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"Me llamo Hyeonseo Lee.
No es el nombre que me dieron al nacer, ni el que me impusieron las circunstancias en distintos momentos. Es el que yo misma me puse en cuanto alcancé la libertad. Hyeon significa luz del sol; Seo, fortuna. Lo elegí para vivir mi vida en la luz y el calor y no regresar a las sombras".
No es el nombre que me dieron al nacer, ni el que me impusieron las circunstancias en distintos momentos. Es el que yo misma me puse en cuanto alcancé la libertad. Hyeon significa luz del sol; Seo, fortuna. Lo elegí para vivir mi vida en la luz y el calor y no regresar a las sombras".
"Salir de Corea del Norte no es como salir de otro país; es más bien como salir de otro universo".
"Yo no lloraba, ni siquiera respiraba; mi padre no salía de la casa.
Debieron de ser unos segundos, pero parecieron minutos. Apareció corriendo hacia nosotros y tosiendo sin parar. Estaba negro por el humo, con la cara reluciente.
Debajo de cada brazo llevaba un objeto rectangular y plano.
No pensó en nuestras posesiones ni en nuestros ahorros: había rescatado los retratos. Yo tenía trece años, edad suficiente para comprender lo que estaba en juego".
"Sin embargo, lo que más me impactó fue que ninguno de los dos parecía tan disgustado. Es cierto que nuestra casa solo era una construcción baja de dos habitaciones y con mobiliario suministrado por el Estado, lo habitual en Corea del Norte: cuesta imaginarse ahora que alguien pudiera echarla de menos. Pero la reacción de mis padres me causó una honda impresión. Los cuatro estábamos a salvo y juntos; era lo único que les importaba.
Fue entonces cuando entendí que se puede salir adelante casi sin nada, sin hogar y hasta sin país, pero nunca sin otras personas, nunca sin familia".
"Se casó con el funcionario de Pionyang un día frío y claro de primavera, en 1979.
Fue un enlace tradicional, en el que ella vistió un chima jeogori (vestido nacional coreano) de seda roja, con intrincados bordados: una falda larga y muy alta, con una chaqueta corta encima. El novio iba más formal, con un traje de estilo occidental. A continuación se fotografiaron, según la costumbre, a los pies de la gran estatua de bronce de Kim Il-sung en la colina Mansu; de este modo se demostraba que, por mucho que se amara la pareja, su amor por el Gran Líder era mayor. No sonreía nadie".
"A mí me concibieron durante la luna de miel; nací en Hyesan en enero de 1980 y me pusieron el nombre de Kim Ji-hae. Al parecer, el futuro de mi madre estaba sellado, igual que el mío. Sin embargo, el amor había trazado su propio rumbo, que nada tenía que ver con los escrupulosos planes de mi abuela, como el arroyo que se abre camino hasta el mar".
"Más o menos una vez al mes, pasaban oficiales con guantes blancos a inspeccionar los retratos de todos los hogares. Si encontraban alguno que no estaba limpio (vimos una vez a un oficial que enfocaba una esquina con linterna para tratar de distinguir la menor mota de polvo en el cristal), la familia recibía su castigo".
"A los seis años entré en el parvulario de Anju y, aunque era demasiado pequeña para darme cuenta, este hecho marcó un cambio sutil en mi relación con mis padres.
En cierto sentido, yo ya no les pertenecía a ellos, sino al Estado".
"Dentro del parvulario, el mundo estaba muy claro. Las maestras tenían respuestas sencillas para todo lo bueno y lo malo. Afuera, en cambio, el mundo era más confuso".
"Yo adoraba esas sensiblerías sobre amor adolescente, que me llegaban al alma llenándome de anhelos. Me transformaban, me hacían sentir que estaba creciendo. En la música norcoreana no encontraba nada de eso. Sí que teníamos nuestra propia música pop, pero las canciones se titulaban Tu felicidad está en el abrazo de nuestro general o ¡Adelante la juventud!, y me horrorizaban".
