viernes, 8 de diciembre de 2017

Citas: No hay cielo sobre Berlín - Helga Schneider

"Cuando se abrió la puerta, vi a una mujer que se parecía a mí de un modo asombroso. La abracé llorando, vencida por una felicidad incrédula y dispuesta a comprender, a perdonar, a sepultar el pasado bajo una losa".

"Pero lo que me dijo a continuación fue incluso más grave que el hecho de renegar de su papel de madre. «Fui condenada por el Tribunal de  Núremberg a seis años de cárcel por crímenes de guerra, pero eso ya no tiene importancia. Con el nazismo yo era alguien; después, nunca he sido nada»".

"Si en 1941 ella había decidido que no quería a su hija, ¡ahora era yo la que no quería a esa madre!".

"Borró todas las huellas de mi madre como si la casa hubiese estado infectada de peste".

"Una mañana, Ursula me asestó otro duro golpe. Nos encontramos por la calle a unas amigas suyas que trabajaban en el hospital militar y ella presentó con toda tranquilidad a Peter como a su hijo y a mí como a la hijastra. Eso terminó de convencerme de que ella sólo había aceptado a mi hermano; yo era simplemente un apéndice y, además, desagradecida. El mensaje era claro, lo había entendido hacía tiempo. No me querían. Me sentía sola, me habría gustado morirme".

"Era consciente de mi aislamiento; de golpe, una profunda sensación de soledad me invadió con tal violencia que me dejó pasmada, sin aliento. Oleadas de ansiedad me recorrían la espalda como escalofríos".

"Empecé a llorar con sollozos fuertes y dolorosos. Lloré mucho, y cuanto más me sacudía el llanto, más me dominaba una ira rebelde: ¿por qué ni siquiera Dios me quería?".

"Me lié a patadas con el tronco de un árbol, pero en realidad estaba pateando a Dios. ¡A ese Dios que no estaba!".

"De pronto se levantó el viento y sacudió las ramas de los árboles, que liberaron un torbellino de hojas muertas. Las hojas caían como borrachas, revoloteando como grandes mariposas perdidas que intentan unirse a sus compañeras en el lecho de muerte".

"A veces, actuar de forma responsable puede obrar milagros".

"—¿Tu madre? —pregunté distraídamente.
—Tu abuela. Conseguimos enterrarla en el cementerio de Lichtenberg.
¿Abuela? Ah, ya, quería decir la abuela política; entonces me rebelé y exclamé:
—¡Mi abuela está en Polonia!
Hilde se detuvo y dijo con voz ácida:
—Te guste o no, mi madre era tu abuela".

"—No te vuelvas, por favor...
Pero yo me giré al instante, y entonces la vi. Era la mujer que había gritado «¡corred al refugio!».
Yacía un poco más allá en un charco de sangre, sin cabeza. Vomité. Vomité el alma. Vomité todo el horror que sentía por el mundo".

"—¿Quiere parar de una vez? —rugió con maldad un hombre anciano mientras lanzaba a la mujer una furiosa mirada de reproche. Pero la vieja respondió con tranquilidad:
—A usted también le vendría bien hablar con el Señor, Herr Hammer.
El otro contestó con desprecio:
—¡Un Dios que permite esta guerra no merece una oración! —Y escupió en el suelo".

"Cuando suenan las sirenas, bajamos corriendo al sótano; cuando pasa la alarma, regresamos a las casas. Es un continuo subir y bajar escaleras, y al desasosiego se suman el constante terror y el agotamiento que produce el hambre".

"El mundo ya no tiene nada que ofrecerme porque me lo ha quitado todo: la infancia, a mi madre, a mi padre, a la abuela, a mi hermano. ¿Qué me queda? El hambre, la sed, el miedo, el frío, la soledad".

"En el frío comedor, me acerco al cuadro que pintó mi padre y lo observo con desesperación. Me gustaría clavar las uñas en la tela y desgarrar su superficie. Me gustaría desgarrarla hasta que se me gastasen las uñas para ver si debajo encuentro algo de mi padre, un reflejo, un atisbo. Me gustaría arrancar ese cuadro de la pared y escarbar en los colores, separar los rojos de los verdes para descubrir un gesto de mi padre, el eco de su respiración, del latido de su corazón".

"—¡Tengo hambre! —declara Peter con sus puñitos en las caderas.
—Todavía no es de noche —le recuerda la madrastra—. Si te doy ahora tu ración de pan, ¿qué te quedará para la cena?
—¡Pero yo tengo hambre ahora!
—¡Un auténtico alemán sabe controlarse, Peter!".

