jueves, 27 de octubre de 2022

Citas: La dama pálida - Alejandro Dumas

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 "—Escuchen —dijo la dama pálida con una extraña solemnidad—, ya que todos aquí han contado alguna historia, yo también quiero contar una. Doctor, no vaya a decir que la historia no es verdadera; es la mía... Esta noche va a saber lo que la ciencia no pudo decirle hasta ahora, doctor; va a saber por qué soy tan pálida".


"—Soy Polaca; nací en Sandomir, es decir, en un país donde las leyendas llegan a ser artículos de fe, donde creemos en nuestras tradiciones de familia tanto, o más quizá, que en el Evangelio. Ninguno de nuestros castillos deja de tener su espectro, ni existe una sola cabaña sin su espíritu familiar".

"Tendría unos veinticuatro años, era de elevada estatura, y en sus grandes ojos azules se leían resolución y firmeza singulares.
Sus largos cabellos rubios, indicio de la raza eslava, le caían sobre los hombros como los del arcángel san Miguel, ornando unas mejillas jóvenes y frescas; entreabría sus labios desdeñosa sonrisa, dejando ver una doble hilera de perlas; su mirada era la que cruza el águila con el rayo".

"Mi cabeza caída me permitía ver los hermosos ojos de Gregoriska fijos en los míos. Kostaki lo reparó, levantó mi cabeza y ya no vi más que su mirada sombría que me devoraba. Bajé los párpados; pero inútilmente: a través de su velo, continué viendo aquella mirada lacerante que, penetrando hasta el fondo de mi pecho, me atravesaba el corazón".

"Ambos hermanos se enamoraron de mí cada uno según su carácter. Kostaki, desde el día siguiente, me dijo que me amaba, declaró que sería suya y no de otro, y que me mataría antes que dejarme pertenecer a otro, fuera quien fuese. Gregoriska nada dijo; pero me rodeó de cuidados y atenciones. Todos los recursos de una educación brillante, todos los recuerdos de su juventud pasada en las más nobles cortes de Europa fueron empleados para complacerme y ¡ay! no era difícil; al primer sonido de su voz, había yo sentido que aquella voz acariciaba mi alma; a la primera mirada de sus ojos sentí que aquella mirada penetraba hasta mi corazón.
A los tres meses, Kostaki me había repetido cien veces que me amaba, y yo le odiaba; a los tres meses Gregoriska no me había dirigido aún una sola palabra de amor; y, sin embargo, yo sentía que cuando me lo exigiese sería suya enteramente".

"Era imposible estar más cierta de amor de un hombre de lo que yo lo estaba del suyo, y sin embargo, si se me hubiese preguntado en qué prueba se apoyaba aquella certeza, me hubiera sido imposible decirlo; nadie, en el castillo, podía decir que hubiese visto su mano tocar la mía, ni sus ojos buscar los míos. Sólo los celos podían descubrir a Kostaki aquella rivalidad, como sólo mi amor podía esclarecerme sobre aquel amor".

"Me senté, o por mejor decir, me dejé caer sobre aquel asiento.
—¡Oh! ¡Dios mío! —le dije—, ¿qué hay, y por qué tantas precauciones?
—Porque mi vida, lo cual nada importaría, y la vuestra quizá también dependen de la conversación que vamos a tener. —Asustada; le cogí de la mano.
Llevó él mi mano a sus labios, sin dejar de mirar para pedirme perdón de semejante osadía.
Yo bajé los ojos; era expresar en silencio mi consentimiento.
—Os amo, —me dijo con su voz melodiosa como un canto—; ¿me amáis vos?
—Sí, —le respondí".

"—¡Ojalá fuese pasado mañana!
—¡Hedwigia mía!
Gregoriska me estrechó contra su corazón, nuestros labios se encontraron.
¡Ah! Él lo había dicho. Era hombre honrado; pero, harto comprendió, que si no le pertenecía mi cuerpo, al menos le pertenecía el alma".