"Nadie nos había ordenado llorar. Nadie insinuó que, si no llorábamos, caeríamos bajo sospecha. Pero sabíamos que nuestras lágrimas eran un requisito. De todas partes me llegaban sonidos de lamentos, gemidos y llantos. Era como si todos estuvieran transidos de pena. Mi instinto de supervivencia me advirtió que, si no lloraba como todos los demás, me buscaría problemas, así que me froté el rostro con falsa congoja, me escupí a escondidas en las yemas de los dedos, me mojé un poco los ojos y emití un sonido jadeante con la confianza de que sonara a suspiros desconsolados.
(...)
Pasado el periodo de duelo, el castigo cayó sobre quienes no habían vertido lágrimas suficientes, tal como yo me temía. El día en que se reanudaron las clases, el alumnado entero se reunió ante la escuela para entregarse a la censura e injuriar a una chica acusándola de fingir sus lágrimas. La chica en cuestión, aterrorizada, ya lloraba de verdad. Me dio lástima, aunque lo que más sentí fue alivio: yo, que también había fingido, me alegré de que nadie se hubiera dado cuenta de mi actuación".
"Yo creía que me podía quedar embarazada con solo besar a un hombre o con cogerle la mano, y mis amigas pensaban lo mismo. Los chicos eran igual de ignorantes respecto al sexo. Una vez vi a un grupo de jovencitos cerca de la farmacia frente a la estación de Hyesan, hinchando condones como si de globos se tratara y pateándolos por la calle. Si alguien les hubiera contado para qué eran esas cosas, habrían echado a correr ruborizados".
"Por esa época, mi madre, en un viaje que hizo sola para visitar al tío Cine en Wonsan, vio a un policía ordenarle a una anciana que se bajara, pues bajo su ropa se adivinaba el bulto de algún artículo que pretendía vender. Los policías estaban muy atentos a la posibilidad de incautar algún bien que luego pudieran quedarse para ellos.
—Por favor, no me registre —le rogó ella desde lo alto del tren—. Es lo único que tengo.
—Baje ahora mismo, bruja —le chilló el policía.
Ella le pidió que la ayudara. El policía se le acercó y le tendió el brazo para hacerla bajar y, al darle la mano, la mujer alzó de golpe el brazo que le quedaba libre para tocar el cable electrificado que corría sobre el tren. Ambos murieron al instante.
La anciana debió de pensar: «Si me voy, me llevo a este cabrón conmigo»".
"El trayecto de vuelta a Hyesan fue tan horrible como el de ida. Muchos viajeros iban en la parte de abajo o bien agarrados al exterior del tren, o sentados en el techo bajo los cables electrificados. Cuando llegamos a la estación de Hyesan, un hombre yacía en el andén con el cráneo tan destrozado que parte de su cerebro quedaba a la vista. Continuaba vivo y, con un hilo de voz, preguntaba si se iba a poner bien. Murió instantes después; viajaba en la parte inferior del vagón y se había golpeado contra el borde del andén al entrar el tren en la estación. Durante la hambruna, aquellos accidentes se volvieron habituales".
"Aquel año de 1996, la cultura de nuestro país cambió notablemente. En el pasado, cuando visitabas a alguien en su casa, te recibían con el saludo: «¿Has tomado arroz?». Era un gesto de hospitalidad que significaba: «¿Has comido? Hazlo con nosotros». Pero con los recortes en alimentación, ¿cómo iba nadie a utilizar el viejo saludo con sinceridad? Al poco tiempo, se empezó a decir: «Ya has comido,¿verdad?». La mayoría eran demasiado orgullosos o vergonzosos como para reconocer que estaban muertos de hambre, y no habrían aceptado comida ni que se la ofrecieran. Cuando el joven profesor de acordeón de Min-ho empezó a venir a casa, mi madre le preguntaba si quería comer; se podía permitir guardar las antiguas formas.
—Ya he comido, gracias —respondía él, con una cortés inclinación de cabeza—; aunque agradecería un cuenco de agua con un poco de doenjang.
