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"Me enfadé, como se enfada uno siempre que un fallo le hace ser consciente de la insuficiencia e imperfección de las fuerzas mentales, pero no perdí la esperanza de recuperar aquel recuerdo. Tenía claro que tan sólo necesitaba un minúsculo gancho al que poder aferrarme, pues mi memoria es de una índole particular, buena y mala al mismo tiempo. Por un lado, obstinada y tenaz, pero por otro también increíblemente fiel. Se traga lo más importante, tanto en lo que respecta a los acontecimientos como a los rostros, tanto lo leído como lo vivido, dejándolo con frecuencia en lo más hondo, en la oscuridad, y no devuelve nada de ese mundo subterráneo sin que uno ejerza presión, sólo porque así lo requiere la voluntad. Sin embargo, me basta el más fugaz asidero, una postal, los trazos de una caligrafía en el sobre de una carta, una hoja de periódico amarilla por el tiempo, y enseguida lo olvidado, como el pez en el anzuelo, resurge de un brinco de la fluida y oscura superficie, vivo y coleando".
"Así que cerré los ojos para poder reflexionar de modo más intenso, para dar forma a aquel anzuelo misterioso y asirlo. Pero, ¡nada! Otra vez, ¡nada! Estaba enterrado y olvidado".
"Y tanto me irrité por lo chapucero y caprichoso del aparato retentivo que tengo entre las sienes, que habría podido golpearme la frente con los puños, tal y como se sacude una máquina tragaperras estropeada que, desleal, retiene lo que le pedimos".
"Pues así como un niño cae en el sueño y se olvida del mundo por medio de ese rítmico vaivén hipnotizador, también el espíritu, en opinión de aquellos devotos, se sume de manera más fácil en la gracia de la abstracción gracias a ese oscilar y columpiarse del cuerpo ocioso. Y en efecto, Jakob Mendel no veía ni oía nada de lo que ocurría a su alrededor. Junto a él alborotaban y vociferaban los jugadores de billar, corrían los marcadores, repiqueteaba el teléfono. Barrían el suelo, encendían la estufa… Él no se enteraba de nada. En una ocasión, un carbón al rojo vivo cayó fuera de la estufa; y ya olía a chamuscado y humeaba el parqué a dos pasos de él, cuando, alertado por el tufo infernal, uno de los parroquianos se dio cuenta del peligro y a toda velocidad se abalanzó para extinguir la humareda. Pero él, Jakob Mendel, a tan sólo dos pulgadas de distancia y ya tiznado por el humo, no había notado nada, pues leía como otros rezan, como juegan los jugadores, tal y como los borrachos, aturdidos, se quedan con la mirada perdida en el vacío".
"Para disimular un poco mi asombro, le pregunté con timidez cuáles de entre todos aquellos libros podría conseguirme. «Pues veamos lo que se puede hacer», refunfuñó. «Vuelva por aquí mañana. Mendel entretanto le conseguirá algo. Y lo que no se encuentre, lo hallaré en otro sitio. Cuando uno tiene secreto también tiene suerte»".
"Le di las gracias con educación y, acto seguido, por pura amabilidad, cometí una enorme estupidez, pues le propuse apuntarle en una hoja los títulos de los libros que deseaba. En el mismo instante noté que mi amigo me daba un codazo de advertencia.
Pero era demasiado tarde. Mendel ya me había lanzado una mirada —¡qué mirada!— a un tiempo triunfal y ofendida, burlona y de superioridad, una mirada francamente regia, la mirada del Macbeth shakespeariano cuando Macduff pretende que el héroe invencible se entregue sin combatir".
"El dinero no tenía espacio alguno dentro de su mundo, pues nunca se le había visto más que con la misma chaqueta raída, por la mañana, por la tarde y por la noche, consumiendo su leche y sus dos panes, comiendo al mediodía algún bocado que le traían de la casa de huéspedes. No fumaba, no jugaba. Sí, se puede decir que no vivía, tan sólo aquellos dos ojos tras las gafas estaban vivos y alimentaban con palabras, títulos y nombres el cerebro de aquel ser enigmático. Y la masa blanda, fértil, absorbía con ansia aquella plétora, como una pradera las miles y miles de gotas de la lluvia".
"Las personas no le interesaban, y de todas las pasiones humanas tal vez sólo conocía una, por cierto, la más humana de todas, la vanidad".