"Quiero un cielo azul que no esté atravesado por los pájaros negros. Quiero respirar un aire que no huela a cadáveres y noches que no exploten sobre mi cabeza. ¡Quiero un Dios que detenga la guerra!".

"Da igual adónde dirija la mirada, siempre me topo con ruinas y montañas de escombros sin fin".

"El SS grita satisfecho: «¡Todo en orden! Heil Hitler!», y salta fuera del vehículo.
—¡Malditos! —estalla Herr Klug.
—¡Por favor, sujete la lengua! —lo reprende Marianne.
—¡Sujete unos cojones! —masculla el conductor, y arranca de nuevo".

"Un día nos comunican que el Führer vendrá a saludarnos y Peter se ilumina de alegría. ¡Igual que si le hubiesen prometido que vería a Papá Noel en persona!".

"Seguí mirando, incrédula, atónita. Como si me despertase de un sueño, la realidad me atrapó con brutalidad: ¡la guerra seguía, no había cambiado nada! ¿Por qué me había hecho ilusiones?".

"Opa me dice:
—Échate en la cama, pequeña, y olvídalo todo si puedes. —Y me ayuda a subir a la cama que está sobre la de Peter. Intento concentrarme en la pared para no pensar en los cazas que ahí fuera esparcen la muerte".

"Pero en ese momento suena la alarma, y dos minutos después empieza un rabioso martilleo de fuego. Un arroyo de cal corre a lo largo de la tubería, las paredes tiemblan. ¿Tendré tiempo de crecer? ¿Tendrá Opa tiempo de envejecer?".

"Un día se me ocurrió mirarme en un espejo, y lo que allí se reflejaba me aterrorizó. Vi una cara descarnada con las mejillas hundidas, la piel de un gris amarillento y unas oscuras ojeras. ¡Qué horror! El pelo estaba pegado al cráneo en mechones sucios y tenía una sombra tan patética en los ojos que experimenté un sentimiento de odio por mí misma".

"Me pregunté con asombro por qué construían los hombres las ciudades si luego permitían que fuesen incendiadas".

"Nos encontrábamos todos allí cuando sonó la alarma. Por entonces estábamos casi siempre bajo el fuego de las bombas, por lo que oír las sirenas nos parecía casi más normal que no oírlas. Cada uno fue a su lugar preferido; ¡si teníamos que morir, al menos que muriésemos en el lugar que más nos gustaba!".

"Aquella mañana yo estaba muy alterada: ¡no entendía y no quería entender! ¡No quería seguir viviendo de ese modo, estaba harta! ¡No quería saber nada más de aquella absurda existencia que llevábamos!".

"Si la sed era un infierno porque excavaba túneles en el deseo ardiente y hacía que soñáramos con grifos y fuentes rebosantes de agua, el hambre no era para menos".

"Un día, recibimos la noticia de que mi padre había resultado herido y se encontraba en un hospital militar cerca de Frankfurt. Lloré de alegría porque, al menos, sabía que estaba vivo".

"Una semana después de la desventura de las raíces, Frau Fichtner exclamó justo cuando sonaba la alarma:
—Dios mío, ya estoy cansada de toda esta historia. ¿Por qué no puedo morir?
Cerró los ojos, se dejó caer a un lado y expiró. En un primer momento, pensamos que estaba dormida, pero luego vimos que el cuerpo había adquirido sobre el colchón una postura demasiado rígida y extraña. Cuando alguien se acercó advirtió de inmediato que tenía el corazón parado.
—Una bonita muerte —comentó Herr Hammer—, yo firmaría por eso".

"Los hombres podían destruir Berlín y quizá el mundo entero, pero el sol alumbraría todos los horrores y al final daría un nuevo calor a la vida".

"Lo odiaba todo. Odiaba el mundo, a mí, mi suciedad, mi miseria, el sótano al que tendría que volver en un minuto y la guerra que me obligaba a vegetar. Todos, sin distinción, me habían traicionado: mi madre, mi padre, la madrastra, Alemania, el mundo. La vida. ¡Dios!
Ofuscada por el odio, eché a correr hacia la puerta. Opa me miró sin comprender y gritó:
—¡Pensaba darte cinco minutos más, tesoro!
Pero yo contesté con maldad, hostilidad, rebeldía, resentimiento:
—¡No los quiero! ¡No quiero tus cinco minutos! ¡No quiero nada más, sólo quiero morir! —Y regresé temblando a mi prisión".

