"Gwendy se ajusta las gafas y el mundo, antes borroso, vuelve a enfocarse".
"—Me han dicho que no hable con desconocidos.
—Ese es un buen consejo. —Aparenta la edad de su padre, de modo que rondará los treinta y ochos
años, y no tiene mal aspecto, pero el hecho de que lleve puesta una chaqueta de traje negra en una calurosa mañana de agosto lo convierte, a ojos de Gwendy, en un pervertido en potencia—. Seguro que te lo dio tu madre, ¿verdad?
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—Mi padre —aclara Gwendy. Tendrá que pasar a su lado para llegar al parque y, si de verdad es un pervertido, puede que intente raptarla, pero no le preocupa demasiado. A fin de cuentas, están a plena luz del día, el parque se encuentra cerca y lleno de gente, y ella ha recuperado el aliento.
—En ese caso —dice el hombre de la chaqueta negra—, permíteme presentarme. Me llamo Richard Farris. ¿Y tú eres…?
La niña lo medita durante un instante y luego piensa: «¿Qué daño puede hacer?».
—Gwendy Peterson.
—Pues ya nos conocemos, ¿ves?
Pero Gwendy lo niega con un gesto.
—Los nombres no bastan para conocerse".
"—Ya he empezado a darlo —afirma Gwendy—, pero no me voy a quedar esperando.
—Es más o menos lo que yo pensaba —dice Farris—. Nada de esperar, nada de lloriquear, solo atacar el problema. Ir de frente. Admirable. Por eso quería conocerte".
"—¿Por qué? ¿Qué hacen?
—Ya hablaremos de eso después. Por ahora, fíjate en esas palanquitas. Es más fácil accionarlas que apretar los botones; con el meñique es suficiente.
Cuando tires de la palanca de la izquierda, la que está al lado del botón rojo, te dará una sorpresa de chocolate con forma de animal.
—No… —empieza a decir Gwendy.
—No aceptas golosinas de desconocidos, lo sé —la interrumpe Farris, girando los ojos hacia arriba de tal manera que le provoca una risita—. ¿Eso no lo habíamos superado ya, Gwendy?".
"—Qué bonita —musita ella, y luego, con enorme renuencia, se la tiende al señor Farris, pero este cruza las manos sobre el pecho y niega con la cabeza.
—No es mía, Gwendy, sino tuya. Todo lo que salga de la caja te pertenece, las monedas y los bombones, porque la caja te pertenece. Por cierto, el valor numismático actual del dólar Morgan es algo menos de seiscientos dólares.
—Esto… no puedo aceptarlo —dice ella. Su voz le llega a los oídos desde muy lejos. Se siente como si fuera a desmayarse, como cuando empezó a subir a la carrera las Escaleras de los Suicidios hace dos meses—. No he hecho nada para ganármela.
—Pero lo harás".
"Ya no estoy en Castle Rock, piensa Gwendy. He entrado en uno de esos lugares de los libros que me gustan. Oz, o Narnia, o Hobbiton. Esto no puede estar pasando".
"Richard Farris se limita a sonreír y a menear la cabeza, y luego echa a andar hacia el risco, donde una señal reza: ¡PRECAUCIÓN! ¡PROHIBIDO EL PASO A LOS NIÑOS MENORES DE 10 AÑOS QUE NO VAYAN ACOMPAÑADOS DE UN ADULTO! Entonces se gira.
—¡Dime una cosa, Gwendy! ¿Por qué las llaman las Escaleras de los Suicidios?
—Porque un hombre se tiró desde arriba en 1934 o por ahí —explica ella.
Sostiene la caja de botones en el regazo—. Y luego también una mujer, hace cuatro o cinco años. Mi padre dice que en las reuniones municipales se habló de quitarlas, pero en el ayuntamiento todos son republicanos, y los republicanos odian los cambios. Bueno, eso dice mi padre. Uno de ellos dijo que las escaleras son una atracción turística, que supongo que sí, y que un suicidio cada treinta y cinco años o así en realidad no era tan malo. Dijo que, si se convertía en una moda, cambiarían el voto.
