martes, 12 de julio de 2022

Citas: Chicas muertas - Selva Almada

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"La copa de la morera era un cielo verde con los destellos dorados del sol que se colaba entre las hojas. En algunas semanas estaría llena de frutos, las moscas se amontonarían zumbando, el lugar se llenaría de ese olor agrio y dulzón de las moras pasadas, nadie tendría ganas de sentarse a su sombra por un tiempo. Pero estaba hermosa esa mañana. Solo había que cuidarse de las gotas peludas, verdes y brillantes como guirnaldas navideñas, que a veces se desprendían de las hojas por su propio peso y allí donde tocaban la piel, quemaban con sus chispazos ácidos.
Entonces dieron la noticia por la radio. No estaba prestando atención, sin embargo la oí tan claramente.
Esa misma madrugada en San José, un pueblo a 20 kilómetros, habían asesinado a una adolescente, en su cama, mientras dormía.
Mi padre y yo seguimos en silencio".


"Me senté en su silla y agarré el vaso que había dejado. El metal estaba helado. Un pedazo de hielo flotaba en la borra del vino. Lo pesqué con dos dedos y empecé a chuparlo. Al principio tenía un lejano gusto a alcohol, pero enseguida solo agua.
Cuando apenas quedaba un pedacito, lo hice crujir entre mis muelas. Apoyé la palma sobre el muslo que asomaba en el borde del short. Me sobresaltó sentirla helada. Como la mano de un muerto, pensé. Aunque nunca había tocado a uno.
Yo tenía trece años y esa mañana, la noticia de la chica muerta, me llegó como una revelación. Mi casa, la casa de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte. El horror podía vivir bajo el mismo techo que vos".

"No sabía que a una mujer podían matarla por el solo hecho de ser mujer, pero había escuchado historias que, con el tiempo, fui hilvanando. Anécdotas que no habían terminado en la muerte de la mujer, pero que sí habían hecho de ella objeto de la misoginia, del abuso, del desprecio".

"Mirta y Germán la acompañaron hasta la vereda. El nene, cuando vio que la madre encaraba para el auto, estacionado en el cordón, quiso ir con ella. Pero, desde adentro, el conductor le dijo que no con tal seriedad que el niño se refugió en las polleras de su tía haciendo pucheros. Sarita volvió, lo besó y le prometió que le traería un regalo a la vuelta.
Pero nunca más regresó de ese paseo".

"Sin embargo, una sola vez sentí que realmente estábamos en peligro. Veníamos con una amiga desde Villa Elisa a Paraná, un domingo a la tarde. No había sido un buen viaje, nos habían ido llevando de a tramos. Subimos y bajamos de autos y camiones varias veces. El último nos había dejado en un cruce de caminos, cerca de Viale, a unos 60 kilómetros de Paraná. Estaba atardeciendo y no andaba un alma en la ruta. Al fin vimos un coche acercándose. Era un auto anaranjado, ni viejo ni nuevo.
Le hicimos seña y el conductor se echó sobre la banquina. Corrimos unos metros hasta alcanzarlo. Iba a Paraná, así que subimos, mi amiga junto al hombre que conducía, un tipo de unos sesenta años; yo en el asiento de atrás. Los primeros kilómetros hablamos de lo mismo de siempre: el clima, de dónde éramos, lo que estudiábamos. El hombre nos contó que volvía de unos campos que tenía en la zona. 
Desde atrás no escuchaba muy bien y como vi que mi amiga manejaba la conversación, me recosté en el asiento y me puse a mirar por la ventanilla. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me di cuenta de que sucedía algo raro. El tipo apartaba la vista del camino e inclinaba la cabeza para hablarle a mi amiga, estaba más risueño. Me incorporé un poco. Entonces vi su mano palmeando la rodilla de ella, la misma mano subiendo y acariciándole el brazo. Empecé a hablar de cualquier cosa: del estado de la ruta, de los exámenes que teníamos esa semana. Pero el tipo no me prestó atención. Seguía hablándole a ella, invitándola a tomar algo cuando llegáramos. Ella no perdía la calma ni la sonrisa, pero yo sabía que en el fondo estaba tan asustada como yo. Que no, gracias, tengo novio. Y a mí qué me importa, yo no soy celoso. Tu novio debe ser un pendejo, qué puede enseñarte de la vida. Un tipo maduro como yo es lo que necesita una pendejita como vos. Protección. Solvencia económica. Experiencia. Las frases me llegaban entrecortadas.Afuera ya era de noche y no se veían ni los campos al borde de la ruta. Miré para todos lados: todo negro. Cuando me topé con las armas acostadas en la luneta del auto, atrás de mi asiento, se me heló la sangre. Eran dos armas largas, escopetas o algo así.
Mi amiga seguía rechazando con amabilidad y compostura todas las invitaciones que él insistía en hacerle, esquivando los manotazos del hombre que quería agarrarle la muñeca. Yo seguía hablando sin parar, aunque nadie me prestara atención. Hablar, hablar y hablar, yo que no hablo nunca, un acto de desesperación infinita.
Entonces lo mismo que me había helado la sangre, me la devolvió al cuerpo. Yo estaba más cerca que él de las armas. Aunque nunca había disparado una.
Por fin las luces de la entrada a la ciudad. La YPF adonde paraba el rojo que nos llevaba al centro. Le pedimos que nos bajara allí. El tipo sonrió con desprecio, se corrió del camino y estacionó: sí, mejor bájense, boluditas de mierda.
Nos bajamos y caminamos hasta la parada del colectivo. El auto anaranjado arrancó y se fue. Cuando estuvo lejos, tiramos los bolsos al piso, nos abrazamos y nos largamos a llorar".

