martes, 28 de julio de 2020

Citas: La joven de la perla - Tracy Chevalier

"—Veo que has separado las blancas —dijo, señalando los nabos y las cebollas.
Y el naranja y el morado tampoco van juntos. ¿Por qué? —cogió un trocito de col roja y una rodaja de zanahoria y los agitó entre sus manos, como si fueran dados.
Yo miré a mi madre, que movió la cabeza en un leve gesto de asentimiento.
—Los colores se pelean cuando los pones juntos, señor.
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Arqueó las cejas, como si no hubiera esperado esa respuesta".

"—Por favor, señor —empecé—, ¿me podría ayudar a rescatar esa jarra?
—Así que ahora que quieres algo de mí te dignas mirarme. ¡Qué cambio!
Cornelia me miraba con curiosidad. Yo tragué saliva.
—No puedo alcanzarla desde aquí. ¿No podría usted…?
El hombre sacó medio cuerpo fuera de la barca y pescó la jarra, la vació y me la alargó. Yo bajé corriendo los escalones y la cogí.
—Gracias. Le estoy muy agradecida.
Él no la soltó.
—¿Eso es todo lo que me das a cambio? ¿Ni siquiera un beso? —se acercó y me agarró de la manga. Yo me solté de un tirón y le arrebaté la jarra.
—Otro día —dije con el tono más alegre que pude. Nunca se me dieron bien las conversaciones de este tipo. Él se rió.
—Pues desde ahora cada vez que pase por aquí miraré a ver si hay alguna jarra en el agua, ¿no, jovencita? —le guiñó un ojo a Cornelia—. Jarras y besos —agarró la pértiga y, hundiéndola en el agua, se alejó".

"Cuando se enderezó, con un gorrito en la mano, Tanneke dijo:
—El amo me pintó en una ocasión. Me pintó vertiendo la leche. Todo el mundo dijo que era su mejor cuadro.
—Me gustaría verlo —respondí—. ¿Está todavía aquí?
—¡Oh, no!, lo compró Van Ruijven.
Me quedé pensando un momento.
—Así que uno de los hombres más ricos de Delft se deleita mirándote todos los días de su vida".

"—Señor —empecé a decir nerviosa. No sabía cómo explicarle el impulso de limpiar que había tenido.
—Párate ahí.
Me quedé paralizada, espantada de haber hecho algo que iba contra su voluntad.
—No te muevas.
Me miraba como si de repente hubiera aparecido un fantasma en el estudio".

"Él seguía detrás de mí.
—¿Le parece bien, señor? —le pregunté.
—Vuelve a mirarme por encima del hombro.
Hice lo que me decía. Me estaba estudiando. Volvía a interesarse por mí.
—La luz —dije—. Es más clara ahora.
—Sí —dijo—. Sí".

"—¿Como la tuya? —me preguntó mi padre. Nunca me lo había preguntado, aunque siempre le había descrito la cofia del mismo modo.
—Sí, como la mía. Cuando te quedas un rato mirándola —añadí apresuradamente
— te das cuenta de que en realidad no la ha pintado con pintura blanca, sino con azul y violeta y amarillo.
—Pero la cofia es blanca, según dices.
—Sí, y eso es lo raro. Está pintada con muchos colores, pero cuando la miras, piensas que es blanca.
—Pintar azulejos es mucho más simple —susurró mi padre—. Sólo tienes que usar el azul. Azul oscuro para los perfiles y azul claro para las sombras. El azul es azul".

"—Primero me dices que la cofia es blanca, pero no está pintada con blanco.
Luego que la chica está haciendo tal cosa o tal otra. Me confundes —se pasó la mano por la frente como si le doliera la cabeza.
—Lo siento, Padre. Estaba intentando describírselo con toda precisión.
—Pero ¿qué cuenta el cuadro?
—Sus cuadros no cuentan nada".

"Él sonrió.
—Hola, Griet. ¿No me vas a decir nada amable?
—¿Por qué has venido?
—Asisto a los servicios de todas las iglesias de Delft, para ver cuál me gusta más.
Me llevará algún tiempo —cuando vio mi cara, abandonó ese tono; conmigo no valían las bromas—. He venido a verte y a conocer a tus padres.
Me sonrojé de tal forma que me pareció que me había subido la fiebre.
—Preferiría que no lo hubieras hecho —le dije en voz baja.
—¿Por qué no?
—No tengo más que diecisiete años. Yo no… yo no pienso todavía en esas cosas.
—No hay ninguna prisa —dijo Pieter".

"Van Leeuwenhoek alzó la vista de pronto.
—¡Pero hombre de Dios, deja que la chica vuelva a sus tareas!
Mi amo me miró como si le hubiera sorprendido que yo siguiera sentada detrás de la mesa, la pluma en la mano.
—Puedes retirarte, Griet.
Al salir me pareció ver una expresión de tristeza en la cara de Van Leeuwenhoek".

"—Pues a mí me parece que sus pinturas no son buenas para el alma —anunció de pronto mi madre.
Tenía cara de pocos amigos. Era la primera vez que hacía algún comentario sobre lo que pintaba mi amo.
Mi padre volvió la cara hacia ella, sorprendido.
—Son buenos para su bolsillo, diría yo —añadió Frans sarcástico".

