jueves, 1 de octubre de 2020

Citas: Ella, drácula - Javier García Sánchez

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 "Anochece en los Cárpatos. 
Está a punto de salir la luna, y su luz se insinúa ya entre negros jirones de cielo que avanzan hacia el este como ejércitos en desbandada, vencidos. En la buhardilla situada bajo la bóveda de una iglesia, en la aldea de Lupkta-Ratowickze, un hombre tose y luego tirita bajo su jubón y la gorra de fieltro que lleva calada hasta las cejas. En el fondo sabe que no es la fiebre sino el miedo".

"El rostro del hombre se aproxima un poco más para mirar, pues las últimas luces del atardecer aún le permiten distinguir el paisaje hasta el horizonte. Aquejado de gota y de pleuresía, no le hacen falta médicos ni curanderos que le confirmen que le resta poco de vida. Sus ojos, hundidos en el cráneo por la edad y las dolencias que le corroen, vuelven a quedar estáticos en esa pequeña cruz que ha dibujado con el dedo. La cruz le da fuerzas para afrontar la emoción y la inquietud que le embargan. Tiene un duro trabajo por delante. Debe hacerlo y dejar testimonio de aquello que vio, de aquello que sabe y que hasta ahora luchó con denuedo por apartar de su mente. En vano".

"Vivir poco pero vivir el instante, que para ellos tendrá visos de eternidad. Vivir o morir. Vivir para morir. Morir para que otros vivan y, a su vez, mueran otros. Hacer morir. Ser muerte. Matar. La vida".

"Era el tiempo en que los mízcalos nacen al pie de los pinares y el añublo devora las espigas de trigo, cuando la vida nace y, simultáneamente, la vida muere".

"Se llamaba Erzsébet y era hermosa como la luna en una noche limpia de estío.
Sobre todo, además de la pétrea mueca de severidad que poseía su rostro anguloso y proporcionado, llamaba la atención el tono blanco de su piel, palidísima en contraste con el negro de su cabello, que podía vérsele bajo el sombrero".

"Al mirar en sus ojos, en el fondo oscuro de aquellos ojos que le observaban atentos pero inexpresivos, su cuerpo fue recorrido por un escalofrío".

"Aquella noche todo el mundo parecía muy agitado en Varannó. A János le despertaron gritos lejanos en mitad de su sueño. Creyó que era una pesadilla, y así, sudoroso y con los ojos abiertos de par en par, se lo dijo a su madre. Ésta, que llevaba un rato despierta y atenta, con la que János dormía en un estrecho jergón de paja, le tapó la boca conminándole para que volviera a dormirse. Fue aquella noche, sí, cuando él siguió preguntando al cabo de un rato. Su madre, presa de un gran nerviosismo, le pidió que no dijese nada. Que olvidara cuanto había oído:
—A partir de ahora serás mudo, János, y sordo. Quiero, y escucha bien lo que te digo, quiero que nadie conozca tu voz mientras estemos aquí. ¿Lo has entendido?
Él, obediente, afirmó con la cabeza, intuyendo el temor de su madre, aunque no entendía nada. Por su carácter taciturno y tímido no iba a suponerle ningún esfuerzo aparentar que era de aire. Si querían que callase, lo haría. Si querían que no viese, no vería. Si querían que no oyera nada, pensaría en sus cosas o se taparía los oídos.
Ya aquella noche, en Varannó, János empezó a poner en práctica lo que su madre le rogase encarecidamente. Porque los gritos, lejanos y espaciados, siguieron oyéndose hasta bien entrada la madrugada".

"Esperaba la noche.
Eso llegaría a entenderlo János mucho después. Entonces sólo se sentía impresionado por la imponente silueta de aquella mujer que caminaba como si levitase, y en la que en todos y cada uno de sus movimientos había un poso de feroz orgullo. Incluso cuando había visitas ilustres, ella les otorgaba algo que más parecía afectada resignación e indomable austeridad en el trato que cortesía, lo que hubiese sido normal".

"Darvulia, fuese quien fuese aquel engendro de la Naturaleza, no dudó en posarse sobre la cabeza de Erzsébet, que llevaba aguardándola desde que era niña y ya soñaba con hacer daño para así sentir que estaba viva".