"Tal vez María Luisa y Sarita llegaron a sentirse perdidas, momentos antes de su muerte. Pero Andrea Danne estaba dormida cuando la apuñalaron, el 16 de noviembre de 1986".

"Andrea se habrá sentido perdida cuando se despertó para morirse. Los ojos, abiertos de golpe, habrán pestañeado unas cuantas veces en esos dos o tres minutos que le llevó al cerebro quedarse sin oxígeno. Perdida, embarullada por el repiqueteo de la lluvia y el viento que quebraba las ramas más finas de los árboles del patio, abombada por el sueño, completamente descolocada".

"El Viejo me daba un poco de miedo. Era muy flaco, como si su propio cuerpo le estuviera chupando las carnes hacia adentro, y esto lo obligara a encorvarse, la piel encogida como una camiseta recién lavada. No recuerdo su cara, pero sí que tenía las uñas largas como las mujeres. Sucias y amarillas, sus garras consumidas se deslizaban sobre mi panza hinchada, dibujando una cruz varias veces mientras murmuraba cosas que no llegaba a entender.
Su mismo aspecto descarnado le daba una apariencia santa.
La pieza donde atendía era pequeña y oscura, mal ventilada. La llama de las velas prendidas acá y allá, siempre en sitios diferentes, permitían ver solo un fragmento de la habitación, pintada a la cal para mantener lejos a las alimañas. Nunca pude hacerme una idea completa de cómo era ese cuarto, qué muebles había, ni reconocer las caras de las estampas en las paredes o amontonadas arriba del altarcito de turno.
Vivía solo y de lo que le dejáramos a voluntad. A veces plata, a veces yerba, azúcar, fideos, a veces un pedazo de carne".

"El curandero Rodríguez murió hace muchísimos años, tirado en una cama del hospital San Roque, adónde van a morir los viejos solos, sin familia y sin dinero.
Habrá tenido un entierro de pobre, el cuerpo metido en un féretro mal clavado, sin anillas de bronce, para qué si no había deudos para cargarlo, sin lijar, sin barnizar. Un cajón un poco más fuerte que un cajón de manzanas. Habrá pesado muy poco el pobre viejo. Sin responso ni la bendición del cura, pues no hay misericordia para aquellos que conocen el secreto, aquellos que tienen poderes que ofenden a Dios. 
Habrá sido enterrado en una parcela alejada, de esas que se recuestan casi sobre el alambrado que divide los terrenos del cementerio de los campos lindantes, un alambre de púas para que las vacas no se crucen a mordisquear los tallos de las flores, vencidas en los frascos, los días de verano. Una parcela alejada, donde sepultan a los que no tienen a nadie".

"Nunca me tiraron las cartas y la idea me pone un poco nerviosa. Tengo miedo de que ella no haya comprendido que no es de mí de quien quiero averiguar cosas si no de María Luisa, Andrea y Sarita. No quiero conocer mi futuro. No quiero que saque a la luz ningún quiste del pasado".

"Tal vez esa sea tu misión: juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente hacia donde sea que tengan que ir".