"Cuando me levanté para subir a mi aposento, Smeranda, como de costumbre, me abrazó, y, al abrazarme, me dijo aquella misma frase que desde hacía ocho días no había oído salir de su boca:
—Kostaki ama Hedwigia.
Esta frase me persiguió como una amenaza, y al encontrarme sola en mi aposento me pareció que una voz murmuraba a mis oídos:
—¡Kostaki ama Hedwigia!
Ahora bien, el amor de Kostaki, Gregoriska me lo había dicho, era la muerte".

"Algunos minutos antes de las nueve me pareció oír en el patio el galope de un caballo. Smeranda lo oyó también, porque volvió la cabeza del lado de la ventana; pero era demasiado oscura la noche para que pudiese ver nada".

"Reconocí a Gregoriska, sí, pero pálido como la muerte. Solamente con verle, se adivinaba ya que acababa de ocurrir algo terrible.
—¿Eres tú, Kostaki? —preguntó Smeranda.
—No, madre mía, —respondió Gregoriska con voz sorda.
—¡Ah! ¿por fin estáis aquí, y desde cuando aquí debe esperaros vuestra madre?
—Madre mía, —dijo Gregoriska fijando una mirada en el reloj—, no son más que las nueve.
En aquel momento, efectivamente, dieron las nueve.
—Verdad es, —dijo Smeranda—. ¿Dónde está vuestro hermano? —A mi pesar,pensé que era la misma pregunta que Dios había dirigido a Caín".

"Gregoriska extendió su mano sobre el cadáver.
—Juro que el asesino morirá, —dijo.
A este juramento extraño y del que solamente yo y el muerto quizá, podíamos comprender el verdadero sentido, vi o creí verse cumplir un espantoso prodigio.
Los ojos del cadáver se abrieron y se clavaron en mí más animados acaso de lo que nunca los había visto, y sentí, como si hubiera sido palpable aquel doble rayo, penetrar un hierro encendido en mi corazón".

"Parecía una imagen del dolor. Con un movimiento leve como el de una estatua, posó sus labios helados sobre mi frente y con voz sepulcral pronunció sus acostumbradas palabras: Kostaki ama Hedwigia.
No podéis figuraros el efecto que produjeron en mí estas palabras. Semejante protesta de amor hecha en tiempo presente en vez de tiempo pasado; ese ama en vez de amaba; ese amor de ultratumba que venía a buscarme en vida produjo en mí una terrible impresión.
Al mismo tiempo un extraño sentimiento se apoderaba de mí, como si yo hubiese sido en efecto la mujer del que había muerto y no la prometida del que estaba vivo".

"Entonces una sensación extraña se apoderó de mí. Era un terror espeluznante que recorría todo mi cuerpo, helándolo; y mezclado con este terror algo como un sueño invencible que entorpecía mis sentidos: mi pecho se oprimió, se velaron mis ojos.
Extendí los brazos y fui a caer de espaldas sobre mi lecho.
Sin embargo mis sentidos no se habían amortiguado tan completamente que me impidieran oír un rumor de pisadas acercándose a mi puerta; en seguida, me pareció que ésta se abría: después ya no vi ni oí nada más.
Únicamente sentí un vivísimo dolor en el cuello. Después de lo cual caí en completo letargo.
A media noche, desperté; mi lámpara estaba aún encendida; quise levantarme; pero estaba tan débil, que me fue preciso probarlo dos o tres veces. Vencí, empero, esta debilidad, como despierta sentía en el cuello el mismo dolor que había experimentado en mi adormecimiento, me arrastré, apoyándome en la pared, hasta el espejo y miré.
Algo parecido a la picada de un alfiler marcaba la arteria de mi cuello".

"Quise levantarme para recibirle; pero volví a caer en mi sillón.
Lanzó un grito al verme y quiso precipitarse hacia mí; pero tuve fuerza suficiente para extender mi brazo hacia él.
—¿Qué venís a hacer aquí? —le pregunté.
—¡Ah! ¡venía a despedirme de vos! ¡venía a deciros que dejo este mundo que me es insoportable sin vuestro amor y sin vuestra presencia!, ¡venía a deciros que me retiro al monasterio de Hango!
—Mi presencia os está vedada, Gregoriska, —le respondí—; pero no mi amor.
¡Ah! yo os amo siempre, y mi mayor pena es que de hoy en adelante este amor sea casi un crimen".