"—¿Dónde está el otro trozo de pierna?
Le ordenaron que guardase silencio.
—Chist... ¿Qué dices? ¡El doctor podría oírte y molestarse!
—¿Dónde está el otro trozo de pierna? —repitió Peter alzando la voz. Entonces el médico se despertó y respondió:
—Me la ha arrancado una granada, muchacho. ¿Quieres prometerme una cosa?
—Sí... —susurró Peter, al que había pillado por sorpresa.
—Prométeme que de mayor no permitirás que haya otra guerra —dijo el viejo.
—¿Por qué? —preguntó Peter mientras se pellizcaba las mejillas.
—Porque la guerra no es digna de los hombres.
—¿Por qué?
—Porque en la guerra la gente se ve obligada a comportarse de forma antinatural".

"Bromas cansadas en el oscuro sótano, angustiosas hipótesis sobre la llegada de los rusos, negras previsiones sobre un futuro incierto, mientras el viejo de siempre seguía orinándose encima y usábamos un cubo en lugar de un váter, sin ninguna posibilidad de conseguir papel higiénico. Habíamos hecho de todo para remediar aquella ridícula carencia. Habíamos reducido a pedacitos sábanas y paños de cocina. Al final recurrimos a los libros, de los que elegíamos los de papel más suave. Pasaban así bajo nuestras nalgas páginas preciosas de Nietzsche o de Shakespeare. Al principio, alguien sacó chistes sobre el tema, pero pronto lo hicieron callar.
—Cuando la cultura se va a la mierda —dijo Herr Mannheim, que había sido periodista—, un pueblo está en las últimas".

"Rechacé a mi madre, aunque fue a costa de un doloroso y desgarrador conflicto interior. La perdí por segunda vez. Aquel vacío aún me pesa, no he podido librarme de él. Es el vacío más pesado que un ser humano puede soportar; un vacío que es como un enemigo astuto que siempre está listo para hacer que caigas, para debilitarte, para hacerte frágil y convertirte en presa fácil de consuelos ficticios. Me ha costado mucha lucha y mucho dolor".

"Entonces un ruso del grupo se adelantó y le apuntó entre los ojos con el fusil.
—¡Tú dar urri o tú kaputt!
Pero el viejo no se echó atrás, continuó lloriqueando con una obstinación ridícula e irracional.
—¡El reloj no, por favor! ¡Por favor!
—Suelta el reloj, idiota —bisbiseó Herr Hammer.
—¡No, no quiero!
—¡Que lo sueltes, maldita sea!
El viejo se ahogaba en un ronco gimoteo. Entonces el ruso le dijo con desprecio:
—¿Tú llorar por urri? ¡Tú idiot! ¡Llorar más por tu ciudad! —Y le arrancó de forma brutal el reloj de la muñeca. El viejo empezó a sollozar espasmódicamente".

"Herr Mannheim dijo al viejo que no había querido soltar el reloj:
—Es usted más terco que una mula. ¿Cómo se le ocurre ponerse a discutir con un ruso?
—Mi reloj... —El otro retomó sus lamentaciones—. Era el único recuerdo de mi esposa...
—¿Es que no sabe que ese ruso podía haberlo matado?
—¿Por un reloj? —protestó el viejo.
—¡Creo que usted no se entera de nada! —concluyó Herr Mannheim".

"Estuve mirando la mancha con malestar creciente hasta que la madrastra me dijo:
—¡No mires eso! —Yo le pregunté por qué—. ¡No mires y punto! —fue su respuesta, la imperiosa respuesta de siempre; pero aquella vez no la acepté.
—Dime por qué —insistí con rebeldía.
Ella me lanzó una mirada de fastidio, suspiró y respondió deprisa:
—¡Porque podría quedarse impreso en tu mente, por eso!
—¡No quiero olvidar! —contesté por instinto, aunque no tenía claro el motivo. Ella hizo un gesto de rabia, se recogió con la mano un mechón de pelo sucio y afirmó con voz seca y categórica:
—¡Es mejor olvidar!".

"Un día, aquel viejo, que era un avispado cuentacuentos dotado de un humor macabro, me hizo reír. Dijo: «¡El hedor de los muertos de Berlín se podría soportar si no estuviese el de los vivos!» ¡Pero él tampoco olía a lavanda!".