"Mi madre hablaba de estas historias en voz alta y con indignación y siempre era la compañera de chisme de turno la que le hacía señas para que hablara más bajo, la que nos señalaba a los niños diciendo: cuidado, que hay ropa tendida… como si hablar de eso fuera mala palabra o, peor, les diera un pudor inmanejable".

"El último día que pasaron juntas, como si Sarita supiera que sería la última vez y quisiera dejarle una enseñanza para siempre, tuvieron una charla que Mirta no olvidará jamás.
Su hermana le dijo: Nunca te dejes atropellar por nadie. Vos tenés que hacerte valer. Nunca dejes que un tipo te ponga un dedo encima. Si te pegan una vez, te van a pegar siempre".

"Cuando se conoció la noticia del asesinato de Andrea todos estos prejuicios parecieron encontrar su cauce y su razón. A nadie parecía extrañarle que un crimen tan brutal hubiera ocurrido en ese lugar. Enseguida se habló de sectas, de rito satánico, de hechicería.
Sin embargo, hay algo de ritual en la manera en que fue asesinada: una sola puñalada en el corazón, mientras estaba dormida. Como si su propia cama fuera la piedra de los sacrificios".

"Se arrima a la mesa con el mate pronto y se sienta. Empuja el sobre hacia mí.
Te traje algo.
Lo miro, miro el sobre, pero me quedo quieta.
Es una foto de mi hermana.
Todavía no vi ninguna foto de María Luisa. Solo un retrato a lápiz en el diario.
Me gustaría saber cómo era ella realmente. El dibujo que vi era tosco, parecía uno de esos identikits que confeccionan en la policía. Sin embargo, las manos no me responden y sigo mirando el sobre sin abrirlo, sin tocarlo siquiera. 
Es una foto de ella en la morgue, me dice por fin".


"Una también es de su cuerpo, en el sitio donde la encontraron. Está tomada a cierta distancia, es una fotografía en blanco y negro. Se ve el cuerpo de una mujer flotando en el agua. Me hace acordar a la pintura de John Millais, la de Ofelia muerta.
Como el personaje de Hamlet, María Luisa yace boca arriba. Como en el cuadro, las hojas planas de los juncos se inclinan sobre la laguna, la superficie está cubierta de pequeñas plantas acuáticas. No son esas flores lilas que la reina Gertrudis llama Dedos de Muerto, con las que Ofelia había tejido sus coronas, sino esas otras a las que les dicen Lentejas de Agua. Un árbol, que no es el sauce del que cae la pequeña Ofelia, sino uno de copa achaparrada, echa su sombra sobre el cuerpo de María Luisa".

"La muerte, para las dos, llena de angustias".

"Me acuerdo que entonces se decía que al otro día del crimen, Gloria había ido a la peluquería. A todo el mundo le horrorizaba la imagen: una madre a la que le ocurre lo peor que puede pasarle a una madre, sentándose en el sillón de la peluquera. Ese gesto que también podría haberse tomado como una manera de distraerse de la pesadilla que estaba viviendo, fue interpretado enseguida como un signo de culpabilidad.
De una madre con una hija muerta esperamos, al parecer, que se arranque los pelos, que llore desconsoladamente, que agite el brazo pidiendo venganza. No soportamos la calma. No perdonamos la resignación".

"En la década del ochenta mi mamá trabajó como enfermera en un sanatorio de mi pueblo. El doctor Favre era del equipo médico. En los tiempos muertos de las guardias, muchas veces hablaron sobre el crimen de Andrea. Para el doctor era una pregunta sin respuesta, que volvía una y otra vez: ¿cómo pudo el asesino entrar a la casa, matar a la chica, tomarse el tiempo de acomodar su cuerpo al punto de que pareciera dormida, volver a salir y que ni la madre ni el padre ni el hermanito que
dormían en la otra habitación, pegada, con una puerta que comunicaba ambas piezas, no hayan escuchado absolutamente nada?
Favre murió hace algunos años. Su eterna pregunta, sin respuesta".

"Cuando le cuento que estuve en la tumba de Andrea, me pregunta si todavía está la plaquita que él le puso. Sí, está. Es una placa sencilla y dice:
Mi amor por vos es eterno.
Tu novio. Eduardo".

"La muerte violenta de una persona joven, en una comunidad pequeña, siempre es una conmoción".