"Todo era muerto, todo era cadáver… carne, traje, movimientos… los ojos solo, sus ojos terribles estaban vivos.
Ante aquel espectáculo ¡cosa extraña! en vez de sentir redoblar, mi espanto, sentí acrecentarse mi valor. Dios me lo enviaba, sin duda, para que pudiera juzgar mi situación y defenderme contra el infierno. Al primer paso que dio el fantasma hacia mi lecho, crucé con osadía mi mirada con aquella mirada de plomo y le presenté el ramo bendecido.
El espectro intentó adelantarse; pero un poder más fuerte que el suyo le mantuvo en su sitio.
Se paró.
—¡Oh! —murmuró—; no duerme; ¡todo lo sabe!".

"Kostaki exhaló un suspiro preñado de lucha y desesperación.
—¿Qué quieres? —preguntó a su hermano.
—¡En nombre del Dios vivo! —exclamó Gregoriska—, te conjuro para que me
respondas.
—Habla, —dijo el fantasma rechinando los dientes.
—¿Soy yo quien te aguardó?
—No.
—¿Soy yo quien te atacó?
—No.
—¿Soy yo quien te hirió?
—No.
—Tú te arrojaste sobre mi espada, y todo hubo concluido. Por consiguiente, a los ojos de Dios y de los hombres, no soy culpable del crimen de fratricidio; tú no has recibido una misión divina sino infernal; tú has salido de la tumba, no como una sombra santa, sino como un espectro maldito y vas a volver de nuevo a tu tumba.
—¡Con ella, sí! —exclamó Kostaki haciendo un esfuerzo supremo para apoderarse de mí.
—¡Solo! —exclamó a su vez Gregoriska—; esa mujer me pertenece".

"—Kostaki, —dijo—, no ha concluido aún todo para ti. Una voz celeste me dice que serás perdonado si te arrepientes; ¿prometes volver a entrar en la tumba, prometes no salir de ella, prometes, en fin, consagrar a Dios el culto que hasta ahora has tributado al infierno?
—No, respondió Kostaki.
—¿Te arrepientes? —preguntó Gregoriska.
—¡No!
—¿Por última vez, Kostaki?
—¡No!
—Pues bien; llama en tu auxilio a Satanás como yo invoco a Dios, y veamos de nuevo quién saldrá victorioso".

"Gregoriska había permanecido en pie, pero vacilando. Corrí y le sostuve en mis brazos.
—¿Estáis herido? —le pregunté con ansiedad.
—No, —me dijo—; pero en un duelo semejante, mi querida Hedwigia, no es la herida la que mata, es la lucha. He luchado con la muerte y pertenezco a la muerte".

"En cualquier otra circunstancia, hallándome en medio del cementerio, cerca de aquella tumba abierta, con aquellos dos cadáveres, tendidos uno junto al otro, hubiera enloquecido; pero, y lo he dicho, Dios había puesto en mí una fuerza igual a los acontecimientos de los que me hacía no solamente testigo, sino también protagonista.
En el momento en que miraba en torno mío, buscando un auxilio cualquiera, vi abrirse la puerta del monasterio, y los monjes, guiados por el padre Basilio, se adelantaron dos a dos, con sendas antorchas encendidas y entonando las oraciones de difuntos.
El padre Basilio acababa de llegar al convento; había previsto lo que había ocurrido, y, a la cabeza de toda la comunidad, se dirigía al cementerio.
Me encontró viva junto a dos muertos".

"Mi salud se ha restablecido también y no he conservado de ese acontecimiento más que la palidez mortal que acompaña hasta la tumba a toda criatura humana que ha recibido el beso de un vampiro".

"La dama se calló, dieron las doce, y casi me atrevería a decir que el más valiente de nosotros se estremeció al timbre del reloj.
Era ya hora de retirarnos, y nos despedimos del señor Ledrú. Un año después, ese excelente hombre había muerto.
Ésta es la primera vez que, después de su muerte, se me presenta ocasión de pagar un tributo al buen ciudadano, al modesto sabio, al hombre honrado sobre todo.
Me apresuro pues a aprovecharla. Jamás he vuelto a Fontenay-aux-roses".




Alejandro Dumas 

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