"En el recuerdo atormentado de János, aquellas chicas que fueron inmoladas eran claveles, rosas, orquídeas. Todas acabaron teñidas de rojo. Careciendo de futuro, fueron prematuramente cortadas. Mas si la propia Erzsébet se esmeró en anotar la mayor parte de sus nombres en el cuaderno que llevaba a modo de Diario, también Pirgist recordaba ahora que, años atrás, él intentó ponerles palabras a sus efímeras vidas:
«Clavel, rosa que envejece. Rosa, orquídea suplicante. Orquídea, mariposa disecada.
»He ahí el clavel, rosa con llagas y fiebre. He ahí la rosa, que dormita aovillada.
He ahí la orquídea, que con elegancia perece.
»Clavel, pasión que yerra astillada. Rosa, sudario de muchacha enamorada.
Orquídea, esqueleto del clavel, y de la rosa balada.
»He ahí el clavel, rosa crispada. He ahí la rosa, clavel ruborizándose. He ahí la orquídea, paloma engalanada.
»Clavel, rosa, orquídea, pétalos rotos como cuentas de un rosario en el camino, huellas rojas sobre la escarcha de la mañana. »
Y pisoteando el clavel, la rosa y la orquídea, con sus mangas de blanco lino empapadas, ella, Erzsébet, la alondra ensangrentada".

"Por eso a János le acompañaron siempre las palabras que Kata le dijese cuando le sorprendió mirando a la Condesa, que estaba asomada a su balcón. Luego de decirle que se apartase de ella y jamás volviera a mirarla, exclamó compungida: Mánytam lélek!, «¡Tengo rota el alma!». Aquella frase nunca la olvidaría János, quien empezaba a adivinar por qué la lavandera decía eso.
Quienes habían visto, estaban condenados de antemano. Eran testigos.
Ella, Kata Benieczy, había visto. Veía casi todas las noches. Veía no el cuadro preciso del horror, sino sus secuelas, pero eso ya parecía motivo suficiente para estar marcada".

"Fue entonces, sí, cuando hizo un gesto indebido. Algo que estaba prohibido y que en innumerables ocasiones le habían advertido que no hiciera, tanto su madre como Kata. Pero fue un gesto inevitable, humano: miró".

"La niña Erzsébet, cuando aún era una adolescente de modales tímidos, aunque combinados con arrebatos de soberbia, como queda constancia al respecto, un malhadado día conoció algo. Sencillamente, lo descubrió. Otros descubren la hermosura de un paisaje o de las flores. O la sublime plenitud que emana del amor o del arte.
Ella descubrió la sangre".

"Duró la fracción de un segundo:
Darvulia miró hacia el ventanuco. Su cara, bajo la capucha, se dirigió hacia esa parte concreta del muro por la que asomaban los ojos, la frente y el cabello, entonces castaño y rizado, de János.
Miró concretamente hacia donde él estaba. Fue entonces cuando se apartó con brusquedad de allí, lleno de pavor. Hasta pasados varios años no llegó a saber que esa vieja repulsiva estaba casi completamente ciega, y que si miró en la dirección en la que János estaba, tuvo que ser más por su intuición que porque en realidad viese a alguien allí.
Pero János sintió dicha mirada como si un afilado cuchillo le atravesara el cráneo de parte a parte. Ya nunca iba a olvidar esa mirada, aunque tampoco él, como es obvio, pudiese distinguir los ojos de Darvulia".

"Erzsébet se puso detrás de la criada que un rato atrás le había dado el tirón en el cabello. Se acercó a ella con sigilo, pese a que las otras la avisaban.
Y de repente, sin perder nunca su sonrisa, pues en todo momento dio la sensación de estar jugando y muy a gusto, le clavó el alfiler en el brazo.
La criada profirió un grito de dolor. Cesaron las risas. Se hizo el silencio. Todas se quedaron inmóviles. Ahora entendían que aquello era una venganza de la Señora por el descuido de antes, pues no en vano eligió a la negligente de marras entre varias muchachas.
La sangre, siempre aparatosa, empezó a manar con abundancia del brazo de la criada. Ésta, una vez pasado el susto y dolor iniciales, no sabía qué hacer o decir. Erzsébet se aproximó un poco más a ella y, cuando todas esperaban, en su santa inocencia, que pidiese disculpas, propinó un nuevo y certero alfilerazo en el brazo herido de la chica. Éste, por fortuna, apenas le rozó el codo, pues la chica se apartó instintivamente".

