domingo, 5 de abril de 2020

Citas: Sauce ciego, mujer dormida - Haruki Murakami


Sauce ciego, mujer dormida:

"Era consciente de que debería ser un poco más amable con él, hablarle de esto y de lo otro. Intentar disipar el nerviosismo que sentía antes de llegar al hospital. Pero habían transcurrido cinco años desde que nos vimos por última vez. 
Durante esos cinco años, mi primo había pasado de los nueve a los catorce años, y yo, de los veinte a los veinticinco. Y ese lapso de tiempo había levantado entre nosotros una barrera opaca imposible de atravesar".

"Conforme el autobús fue subiendo la cuesta de la montaña, las hileras de edificios se hicieron más escasas. El tupido ramaje de los árboles arrojaba una densa sombra sobre la calzada. Empezaron a aparecer casas de estilo extranjero, de paredes pintadas y vallas bajas. El aire era fresco. Cada vez que el autobús tomaba una curva, el mar aparecía bajo nuestros ojos para desaparecer a continuación. Mi primo y yo fuimos siguiendo con la mirada el paisaje hasta llegar al hospital".

"Mis recuerdos se detenían en este punto. Intenté recordar qué sucedió continuación. Me tomé una Coca-Cola, contemplé los laureles, le vi el pecho y, ¿qué ocurrió después? Me removí sobre la silla de plástico y, con la mejilla apoyada en el cuenco de la mano, hurgué en los estratos más profundos de mi memoria. 
Como si intentara extraer un tapón clavando la punta del cuchillo en el   corcho".

"Regreso a mis recuerdos. Pienso en el pequeño bolígrafo dorado que la novia de mi amigo llevaba en el bolsillo del pecho.
… Sí. Con ese bolígrafo ella garabateó algo en una servilleta de papel. Hizo un dibujo. Pero el papel de la servilleta era demasiado blando y la punta del bolígrafo no se deslizaba bien por su superficie. Con todo, la novia de mi amigo dibujó una colina.
En la cima había una casita. Dentro de la casita había una mujer durmiendo.
Alrededor de la casa crecían los sauces ciegos. Y eran éstos los que le provocaban el sueño.
—¿Y qué diablos son los sauces ciegos? —preguntó mi amigo.
—Pues esos árboles de ahí.
—Jamás he oído hablar de ellos.
—Es que me los he inventado yo —sonrió ella—. Los sauces ciegos tienen un polen muy fuerte, y cuando unas pequeñas moscas portadoras de ese polen penetran en el oído de una mujer, ésta se queda dormida".

"Mi primo me agarró del brazo con fuerza.
—¿Estás bien? —preguntó.
Volví en mí, me puse de pie. Esta vez pude levantarme sin dificultad. 
Pude volver a sentir en la piel aquella preciosa brisa de mayo. Luego permanecí durante unos segundos en un extraño lugar envuelto en tinieblas. En un lugar donde no existía lo visible y sí existía lo invisible. Unos instantes después, el autobús 28 real se detenía ante nuestros ojos y abría sus puertas reales. Y nosotros pasábamos a su interior y nos dirigíamos a otra parte.
Apoyé una mano en el hombro de mi primo.
—Estoy bien —le dije".

La tragedia de la mina de carbón
de Nueva York:

"—Siento andar pidiéndotelo siempre —le dije—. Tendría que comprarme uno, pero nunca encuentro el momento. Al comprarte un traje de luto, no sé, parece que se te vaya a morir alguien.
—No te preocupes. Total, yo no lo necesito. Incluso es posible que el traje prefiera que lo lleve alguien a estar colgado de la percha como un inútil —dijo.
Él mismo, desde que lo había adquirido, tres años atrás, no se lo había puesto nunca.
—Mírame a mí. Desde que lo tengo, no se me ha muerto nadie —comentó.
—Sí, estas cosas pasan —dije yo.
—¡Y tanto que sí! —exclamó".

"Para mí, en cambio, aquél había sido un año de funerales. A mi alrededor, mis amigos y los que habían sido mis amigos se habían ido muriendo uno tras otro. Un cuadro parecido a un campo de maíz azotado por la sequía del verano. 
Yo tenía veintiocho años. Mis amigos también contaban, más o menos, con la misma edad. Veintisiete, veintiocho, veintinueve años… Una edad poco adecuada para morir. Los poetas mueren a los veintiún años, los revolucionarios y las estrellas del rock, a los veinticuatro. Una vez superada esa edad parece que, de momento, estés a salvo".

"La muerte a una edad tan temprana como los veintiocho años es tan triste como la lluvia de invierno".

"Exceptuando al amigo que se suicidó, todos tuvieron una muerte repentina, ninguno fue consciente de que se acercaba su hora. Como si hubieran estado subiendo una escalera que conocían de memoria y, de repente, les hubiera fallado un peldaño y se hubiesen precipitado al vacío".

"Tomó el traje envuelto en plástico y lo guardó cuidadosamente dentro de la cómoda con ademán de estar devolviendo un osezno que acaba de hibernar a su osera.
—Espero que el traje no huela a entierro —dije.
—Qué más da. Está para eso. Lo que importa no es el traje, sino lo que hay dentro.
—Sí, claro —repuse".

