"Creo que fue a finales de 1984 cuando oí en una emisora de radio que se iban a publicar los supuestos diarios de Hitler —que pronto se demostrarían falsos—. Esa noticia, que para la mayor parte de la gente no tenía ningún significado especial, cambió mi vida. Mientras escuchaba, me di cuenta de que en realidad lo que perseguían era falsificar la Historia, mi historia y la de toda la humanidad. Algo se movió entonces dentro de mí. Algo que cambiaría mi vida definitivamente".
"Durante treinta y nueve años, yo había guardado silencio. Había tratado de olvidar lo inolvidable, de convencerme a mí misma de que jamás había vivido todo aquel horror sin límites. Pero era en vano: los recuerdos seguían ahí, el mercado de Marghita, el tren, los brazos que me separaron de mi madre, y el espanto, el hambre, el dolor, la muerte… Yo había vivido todo eso. Y como yo, otros muchos millones de personas. La mayor parte jamás pudieron contarlo: fueron asesinados antes de poder decir nada, antes de poder recordar. Ahora, alguien estaba intentando engañar".
"Es falso que no supieran. Yo afirmo que es falso que se quedaran de repente ciegos, sordos y mudos. Ellos tenían que saber algo, mientras once millones de personas de todas las nacionalidades, religiones y condiciones eran cruelmente asesinadas".
"Personas indefensas, entre ellos disminuidos psíquicos, lisiados, enfermos mentales, homosexuales, prostitutas, adversarios políticos, gitanos, testigos de Jehová o judíos. Sí, seis millones de judíos, cuyo único pecado fue haber nacido siendo judíos".
"Al acabar la guerra, los supervivientes éramos unos cientos de miles, pronto seremos sólo unos miles, y si no hablamos, no seremos más que un puñado de cenizas calladas".
"Las barbaridades no tenían límite. Una de las cosas más estremecedoras que se pueden contar de un ser humano —suponiendo que éste sea digno de recibir ese nombre— es el comportamiento de la mujer de Rudolf Höss. Como ya he dicho, él fue el primer comandante de Auschwitz casi hasta el final. El matrimonio y sus cinco hijos residían junto a la entrada del recinto. Después de haber enviado a Berlín varios vagones con diversos bienes requisados a los prisioneros, y de utilizar en su hogar los servicios de los esclavos que su marido le proporcionaba, aquella mujer pronunció la siguiente frase: «Este es el paraíso del que nunca quisiera irme». Es impresionante el lugar que ella fue capaz de calificar como «el paraíso». Es evidente que el olor nauseabundo de los hornos crematorios no afectaba a su fino olfato. A nosotros, en cambio, a quienes estábamos allí prisioneros, ese olor nos recordaba día y noche la muerte, la de todos aquellos que ya habían sido gaseados y luego eran incinerados allí, y la nuestra propia que no tardaría en llegar. En horas, días o semanas, ese olor sería el nuestro. Como había sido el de nuestras madres, hijos o esposos".
"Sé que mi voz se pierde en el ruido del tiempo, en el devastador ruido del tiempo.
Con este libro espero que las nuevas generaciones puedan oír mi ruego: que ellas continúen mi trabajo. Que no nos olviden".
"Por las calles, los niños que habían sido antaño nuestros compañeros de juegos, nos gritaban ahora insultos y nos arrojaban piedras y pellas de barro. Sufríamos la persecución en todo momento, pero no podíamos defendernos y nuestros padres nos rogaban que no respondiésemos a las provocaciones, porque una simple denuncia a un judío era suficiente para que le impusieran una multa desmesurada sin indagar más. Empezaban los tiempos difíciles para nosotros".
"Casi toda mi familia, pues, desapareció en aquellos días. Asesinados todos en unas semanas. Si ellos pudieran hablar, si cada uno de mis familiares pudiera contar ahora su experiencia, todos recordarían lo mismo, pues todos viajamos hacia la muerte y el horror peor que la muerte aquel año espantoso de 1944.
Todos los judíos de Transilvania. Muchas almas, muchos rostros de niños, mujeres y hombres, muchas bocas para hablar de una sola historia, de un solo destino: Auschwitz-Birkenau".
"Tengo la sensación de vomitar cada vez que digo esa palabra: Auschwitz-Birkenau.
Vomitar un monstruo que llevo dentro. Pero debo contener mi náusea y tratar de explicar cómo era ese lugar con nombre de infierno".
"Yo sólo tenía catorce años, y debería haber sido enviada directamente a la cámara de gas. Pero aquella noche llevaba un pañuelo en la cabeza y unos zapatos de tacón de mi madre, porque mis pies estaban tan hinchados al haber permanecido durante horas y horas de pie en el tren, que los míos no me entraban. En la oscuridad de la noche, agarrada del brazo de mi hermana que tenía casi dieciocho, a Mengele debí de parecerle mayor de lo que era, y fui enviada con ella al lado equivocado. Mi madre en cambio era joven y sana, sólo tenía cuarenta años, pero estaba deshecha por el terrible viaje, y se agarraba al brazo de mi abuela, intentando no ser separada de ella. Mengele apenas la miró, pero su brazo de demonio señaló el camino hacia la muerte. Muchas veces, más tarde, lamenté desesperadamente aquel error que permitió que yo me salvara mientras ella moría".