"—¿Son sus cuadros cuadros católicos?
Se quedó parado, sosteniendo el frasco de aceite de linaza sobre la concha que contenía el albayalde.
—Cuadros católicos —repitió. Bajó la mano, golpeando suavemente la mesa al dejar el frasco—. ¿Qué quieres decir con eso de cuadros católicos?
Había hablado sin pensar. Y ahora no sabía qué decir. Intenté una pregunta distinta.
—¿Por qué hay cuadros en las iglesias católicas?
—¿Has entrado alguna vez en una iglesia católica, Griet?
—No, señor.
—¿Entonces no has visto nunca una iglesia con cuadros o estatuas o vidrieras?
—No.
—¿Sólo has visto cuadros en las casas o en las tiendas o en las posadas?
—Y en el mercado.
—Sí, en el mercado. ¿Te gusta ver cuadros?
—Sí, señor —empezaba a pensar que no contestaría a mi pregunta, que simplemente me haría un sinfín de preguntas.
—¿Qué ves cuando miras un cuadro?
—Pues, qué voy a ver. Lo que ha pintado el pintor, señor.
Aunque asintió, me pareció que no había dado la respuesta que esperaba.
—Entonces cuando miras el cuadro que hay abajo en el estudio, ¿qué ves?
—No veo a la Virgen María, eso seguro —dije esto más como un desafío a mi madre que como una respuesta a su pregunta.
Se me quedó mirando sorprendido.
—¿Esperabas ver a la Virgen María?
—¡Oh, no, señor! —contesté nerviosa.
—¿Crees que es una pintura católica?
—No sé, señor. Mi madre dice…
—Tu madre no ha visto el cuadro, ¿verdad?
—No.
—Entonces no puede decirte lo que se ve o se deja de ver.
—No.
Aunque tenía razón, no quería oírle criticar a mi madre.
—No son las pinturas las que son católicas o protestantes —dijo—, sino las personas que las contemplan y lo que esperan ver en ellas. Un cuadro en una iglesia es como una vela en una habitación a oscuras: la utilizamos para ver mejor. Es el puente entre nosotros y Dios. Pero no es una vela protestante o católica. No es más que una vela".

"Parecía que estaba esperando algo. Se me debió de notar en la cara el temor a no cumplir con sus expectativas.
—Griet —me dijo muy bajito.
No tenía que decir más. Los ojos se me inundaron de lágrimas que no llegué a verter. Ahora lo sabía.
—Sí. No te muevas.
Me iba a pintar".

"—Señor —dije finalmente—, o tal vez debería pintarme haciendo otras cosas. Las cosas que hacen las criadas.
—¿Y qué hacen las criadas? —me preguntó suavemente, cruzándose de brazos y levantando las cejas.
Tuve que esperar un instante antes de contestar. Me temblaba la barbilla. Se me vino a la cabeza la imagen de Pieter y yo en el callejón y tragué saliva.
—Coser —repuse—. Fregar y barrer el suelo. Acarrear el agua. Lavar las sábanas. Cortar el pan. Limpiar las ventanas.
—¿Quieres que te pinte con la escoba en la mano?
—No soy yo la que tiene que decidir estas cosas. No es mío el cuadro.
Frunció el ceño.
—No, no es tuyo —sonó como si estuviera hablando para sí.
—No quiero que me pinte con la escoba —dije esto sin saber lo que iba a decir.
—No, no. Tienes razón, Griet. No te pintaría con una escoba en la mano.
—Pero no puedo ponerme la ropa de su esposa. Se hizo un largo silencio.
—No, supongo que no —dijo—. Pero tampoco te pintaré de criada.
—¿De qué, entonces, señor?
—Te pintaré como te vi la primera vez, Griet. Como tú misma".

"—¿De qué debo cuidarme, señor? —dije en un susurro.
—De seguir siendo tú misma.
Levanté la barbilla.
—¿De no dejar de ser una criada?
—No es eso lo que he querido decir. Las mujeres en sus cuadros… las atrapa en su mundo. Puedes perderte en él.
Mi amo entró en la habitación.
—Griet, te has movido —dijo.
—Lo siento, señor —musité, y volví a adoptar la pose en la que me estaba pintando".

"—Ve a prepararte.
Incliné la cabeza y me apresuré hacia el almacén, donde guardaba las telas amarilla y azul. Nunca había sentido su desaprobación de una forma tan palpable.
Pensaba que no podía soportarlo. Me quité la cofia y, sintiendo que se estaba soltando la cinta que me sujetaba el cabello, tiré de ella. Estaba intentando volver a atármelo cuando oí una de las baldosas sueltas del estudio. Me quedé paralizada. Nunca había entrado en el almacén mientras yo me preparaba. Nunca me lo había pedido.
Me volví, con las manos todavía alzadas, sujetándome los cabellos. Estaba parado en el umbral, y me miraba. Bajé las manos. Mi cabello cayó en una cascada sobre mis hombros, marrón como los campos en otoño. Nadie lo había visto nunca, salvo yo.
—Tu cabello… —dijo, y ya no parecía enfadado.
Por fin apartó la vista de mí".




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