valor suficiente, clavó la vista en sus zapatos para no mirar el cuerpo de mi hermana envuelto en frazadas. “Eso que vemos es apenas su envase, la parte menos importante de lo que somos, lo que se deshecha cuando nos vamos.
¿Estamos de acuerdo?”, le pregunté para obligarlo a responder. Julián asintió con la cabeza sin mirarme".

"Nos habían quedado algunas conversaciones pendientes, traté de continuarlas, pero verán que tampoco concluyen en esas cartas. Quién les dice, a lo mejor algún día volvemos a conversar. Y si ustedes, mis queridos ateos, después de leer la oración anterior se quieren reír de mí, adelante, que la risa nos salva más que cualquier religión".

"El daño que se puede hacer al otro cuando no lo dejamos elegir más camino que aquel que nosotros creemos correcto".

"Y, por último, la fe. Sé que los dos son ateos. Hemos compartido lecturas que yo mismo les recomendé. Me alegro de que hayan tomado la decisión de cortar con las cadenas a las que estaban atados por mandato de una religión que les impuso nuestra familia. Hay que ser valiente para no creer en nada, yo estoy orgulloso de ustedes. Los admiro. Así y todo, antes de partir, debo confesarles que, aunque desde la razón me digo que no existe dios alguno, a veces dudo. O quiero dudar. Tal vez, si tuviera otra edad, o si no me hubieran diagnosticado un cáncer que me acerca cada día un poco más a la muerte, yo también me podría declarar ateo. Pero no lo hice a su tiempo, y hoy tengo ochenta años. Y me voy a morir en pocos días. Entonces, necesito creer.
Deseo creer.
Quizás la fe sea otra trampa ingenua, en una vida sostenida por distintas trampas ingenuas".





Claudia Piñeiro

No hay comentarios.:

Publicar un comentario