"En aquel instante yo comencé a llorar desesperadamente: nunca más volvería a ver a mi madre, a la que tanto quería. Y seguí llorando hasta que el hambre, el frío, la enfermedad y todo tipo de sufrimientos físicos y psíquicos terminaron por secarme las lágrimas al cabo de unas semanas. Todo se agotaba dentro de mí, incluso el llanto.
Nunca, jamás en mi vida por muchos años que pueda llegar a vivir, olvidaré aquella primera noche. Esa es la noche que nunca podré superar...".
"Los rumores, las constantes desapariciones inexplicables, el terrible e incesante olor de los cuerpos eran pruebas suficientes. Sin embargo, algunas de nosotras no queríamos creerlo. A veces las veteranas, por tranquilizarnos, nos decían que aquello no era verdad. Yo me debatía constantemente entre aceptar o no su existencia".
"La desesperación era mi estado de ánimo permanente. Pero algo dentro de mí deseaba poderosamente vivir. Y necesitaba aquella mentira, aquella esperanza para seguir viviendo".
"Pero cuando una tragedia sacude a una familia como lo hizo con la nuestra, cada pequeño detalle del pasado, cada momento de incomprensión, enfado o mal comportamiento se convierte en una tortura en la mente de quien lo recuerda y sabe que ya no hay vuelta atrás".
"La ilusión de recordar cada detalle de sus encuentros secretos, el deseo de poder estar junto a él de nuevo, el poder de su amor fue lo que la mantuvo viva todo el tiempo, hasta que también, en el último momento, su resistencia se quebró".
"Allí estábamos ella y yo, hundidas en aquel caos, ignorantes como durante todo aquel tiempo de nuestro destino, pero ahora, tal vez, más solas que nunca".
"Nos movíamos siempre en grupos, porque nos encontrábamos a menudo con sorpresas desagradables. Algunas fueron violadas por soldados rusos.
En algunos sótanos había soldados alemanes escondidos, de los que nosotras huíamos despavoridas. También encontramos a algunos muertos, colgando de una cuerda dentro de las casas o en los árboles. Ejecutados o suicidados, nos daba igual: no sentíamos ninguna pena, ninguna piedad por ellos. Y a ver cadáveres estábamos más que acostumbradas".
"No sé qué habría pasado entre nosotros de no haber sido por culpa del tabaco…
Aquella tontería acabó con nuestra relación. Un día, Laci estaba citado con unos amigos en el casino de los oficiales para jugar al póquer y me llevó con él. Alguien me ofreció un cigarrillo y yo lo acepté. Laci empezó a rogarme que no fumara aquel primer cigarrillo porque aseguraba que luego me sería imposible dejar el vicio. Y yo, con la mayor inocencia y muy segura de mí misma, contesté: «Si algún día alguien muy importante en mi vida me lo pidiera, lo dejaría en el acto». Él me miró entonces de forma extraña y dijo a su vez: «Si no lo dejas ahora mismo, nunca más volveré a pisar tu casa». Yo contesté: «Pues muy bien, no lo hagas», y seguí fumando tranquilamente".
"Poco a poco, las cartas fueron volviéndose románticas. Los dos estábamos ilusionados por el misterio del otro, y aquello se convirtió en algo importante en nuestras imaginaciones".
"Se trataba de alguien que había estado muy enfermo, al que habían amputado brazos y piernas, y que repetía una y otra vez: «Mientras quede un ápice de vida, queda esperanza. Sólo el día que se muere y se pierde ese último aliento desaparece también la esperanza»".
"Una semana más tarde, cuando me sentía mejor, reinicié mis clases de diseño en la academia. Al salir la primera noche me encontré a Miki esperándome.
Creo que nunca conseguiré olvidar aquel paseo. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas mientras me preguntaba repetidamente: «¿Cómo has podido destrozar algo tan hermoso?». Pero ya no tenía remedio".
"Hay cosas que, cuando uno vive circunstancias tan graves, ya nunca se pueden perdonar".
"De regreso a Oradea, nos detuvimos con el coche en la última ciudad de Hungría para comprar carne, que como ya he dicho, en Rumania era muy difícil de encontrar. Eva entró en la carnicería y yo me quedé esperándola en el coche. Pero luego pensé que tal vez necesitaría más dinero, así que fui a su encuentro.
Aquello provocó entre nosotras una fuerte crisis: encontré a Eva fumando. Recuerdo que le quité el cigarrillo y lo tiré al suelo. Me sentía tan dolida como si me hubieran herido con un cuchillo.
Pensaba en la cantidad de sacrificios de todo tipo que yo estaba haciendo por su bienestar, mientras ella, llena de ingratitud, se jugaba la vida por el dichoso tabaco".
"He querido contar mi historia sencillamente como un testigo más, para que no se olvide nunca, para que los testimonios de quienes allí estuvimos sean una antorcha que ilumine a nuestros hijos por el camino de la tolerancia y la paz.
Quizá, y éste es mi mayor deseo, así las semillas del odio no vuelvan a brotar de nuevo, y el mundo pueda decir siempre, siempre, lo que nosotros jamás nos cansaremos de repetir: nunca más".
Violeta Friedman
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