El señor Farris esboza una sonrisa.
—¡Estos pueblos pequeños…! ¡Si es que hay que quererlos!".
"Gwendy tiene un pensamiento (novedoso ahora por sus implicaciones adultas pero que más adelante se convertirá en una tediosa certeza): los secretos son un problema, quizá el mayor problema de todos. Pesan sobre la conciencia y roban espacio al mundo".
"—Debería tirar ese maldito trasto al lago —murmura mientras sube las escaleras del sótano—. Y terminar con todo.
Pero sabe que jamás sería capaz. Ahora le pertenece, al menos hasta que el señor Farris regrese para reclamarla. A veces tiene esa esperanza. Y otras veces espera que nunca lo haga.
Cuando el señor Peterson llega a casa, observa a Gwendy con cierta preocupación.
—Estás sudando —señala—. ¿Te encuentras mal?
Ella sonríe.
—He estado corriendo, nada más. Estoy bien.
Y, en gran medida, es cierto".
"Gwendy, acordándose del sueño de Frankie Stone, de repente quiere irse a casa, encerrarse en su cuarto y arrastrarse bajo las sábanas".
"¿Es esta ahora mi vida? —piensa al entrar en el gimnasio de Castle Rock—. ¿Es mi vida esa caja?".
"Permanece de pie en la entrada, absorbiéndolo todo. Es un mundo nuevo por completo, exótico e intimidante, y se siente abrumada. Eso debe de resultarle obvio a cualquiera que la observe, porque un vendedor cercano la llama:
—¿Te has perdido, cariño? ¿Puedo ayudarte en algo?
Es un hombre regordete, de treinta y pico años, que lleva gafas y una gorra de béisbol de los Orioles. Tiene comida en la barba y le centellean los ojos. Gwendy se aproxima a la mesa.
—De momento solo estoy mirando, gracias.
—¿Mirando para comprar o mirando para vender?
Los ojos del hombre se posan en las piernas desnudas de Gwendy, donde se entretienen más tiempo de lo que deberían. Cuando vuelve a alzar la vista, enseña los dientes al sonreír y a Gwendy ya no le gusta el brillo en su mirada".
"—¿Te ha enviado él? —pregunta Gwendy. Se encuentra ahora sentada sobre el trasero, con los pies en el suelo y las piernas encogidas para ocultar los pechos. Ese cabrón enfermo ya les ha echado una buena mirada, pero, con suerte, será lo único que consiga—. ¿Te ha mandado el señor Farris para
recuperar la caja? ¿Quería que la tuvieras tú? —Aunque las pruebas parecen indicar esa posibilidad, resulta difícil de creer.
Ahora él frunce el ceño.
—¿El señor qué?
—Farris. El hombre del traje negro. Con un sombrero pequeño que se mueve por donde quiere.
—No conozco a ningún señor Fa…
Es en ese instante cuando Gwendy arremete contra él, de nuevo sin pensar…, aunque más tarde se le ocurrirá que quizá la caja haya estado controlando sus pensamientos. Al muchacho se le agrandan los ojos, y la mano que empuña la navaja se proyecta como un pistón hacia ella. La hoja se
le hunde en el pie y asoma por el otro lado en medio de un ramillete de sangre. Gwendy chilla mientras estrella el talón en el pecho de Frankie y lo empuja de vuelta al interior del armario. Entonces le arrebata la caja y, al tiempo que aprieta el botón rojo, grita:
—¡Púdrete en el infierno!".
"—¿Y ahora qué?
—Ahora te agradeceré que me devuelvas la caja. Tu trabajo ha terminado…, al menos esta parte de tu trabajo. Aún te quedan muchas cosas que contarle al mundo… y el mundo escuchará. Sabrás entretener a la gente, que es el mayor don del que un hombre o una mujer pueden gozar. Los harás reír, llorar, contener el aliento, pensar. Cuando cumplas treinta y cinco, teclearás en un ordenador en vez de en una máquina de escribir, pero los dos aparatos son, a su manera, cajas de botones, ¿no crees? Disfrutarás de una larga vida…".
Stephen King
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