"Mi vida después de la muerte de mi hermana nunca más fue igual. Mis padres quedaron destruidos: mi mamá deprimida y mi papá muy entregado. Mi hermano, con doce años, a cargo de los dos porque yo enseguida me fui a estudiar a Buenos Aires. Creo que solo dos veces más dormí en esa casa y de la mano de mi mamá.
Después nunca más. Cuando iba de visita los fines de semana seguía de largo hasta la mañana siguiente o dormía en casa de amigas del barrio. Creo que lo mío fue una manera de escapar".

"De chica me encantaba ir al cementerio. Las tardes soleadas, los domingos de invierno, con bolsas de crisantemos o dalias, flores que plantaba la abuela en su jardín con el solo objeto de adornar las tumbas de nuestros muertos. También los domingos de verano, pero a la mañana temprano, antes de que el sol picara sobre nuestras cabezas, a esa hora en que los cipreses que crecían en el camino principal todavía despedían un olor fresco y los nichos y los panteones proyectaban su sombra sobre las tumbas en tierra. Llevaba otras flores de estación en las bolsas y siempre claveles y clavelinas que duran más, que no se dejan vencer tan fácilmente, tan dócilmente por el calor. Y hojas de helecho serrucho, que también aguantan.
Sobre todo dos tumbas me causaban fascinación y espanto, un sentimiento romántico, oscuro, que una nena de siete u ocho años no podía explicarse. Eran dos tumbas, en nichos enfrentados, que se miraban. En una, una muchacha muy joven que había muerto de una enfermedad. En la de enfrente, un muchacho apenas mayor que ella, muerto en un accidente. La foto de ella era una foto de estudio, de esas que en la década del cuarenta o del cincuenta se hacían las mujeres alguna vez en su vida, antes de la de casamiento. La de él, de libreta de enrolamiento, serio y con el cabello muy corto pues seguramente coincidía con su época de conscripto.
No sé si me lo contaron o me lo inventé, pero recuerdo que me gustaba verlos porque antes de morir ellos dos habían sido novios. La muerte se la llevó a ella primero. Y poco después vino por él. Así decían las fechas en las plaquitas de bronce.
Creo que también de los epitafios habré sacado lo de la enfermedad y lo del accidente. Nunca me iba del cementerio sin pasar a verlos. Me paraba en el medio, pero alejada unos cuantos pasos, de manera que mi ubicación me daba una perspectiva en la que parecía que las dos fotos se estaban mirando. Y sentía que no había amor más grande que el de esos dos que hacía rato no serían más que polvo enamorado".

"Creo que mi relación con la muerte era mucho más natural en la infancia. Quizá porque nos habían dicho que el padre de mi primo, que además era como mi hermano mellizo, había muerto en un accidente antes de que naciéramos. O porque muchos de nuestros perros y gatos habían muerto prematuramente, cruzando la ruta, atropellados por un camión. O porque así también había muerto el hijito de un vecino; y una chica que iba a mi escuela; y otro vecino, un muchacho, el Buey Martín, en su moto, a la salida de un baile. Entonces la muerte no era solo cosa de viejos o de enfermos".

"Escuchaba decir que tal había muerto en la flor de la vida y me parecía una imagen hermosa.
Después mi percepción cambió. No sé en qué momento ni a cuento de qué, empecé a tener miedo. Dejé de ir al cementerio porque a la noche soñaba que ellos venían a buscarme.
De algún modo, mis encuentros con la Señora cambiaron esos sentimientos. Las tardes que pasamos juntas fueron parecidas a esas tardes de excursión al cementerio.
Una especie de reconciliación".

"Esos huesos que reposan en un nicho junto a los del muchachito que murió joven, de un ataque al corazón, y a la beba que recién empezaba a vivir, no son los restos de
Sarita Mundín. ¿Dónde estás, Sarita? ¿Quién es la otra chica muerta?".

"Salgo a las seis en punto. Apenas atravieso el portón de la entrada, escucho unos ruidos tras de mí. Debe ser el encargado, pienso, pero no me doy vuelta para
comprobarlo.
Dicen que cuando uno se va del cementerio, por ninguna razón debe mirar para atrás".

"Hace un mes que comenzó el año. Al menos diez mujeres fueron asesinadas por ser mujeres. Digo al menos porque estos son los nombres que salieron en los diarios, las que fueron noticia".