"La muerte era eso que les sucede a los demás, a los frágiles, pensaría quizá en su delirante cegazón espiritual".

"«Salvaré a quien mate a la otra», sugería, lo que nunca fue verdad, pues no quería testigos. Pero aquellas desgraciadas, que ya habían sido torturadas previamente, sabían que no tenían otra oportunidad. Así que se despedazaban mientras Erzsébet a duras penas lograba contener sus carcajadas".

"El recuerdo de Kata, a la que János Pirgist llegó a querer como si fuese su segunda madre, le ha llenado de lágrimas los ojos. Se los seca con un pañuelo de batista que lleva en el bolsillo de su chaleco. Es entonces cuando se ve obligado a sorberse la nariz, pues oye un ruido en la puerta. Llaman con suaves golpes.
—Adelante... —dice haciendo carraspear su voz.
Es el padre András, que llega a recoger la bandeja con restos de comida.
Le pregunta cómo lleva su trabajo.
—A menudo pienso que aún no he empezado... —murmura él con abatimiento, y apoya su cabeza en una mano".

"Él mejor que nadie, porque nadie en absoluto siquiera lo sospechó nunca, sabe que abrazó la fe para dar con respuestas que calmasen tales dudas, pero ahí siguen, cual abiertas llagas por las que supura el pus. Infectadas".

"—¿Entiendes ahora por qué no puedo huir?
El otro le contestó que todo eso le parecía inconcebible, y que tarde o temprano la ley los castigaría, a Ficzkó incluido, y que él, en su lugar, se escaparía. Si antes de oír todo aquello aún albergaba dudas, dijo, ya no.
—Aquí la única ley es la que dicta la Señora —se lamentó Ficzkó".

"Pero ahora Erzsébet se debatía en sí misma, encolerizada por no ver resultados prácticos, negándose a reconocer aún que no podía haber milagros, y menos con ella.
Tal debía de ser su desesperación que, por aquella época, dejó escritas varias plegarias de índole difusa, presumiblemente conjuros que la bruja de Miawa le habría dictado. Pero en esas plegarias, al final, y ello demostraba que su mente había llegado a la escisión máxima, todavía se atrevía a escribir, con su letra pequeña y pulcra, la invocación:
«Santísima Trinidad, protégeme.»".

"Incapaz de dominar su hambre y su sed de sangre, estaba dispuesta a reincidir una y otra vez, exponiéndose a inciertos peligros. Tenía la mirada cubierta por el velo rojo de la sangre ya derramada. Y, fundamentalmente, por la que aún habría de derramar. De modo que su olfato estaba casi atrofiado. Ya no olía el riesgo.
Y, si lo hacía, lo desafiaba, como siempre hizo por cuanto deseó. Pero algo sucedió en aquella boda de Judith Thurzó. Algo nimio que, simultáneamente, no dejaba de ser una señal de lo que debería ocurrir: Erzsébet perdió el ala blanca que adornaba desde varios años atrás su inconfundible sombrero negro, del que siempre iba acompañada en sus salidas. Se dice que la extravió mientras bailaba y que el ala fue pisada, yendo después a un rincón desde el que, tras cogerla, la tiraron a la basura. Lo único cierto
es que la perdió, y, con ella, todo signo de pureza.
El águila empezaba a perder su plumaje. Ahora todo en ella era negro".

"La Condesa leía.
En sus horas muertas, en esos períodos de lisis que precedían a la fiebre destructora, mientras aguardaba el momento de administrar de nuevo el dolor, arbitraria, enloquecidamente, leía".