"Hasta Peter y Egon pasaban el tiempo durmiendo; parecían dos ramitas tronchadas con la savia seca. Cuando veía a mi hermano en aquel estado me preguntaba con un escalofrío: ¿cómo puede un niño de cinco años estar ya cansado de la vida?".

"—¿Qué tiene, Frau Bittner, se siente mal?
Ella sacudió la cabeza, atrapó al vuelo una horquilla que se le caía junto a un mechón de pelo, la fijó en su lugar con expresión pensativa y dijo medio atontada:
—Ha acabado la guerra.
La frase tuvo el efecto de una mecha.
—¡¿Qué?! —gritó Herr Hammer, y saltó del camastro—".

"La madrastra me abrazó y murmuró con emoción:
—Ahora todo volverá a ser como antes, ya lo verás.
Pero yo no entendía si hablaba de ella misma, de mí o del destino de Alemania".

"Las enfermedades infecciosas se extendían, y los piojos, las chinches y las ratas eran los soberanos absolutos. Nadie había vuelto a la escuela, nadie trabajaba. De los sótanos, los refugios y las bocas del tren subterráneo salían pobres espectros sucios y cubiertos con harapos, destrozados en cuerpo y alma. Eran alemanes, representantes de la raza superior, según Adolf Hitler, de la raza dominante. Pero, en realidad, sólo eran sombras".

"—¡Helga! —llamó Opa—. ¿Nos vamos?
Para nosotros, el infierno había acabado. Nuevos horizontes, nueva vida. ¡Había acabado la guerra!
Adiós, sótano".

"Frente a la puerta de la vivienda de Hilde, Opa dejó la maleta y preguntó:
—¿Qué hacías allí abajo? ¿Habías olvidado algo?
—Sólo miraba —contesté—, miraba para no olvidar nada.
Él me acarició el pelo y susurró:
—Eres una niña especial. —Y metió la llave en la cerradura".

"A veces tenía miedo de que la guerra no hubiese acabado de verdad y de que nos sorprendiera en casa y de noche un ataque aéreo imprevisto. Aún tenía miedo de morir".

"—Opa, ¿quiénes son los malos, los rusos o los alemanes? —Yo seguía atormentándolo, pero él continuó respondiendo en tono afable.
—En todos los pueblos y razas hay hombres buenos y hombres malos; quizá el pueblo alemán tenga una tendencia que en el ruso parece menos acentuada: el fanatismo.
—¿Qué es el fanatismo?
—El fanatismo es cuando se hacen las cosas con un empeño tan exagerado que te vuelves ciego y sordo y acrítico".

"—¿Por qué no ha venido nunca Stefan?
La madrastra suspiró.
—Porque estaba en la guerra, ¡y tienes que llamarlo Vati!
—Me da vergüenza.
—¡Pero si es tu padre!
—Me da vergüenza.
La madrastra se levantó del sillón.
—Ya me tienes harta, jovencito. Voy a prepararme.
—¡Yo también voy a la estación!
—¡No! —gritó la madrastra, y añadió—: ¡Es mi marido, tesoro!
—¡Mío también! ¡Mío también!
—¡Por Dios, es tu padre, Peterlein!".

"—¿Quieres un caramelo?
Peter se acercó a ella y tomó algo de su mano, pero antes de que pudiese llevárselo a la boca lo frenó Opa:
—¡Alto! ¡Déjame ver lo que es!
—¡No!
—¡Que me dejes verlo! —Era una pastilla para el dolor de garganta—. No es un caramelo. ¡Tírala!
—¡No!
—¡Está buena! —gritó la niña—, tenemos muchas en casa, mi padre era médico.
—¡Tírala, Peter! —Pero mi hermanito, que no tenía intención de obedecer, se metió la pastilla en la boca y se la tragó sin masticar. La pastilla se le fue por mal sitio y empezó a toser y a ponerse morado hasta que Opa le dio una palmada en la espalda; nos dio un susto de muerte. Cuando pasó el peligro de que se ahogase, Opa dijo—: ¡A casa! El paseo ha terminado.
—¿Ya? —gruñó Peter, que tenía una cara muy larga y lloraba porque había escupido la pastilla.
El tiempo no quería pasar".

"—Entonces, ¿qué harás?
—Volveremos a Austria y buscaré un empleo.
—¡A Austria! —exclamé con sorpresa.
—Nosotros somos austriacos —me recordó—. Yo no quiero seguir en este país, en esta ciudad.
Aquí ya no me queda nada".


"Echo un último vistazo por la ventanilla: detrás no tengo nada; delante, sólo lo desconocido".




Helga Schneider

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