"—Últimamente te veo un poco triste —dijo.
—¿Ah, sí? Es posible —dije.
—Seguro que por la noche le das demasiadas vueltas a las cosas —dijo—. 
Yo, de noche, dejo de pensar.
—¿Y cómo lo logras?
—Cuando parece que voy a deprimirme, empiezo a hacer la limpieza sin pensar en nada. Aunque sean, por ejemplo, las dos o las tres de la madrugada, lavo todos los platos sin dejarme uno, limpio el horno, paso un paño por el suelo de la casa, blanqueo los trapos, ordeno los cajones, plancho todas las camisas del armario —me contaba removiendo el hielo del vaso con la punta de un dedo—. Y, una vez que estoy agotado, me tomo una copa, sólo una, y me duermo. Muy sencillo. 
Por la mañana, cuando, al levantarme, me pongo los calcetines, ya lo he olvidado todo. Ni siquiera recuerdo en qué estaba pensando".

"—¿Sabes? Tengo una botella de champán —dijo él con expresión seria—. La traje de Francia de mi último viaje de negocios. No entiendo gran cosa de champán, pero éste tiene que valer mucho la pena. ¿Nos lo bebemos? Después de tantos entierros, te lo mereces.
—¿No lo tenías reservado para tomártelo con alguna chica en Nochebuena? —le pregunté.
Él trajo la botella de champán fría, dos copas limpias, lo depositó todo en silencio sobre la mesa. Esbozó una sonrisa terriblemente irónica.
—El champán no sirve para nada. Lo único que cuenta es el momento de descorchar la botella.
—¡Ah, ya! —dije admirado".

"—¿Sabes? Eres idéntico a alguien que conozco —dijo ella—. La fisonomía de la cara, la figura, tenéis un aire idéntico, la misma manera de hablar. 
Es increíble lo mucho que os parecéis. Te he estado observando desde que has llegado.
—Si tan iguales somos, me gustaría conocerlo —dije. Eso es cuanto se me ocurrió decir.
—¿De veras?
—Pues, sí. Me gustaría saber qué se siente al conocer a alguien que es idéntico a ti.
Su sonrisa se acentuó por un instante y luego volvió a suavizarse.
—Ya no es posible —replicó ella—. Murió hace cinco años. A la misma edad que debes de tener tú ahora.
—¿Ah, sí? —dije.
—Lo maté yo".

"—¿Te gusta la música? —me preguntó ella.
—Si se trata de buena música en un mundo bueno, sí.
—En un mundo bueno no hay buena música —dijo ella como si me revelara un gran secreto—. En un mundo bueno, el aire no vibra.
—¡Ah, claro! —exclamé. No había otra respuesta posible".

Avión… o cómo hablaba él a solas
como si recitara un poema:

"—El corazón de las personas es como un pozo muy profundo. Nadie sabe lo que hay en el fondo. Sólo podemos imaginárnoslo mirando la forma de las cosas que, de vez en cuando, suben a la superficie".

"—Hablas a solas como si estuvieras recitando un poema".

El espejo:

"En las horas que me quedaban libres escuchaba discos en la sala de música, leía en la biblioteca o jugaba al baloncesto en el gimnasio. Allí solo, por la noche, se estaba muy bien. ¿Que si tenía miedo? No, no. ¡Qué va! A los dieciocho o diecinueve años se desconoce el miedo".

"Así que no vi ningún fantasma. Lo único que yo vi fue… a mí mismo. 
Pero aún no he podido olvidar el terror que experimenté aquella noche. Y siempre pienso lo siguiente: «El hombre únicamente se teme a sí mismo». ¿Qué opináis vosotros?".

Un día perfecto para los canguros:

"—Es que, ¿sabes?, a mí me da la impresión de que si me pierdo esta oportunidad, ya no podré volver a ver jamás una cría de canguro.
—No, quizá no.
—Porque, ¿has visto tú alguna vez una cría de canguro?
—No, nunca.
—¿Y crees que volverás a ver otra en el futuro?
—Pues, ¡quién sabe! Ni idea.
—¿Ves? Por eso estoy preocupada".

Los gatos antropófagos:

"—¿Por qué no volvemos a casa y hacemos el amor? —propuso ella.
—Todavía es por la mañana —dije yo.
—¿Les pasa algo a las mañanas?
—Nada en especial —dije".

La luciérnaga:

"—Oye, si quieres…, si no te va mal…, si no fuese una molestia…, podríamos vernos otra vez. Ya sé que no tengo ningún derecho a proponértelo, pero… —me dijo en el momento de separarnos.
—¿Derecho? —me extrañé—. ¿A qué te refieres con «derecho»?
Ella enrojeció. Tal vez se hubiera dado cuenta de mi asombro.
—No sé explicarlo —comentó en tono de disculpa".

"«La muerte no existe en contraposición a la vida sino como parte de ella»".

"Los ojos de Naoko habían ganado en transparencia. Una transparencia que no iba a ninguna parte. A veces, sin razón aparente, clavaba sus ojos en los míos. Cada vez que ocurría, a mí me embargaba la tristeza".

En cualquier lugar
donde parezca que esto pueda hallarse:

"—Oye, ¿tienes perro?
—No. Pero sí tengo peces tropicales.
—¡Ah! —dijo la niña. Aunque no parecían entusiasmarle los peces tropicales.
—¿Te gustan los perros? —le pregunté a la niña.
Sin responder a mi pregunta, ella me hizo otra.
—¿Tienes niños?
—No, no tengo niños —le respondí.
La niña me clavó una mirada suspicaz.
—Mi madre dice que no hable con hombres que no tienen niños. Porque, según ella, entre éstos hay muchos marranos.
—No siempre es así. Pero es verdad que debes andarte con cuidado con los hombres que no conoces. Tal como te previene tu madre.
—Pero yo no creo que tú seas un marrano —dijo la niña.
—Yo diría que no.
—Y tú no me enseñarás de repente el pito, ¿verdad?
—No.
—Y tú no coleccionas bragas de niñas pequeñas, ¿verdad?
—No".






Haruki Murakami

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