"Allí había tres chicas amordazadas y cubiertas tan sólo por unas gasas. Era lo que quedaba de sus vestidos desgarrados. Medio muertas de frío e inconscientes, dos de ellas estaban sentadas en el suelo, con las cabezas caídas. János vio que tenían algo en la boca. La tercera, sin embargo, había logrado expulsar aquello que le introdujesen hasta taponarle la garganta: estopa. Era ella la que gemía con un hilillo de voz. Elevó su rostro hacia János y, por un momento, esbozó una sonrisa. Él le preguntó si le habían hecho daño.
—Eso no importa ahora —le contestó la muchacha, que tenía una larga y desmañada melena rubia cayéndole sobre los hombros.
János hizo ademán de huir de allí a toda prisa, pero la chica le detuvo diciéndole en un susurro:
—¡No, espera, por favor... no te vayas...!
La débil luz de una antorcha permitía ver a duras penas aquella estancia. János se asomó al pasillo. No había nadie. Todo estaba en silencio. Entonces la chica le pidió algo:
—Pequeño, mi nombre es Mirta... —Fue a decir algo más, pero movió la cabeza como si acabase de pensar en lo inútil que era explicarle todo aquello a un niño asustado. Al poco continuó-: Me llaman así, Mirta, desde que tenía tu edad... y quiero pedirte un favor.
—Pero me harán daño, como a ti... —le dijo János.
—No, tranquilízate. Nadie va a hacerte nada.
Volvió a encogerse de dolor.
—¿Y cómo lo sé? —preguntó él, angustiado pero queriendo ayudarla.
La chica dudó un momento y luego, de nuevo sonriéndole, dijo:
—Porque lo que te pido no es para que lo hagas ahora, sino más adelante, cuando seas un poco mayor y ya no estés aquí.
Él asintió. Pese a su miedo, estaba dispuesto a escuchar.
—Recuerda esto. Mirta —balbuceó la chica—. Soy de una aldea llamada Szintrámehrá... a ver, repítelo conmigo: Szintrámehrá... 
—Szintrámehrá —cacareó él en un murmullo.
—Muy bien. Lo que te pido es que algún día, cuando te hayas hecho grande y fuerte, vayas a esa aldea y busques a mis padres y mis hermanos, que aún vivirán allí.
János volvió a mover su cabecita, indicando que entendía lo que estaba oyendo.
—Entonces, cuando los encuentres, les dirás que Mirta se enamoró de un joven, en Csejthe, y una noche se escapó lejos con él. Muy lejos, ¿lo comprendes?
—¿Dónde de lejos? —preguntó János, serio y dispuesto a cumplir lo que le pedía.
—Donde tú quieras. Viena, Italia... Diles que, oyesen lo que oyesen de cuanto aquí sucedió, su querida Mirta logró huir en compañía de ese apuesto joven. Diles que está bien, aunque difícilmente podré volver a verlos, porque me hallaré lejos, muy lejos... —Al decir esto último se le empañaron los ojos de lágrimas.
—Lejos —repitió János mordiéndose los labios.
—Así, eres un niño muy listo —repuso la muchacha. Luego, tras suspirar hondamente, añadió-: Es para que no vivan preocupados. Yo sé que tú entiendes lo que quiero decir... ¿verdad?
János movió su cabeza en sentido afirmativo. La chica siguió:
—Esa aldea está muy cerca de Zvolen, junto al Hron, y es muy linda, créeme...
Repítelo para que yo lo oiga.
—Zvolen, al lado del río Hron... —dijo János con aire satisfecho, pues se daba cuenta de que, pese al peligro, estaba haciendo algo bueno.
—Eres un amor, criatura, y sé que algún día Dios te premiará por esto... —dijo la joven dando súbitas muestras de dolor, que no obstante pareció disimular contrayendo sus mandíbulas.
Luego le rogó que, por última vez, repitiese cuanto ella le había pedido.
—Mirta, de Szintrámehrá, cerca de Zvolen...
—¿Junto a qué bonito río?
János vaciló unos instantes. Al fin dijo:
—Al Hron —Y luego, sin que ella se lo solicitase, siguió-: Estás con tu esposo, lejos, en Italia.
A la muchacha se le escaparon sendas lágrimas.
—Mucho mejor de lo que yo creía... —añadió con emoción.
Entonces a János se le ocurrió decir:
—Y también les diré que eres muy feliz, y que tienes hijos y vives en un sitio precioso. Que siempre los llevas en tu pensamiento y que los quieres...