"Mientras que, por lo general, cuando se le presentaba un libro menor cerraba la cubierta con desprecio y sin más murmuraba «dos coronas», ante cualquier rareza o algo único se echaba hacia atrás lleno de consideración, poniendo debajo una hoja de papel, y uno podía ver cómo de pronto se avergonzaba de sus dedos sucios, cubiertos de tinta, y de sus uñas negras.
Después, tierno, cuidadoso, hojeaba el raro ejemplar con un enorme respeto, página por página. Nadie podía molestarle en un instante como aquél, como tampoco a un verdadero creyente durante la oración. Y de hecho, aquella manera de mirar, de rozar, de olfatear y sopesar, cada una de aquellas acciones por separado, tenía algo del ceremonial, de la sucesión regulada por el culto en un acto religioso".
"La espalda encorvada se movía de acá para allá, al tiempo que él murmuraba y refunfuñaba, se rascaba la cabeza, soltaba extraños y primitivos sonidos vocálicos, unos prolongados, casi estremecidos «¡ah!» y «¡oh!» de absorta admiración, y después de nuevo un rápido y horrorizado «¡ay!» o un «¡ay va!», cuando faltaba una página o resultaba que una hoja se la había comido la carcoma. Por fin, respetuoso, acunaba el mamotreto sobre su mano, olisqueaba y husmeaba el tosco paralelepípedo con los ojos semi cerrados, no menos conmovido que una muchacha sentimentaloide frente a un nardo".
"Y además, llevado por un hondo presentimiento, el joven inexperto que fui había sentido un gran aprecio por Jakob Mendel. Gracias a él me había acercado por vez primera al enorme misterio de que todo lo que de extraordinario y más poderoso se produce en nuestra existencia se logra sólo a través de la concentración interior, a través de una monomanía sublime, sagradamente emparentada con la locura".
"Cuando se le indicó que siguiera a los dos soldados, se quedó parado sin saber qué hacer.
No entendía qué era lo que querían de él, pero en realidad no sentía ninguna preocupación. Al fin y al cabo, ¿qué podía tramar contra él el hombre del cuello dorado y la voz ordinaria? En su mundo superior de los libros no había guerras, ni malentendidos, tan sólo el eterno saber y querer saber aún más números y palabras, títulos y nombres. De modo que, apacible, marchó entre los dos soldados escaleras abajo. Sólo cuando le quitaron todos los libros que llevaba en los bolsillos del abrigo y le exigieron que entregara la cartera, en la que había metido cientos de notas y direcciones de clientes, sólo entonces, comenzó, furioso, a dar golpes a su alrededor. Tuvieron que sujetarle. Y, por desgracia, sus gafas cayeron al suelo. El mágico telescopio que le permitía contemplar el mundo del espíritu se rompió así en mil pedazos".
"Llevaba puesto un raído capote militar lleno de zurcidos, y en la cabeza algo que alguna vez debió de ser un sombrero, uno que habrían tirado.
No tenía cuello de camisa, y parecía la muerte, con el rostro y el pelo grises, y tan flaco que daba lástima. Pero entra, directo, como si nada hubiera ocurrido. No pregunta nada, no dice nada. Va hacia su mesa, allí, y se quita el abrigo, pero no como en otro tiempo, con agilidad y sin esfuerzo, sino respirando con dificultad.
Aquella vez no traía ningún libro. Se limita a sentarse y no dice nada. Tan sólo clava la vista ante él con los ojos vacíos por completo, resecos. Sólo poco a poco, cuando le llevamos todo el paquete con los escritos que habían llegado para él desde Alemania, se puso de nuevo a leer. Pero ya no era el mismo".
"Y en la memoria de Mendel, en aquel teclado único del conocimiento, las teclas, a su regreso, estaban atascadas. Cuando de vez en vez alguien venía a recabar información, él se quedaba sentado, inmóvil, agotado, y ya no comprendía con exactitud, no oía bien, y olvidaba lo que le habían dicho. Mendel ya no era Mendel, como el mundo no era ya el mundo".
"Aún estuvimos bastante tiempo hablando de él, las dos últimas personas que habían conocido a aquel ser humano extraordinario. Yo, a quien, siendo joven, y a pesar de mi insignificante existencia de microbio, había concedido un primer atisbo de lo que es una vida por completo volcada en el espíritu".
"Después me marché y sentí vergüenza frente a aquella anciana y buena señora que, de una manera ingenua y sin embargo verdaderamente humana, había sido fiel a la memoria del difunto. Pues ella, aquella mujer sin estudios, al menos había conservado el libro para acordarse mejor de él. Yo, en cambio, me había olvidado de Mendel el de los libros durante años. Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido".
Stefan Zweig
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