"Ayer me despedí de la Señora. El mazo de tarot estaba, como siempre, sobre el paño verde, pero no lo desarmamos, no giré las cartas con la mano derecha, no hice preguntas. Me dijo que ya es hora de soltar, que no es bueno andar mucho tiempo vagando de un lado al otro, de la vida a la muerte. Que las chicas deben volver allí adonde pertenecen ahora".

"Tres velas blancas. Mi adiós a las chicas.
Una vela blanca para Andrea. Una vela blanca para María Luisa. Una vela blanca para Sarita y si Sarita está viva, ojalá que sí, entonces esta vela es para esa chica sin nombre que apareció hace más de veinte años a orillas del río Ctalamochita. Un mismo deseo para todas: que descansen".

"El verano anterior al asesinato de Andrea lo pasé en el campo, en la casa de mis abuelos. Era el último verano que pasaría allí, con mi tía Liliana que estaba por casarse y mudarse al pueblo, a su nueva casa. Una siesta íbamos para lo de la Teya, una vecina y confidente suya, una mujer con hijos ya grandes. Había unos cinco kilómetros de distancia entre la granja de la Teya y la del abuelo. Ese año yo había pegado un estirón y estaba tan alta como la tía, que era petisa. Caminábamos despacio aunque el sol pelaba. Íbamos del brazo. Sabía que mi tía no sería la misma cuando se casara, que esta intimidad que compartíamos desde que yo era chiquita y que se había hecho más estrecha a medida que iba creciendo, tampoco sería la misma.
En adelante, ella viviría con un hombre, su esposo. Nunca más dormiríamos juntas ni podríamos quedarnos hablando pavadas hasta cualquier hora. Ese paseo era especial.
No se lo dije porque no quería que nos pusiéramos tristes. Pero creo que a ella le pasaba algo parecido. Entonces me contó una historia que yo siempre había oído fragmentada, como escuchan los niños conversaciones que no deben. No sé si me la contó por pura casualidad o porque para ella también ese paseo por el campo tenía el sabor del último y quería contarme algo que fuera importante para ella.
Unos años atrás andaba sola por ese mismo camino de tierra. También iba para lo de la Teya, a la hora de la siesta, a escuchar la radio debajo de los árboles, tomar mate y contarse chismes. A mitad del trayecto, de entre los sembrados que crecían a los costados de la callecita de tierra, se le apareció el Tatú, un primo cuarentón que hacía tiempo se la venía comiendo con los ojos. El Tatú era soltero y nunca se le había conocido una novia ni había ido a un baile.
Qué hacés, chambón, me asustaste, le dijo la tía amagando seguir su ruta. Pero él no le contestó nada y le manoteó un brazo, se lo agarró tan fuerte que parecía que se lo iba a arrancar de cuajo. La tía empezó a tironear para soltarse y ahí él le agarró el otro brazo. Por un instante lo tuvo tan cerca que le sintió el aliento a vino y a cigarrillo. Tenía los ojos como dos tizones encendidos. Empezó a arrastrarla. Se la quería llevar adentro del maizal.
Pensé que si me metía en el maizal primero me iba a violar y después me iba a matar, me dijo con la voz temblorosa. Estoy segura de que me mataba.
El Tatú era un hombre fuerte, pero también estaba borracho y mareado por la calentura. La tía era una muchacha menuda. Nunca se explicó de dónde sacó la fuerza necesaria para zafarse de las manos toscas que se cerraban sobre sus brazos. Pero pudo soltarse y hasta darle un empujón que lo hizo trastabillar entre los cascotes de la cuneta seca. Corrió tanto que pensó que iba a reventar, como lo caballos.
Nunca tuve tanto miedo y nunca tuve tanto valor como esa vez, me dijo.
Los ojos le brillaban, pero tal vez era el sol que estaba tan fuerte que dibujaba espejismos a lo lejos.
Después el abuelo le dio una paliza al Tatú y él nunca volvió a acercarse a la tía y ojalá que a ninguna otra muchacha.
Seguimos caminando, más apretadas la una contra la otra, los brazos pegajosos por el calor.

El viento norte frotaba entre sí las hojas ásperas de las plantas de maíz, cimbreaba las cañas maduras, sacándoles un sonido amenazador que, si afinabas el oído, podía ser también la música de una pequeña victoria.




Buenos Aires, 30 de enero de 2014".










Selva Almada

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