La muchacha rompió en llanto, incapaz de dominar sus sentimientos. La cabeza le cayó sobre el pecho, sin fuerza. János también notó que gruesos lagrimones caían por sus mejillas. Se los secó. Al poco, y cuando logró reaccionar, la chica le dijo:
—Ahora vete, y procura que no te vean... ya me entiendes. No le cuentes esto a nadie, ni a tu mamá. Sé que algún día cumplirás tu promesa. ¿Lo harás, no es cierto?
—Te lo prometo —dijo János volviendo a secarse las lágrimas con su manga.
La cabeza de la joven pareció a punto de desplomarse de nuevo. Aún hizo un último esfuerzo para rogarle:
—¡Venga, vete ya...!
—Adiós, Mirta —silabeó János antes de cerrar la puerta dejándola tal y como él la había encontrado. Aún pudo oír, en un tenue murmullo, la voz de aquella chica a la que ya no veía:
—Que Dios te guíe...
János, deslizándose entre las sombras, recorrió varios pasillos hasta llegar a un sitio que conocía. Se había olvidado por completo de su perrillo, que apareció en el lavadero horas después, contento y agitando el rabo, como dando a entender que había hecho una travesura pero que tampoco era para tanto. János se pasó mucho tiempo acariciándolo, aunque su mente seguía puesta en esa chica, Mirta, de Szintrámehrá, cerca de Zvolen, junto al río Hron. Lo repitió en voz queda varias veces. Pensó en apuntarlo, pero algo le dijo que no debía hacerlo. Tenía que memorizarlo como fuese. Tanto rato y durante tantos días estuvo haciéndolo, que hasta soñaba con Mirta y su bonita aldea. Hasta llegó a creer, porque necesitaba hacerlo, que era verdad cuanto ella le había dicho. Ya la imaginaba con su guapo amante y con hijos, viviendo en un lugar de Italia. Pero en su fuero interno sabía que todo aquello era una burda mentira, y que Mirta, a tenor de su estado, iba a ser de las que gritarían en las noches siguientes. Con sus nueve años, János era capaz de comprender todo eso y más, aunque hubiese construido su propio mundo para preservarse del miedo.
Aproximadamente una semana después de aquella conversación volvieron a oírse gritos esporádicos que surcaban la noche de Csejthe. Parecieron llegar de la lejanía, pero estaban siendo proferidos allí cerca, tras los muros. Su madre dormía con apariencia plácida. Kata no estaba en el jergón. Y él, con los ojos muy abiertos, repitió por enésima vez:
—Mirta de Szintrámehrá...
Luego cerró los ojos intentando no oír, pensar en otras cosas. En avispas y petirrojos, en libélulas o en su perrillo, que seguía cojeando y cada día era más travieso. Al final se durmió, pero soñó con Mirta.
János no supo entonces que la joven Mirta, como al parecer había sucedido ya alguna vez con otras chicas, apareció cierta mañana colgada de una viga. Es posible que lograse deshacerse de sus ataduras y, con lo que restaba de ellas y su vestido, o quizá el de sus compañeras, hacer una improvisada cuerda.
Colgada de esa viga, balanceándose con suavidad en la penumbra, la encontraron al ir a buscarla, pues ya le tocaba el turno. Entre Jó Ilona y Ficzkó la hicieron descender y la enterraron a saber dónde. Pero aquel suceso, infrecuente aunque no el único, tuvo que impresionar vivamente a Jó Ilona, quien a su vez hizo algún comentario a Kata. Ésta, por su parte, lo contó a sus íntimas en el lavadero. János, que había aprendido a oír sin dar muestras de prestar atención, cazó al vuelo unas palabras pronunciadas por Kata con signos de pesadumbre:
—Dicen que parecía un ángel.
Aquella noche, las lavanderas que sabían rezar oraron por esa muchacha que valientemente decidió poner fin a su vida antes de que se la arrancasen.
Durante toda la existencia su recuerdo acompañaría a János, quien nunca pudo saber si la chica que apareció colgada de una viga era o no Mirta. Él sabía que sí. Lo intuía, y en ese tipo de cosas la intuición jamás le fallaba.
Mirta, su ángel".

"Fue entonces cuando ocurrió. Apenas un segundo, pero que se le antojó una eternidad. Como si una llamarada le hubiese traspasado el cuerpo, dejándolo por completo quemado y a la vez intacto.
Una mano se posó en su hombro.
Sin embargo supo desde el primer momento que aquello no era una mano. No una mano humana. No una mano como cualquier otra mano, cuyo contacto habría reconocido de inmediato.
Aquello era una garra. Pese a que se había posado con delicadeza sobre él, era una garra.
Un escalofrío le sacudió por entero, pese a que ni siquiera había tenido fuerzas para girarse.
No podía huir, ya que le tenía sujeto por el hombro, de modo que estaba acorralado. Y seguía sin atreverse a volver el cuello y mirar. No quería hacerlo. No quería ver quién estaba allí, junto a él, aguardando su reacción. Algo le enturbió la visión y los sentidos. Ya no veía a las muchachas, pese a seguir con el ojo pegado a la cerradura. Ya no veía la puerta. Ya no veía nada, sino un pozo que se lo tragaba.
Era Ella".

"Deslizó sus manos por las mejillas de János, que a su vez abrió la boca un poco para que ella no notase su incipiente temblor.
Fue una caricia. Sí, lo fue. También la Condesa sabía acariciar. ¿Cómo era eso posible?
También las lobas dan lametones de cariño a sus crías, y las miran con ternura.
Sin embargo, no había ternura en aquella mirada que le llegaba de tan cerca".

"La cabeza de Erzsébet se ladeó ligeramente, justo para que su nariz no tocase la de János.
Entonces le besó en los labios. Larga, fría, profundamente.
Y él, al notar aquella boca helada, sintió que moría por tercera vez. Ahora sí estaba muerto, y para siempre".

"La Condesa había dado unos pasos cuando se volvió de improviso. Le lanzó una penetrante mirada. ¿Volvería a morir por cuarta vez? Si ya estaba muerto, ¿cómo iba a hacerlo de nuevo?, se consoló él. Entonces ella le habló:
—Ya te lo dije en una ocasión, ¿recuerdas?
Él no tenía ni idea de a qué podía referirse. Movió la cara hacia ambos lados, expectante.
—¡Ojalá fueses una niña...!
Él sonrió como pudo, mientras ella le devolvía algo que pudo haber sido una sonrisa de complicidad.
Y se perdió entre las sombras del final del pasillo".

"Si ella no se arrepintió nunca, tampoco él va a hacerlo ahora.
Junto a una fuente, cuyas aguas manan cristalinas por encima de las rocas, János le pide algo a su ayudante:
—Es preferible que me aguarde aquí. Subiré yo solo...
El joven cura muestra signos de alarma y, al mismo tiempo, de un alivio que apenas consigue disimular. Nada le tranquiliza en ese paisaje ni en esa situación.
Pirgist se da cuenta y procura ponérselo fácil:
—Sí, esto es una cuestión a dirimir entre ellos y yo. No puede haber testigos.
—¿Ellos? —pregunta con ademán de perplejidad el joven.
—Mis recuerdos —sentencia János".

"Se gira lentamente sobre sus talones. El cayado en el que se apoya cae de su mano, pero la hierba amortigua todo sonido. Busca desesperadamente con la mirada.
Cada tramo de los muros, cada piedra. Sabe que ahí hay algo, aunque aún no lo detecta.
Entonces lo ve. Debe hacer presión con los puños cerrados para contener su agitación. De nuevo el miedo. Aquel miedo de cuando era niño. No puede ser, no puede.
Pero ahí está. Un pájaro negro, demasiado pequeño para ser un cuervo, demasiado grande para ser un milano. Negro, negro como la noche del recuerdo. Está inmóvil, apostado entre las ramas de ese árbol que creció en donde estuvo la habitación de ella.
János abre la boca incrédulo:
—¿Eres... eres tú, no es así? —balbucea notando que su propio aliento se congela en cuanto sale al exterior.
»Sigues siendo tú... —murmura en un gemido".




Javier García Sánchez

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