Mi madre lo complacía, si bien le parecía raro: nadie tomaba agua con esa pasta de soja que se usaba para aromatizar la sopa. El profesor siempre lo engullía en segundos. Al cabo de un mes de dar clase, dejó de venir. Mi madre se enteró de que había muerto de hambre y quedó muy impactada: ¿por qué no había aceptado comida cuando ella se la ofrecía? Sin duda, había valorado más su dignidad que su propia vida".
"Yo sabía que podía confiar en Chang-ho. Una fría noche de primavera del año anterior, a mis dieciséis años, volví de casa de una amiga hacia medianoche, muy tarde para que una chica anduviera por ahí sola. Al acercarme a mi verja, distinguí su silueta sentada junto a la calzada.
—¿Qué haces aquí? —me sorprendí.
—Te estaba esperando —respondió él.
—¿Para qué?
—Estaba preocupado.
Era como el hermano mayor que nunca tuve, y yo era demasiado ingenua como para darme cuenta de su interés hacia mí. Se sacó una carta del abrigo y me pidió que se la entregara a su madre en Hamhung, pues sabía que yo estaba a punto de ir allí a visitar a tía Bonita.
—No la abras —me pidió, con una sonrisa extraña y reservada.
Ya en Hamhung, busqué la dirección y le entregué la carta a su madre, que la leyó delante de mí; también ella me dedicó una extraña sonrisa.
—¿Sabes lo que pone? —quiso saber.
—Me dijo que era privado.
Por lo visto, aquello le hizo gracia; me brindó un trato muy cariñoso y me dio zumo y algo de picar, que había comprado en una tienda de pago con divisas. Era una mujer atractiva; ya vi a quién se parecía Chang-ho.
Cuando regresé a Hyesan, Chang-ho me contó, con una sonrisa de oreja a oreja, lo que había escrito en la carta: «Madre, deseo casarme con esta chica, así que trátala bien».
Aquello no me lo esperaba. Me lo quedé mirando, turbada, y se le ensombreció el rostro.
—Soy demasiado joven para casarme —respondí sin más, mientras retrocedía un paso. Al instante me arrepentí: era una declaración de amor a la que podría haber reaccionado con más sensibilidad. Dice mucho de él que se tomara el desaire con estoicismo, lo que hizo que aún le tuviera en más estima. Mantuvimos la amistad y él siguió pasándose por casa".
"Toda sensación de estar viviendo una vida liberada y repleta de emoción y descubrimientos en Shenyang se había desvanecido. A partir de aquel verano de 1998, me adentré en un largo y solitario valle. Me merecía aquel destino. Yo me lo había buscado.
«Si ahora tuviera la oportunidad, lo haría: volvería», pensaba.
Para entonces ya sabía que Corea del Norte no es el mejor país de la Tierra. Ni uno solo de los amigos coreano-chinos de mis tíos tenía nada bueno que decir de aquel lugar, y, por lo visto, los medios de comunicación chinos lo consideraban una reliquia y una vergüenza: los periódicos de Shenyang satirizaban sin tapujos a Kim Jong-il.
Todo eso me daba igual: mi país se encontraba allí donde vivieran mi madre y Min-ho, allí de donde procedieran mis recuerdos, donde hubiera sido feliz".
"Una mañana en que mis tíos se habían ido a trabajar, llamé al señor Ahn en Changbai, con la esperanza de que le pudiera transmitir un mensaje a mi madre. Pero su número ya no estaba activo: cada vez que lo intentaba, obtenía la misma señal de línea cortada. Al final llamé a su vecino, el señor Chang, el otro comerciante conocido de mi madre. Le enfureció recibir una llamada mía.
—¿Por qué me llamas?
—Le quería mandar un mensaje a mi madre.
—¿De qué estás hablando? No te conozco.
—Sí, usted...
—No vuelvas a llamarme nunca —me espetó antes de colgar.
Pensé que a lo mejor estaba ebrio, así que lo volví a intentar al día siguiente; en aquella ocasión, me encontré la línea cortada.
Mi cordón umbilical con Hyesan se había roto".
"Los surcoreanos me trataban bien. No soportaba imaginarme su reacción si hubieran sabido que me crié en el seno de su archienemigo. En ocasiones resultaba surrealista: todos éramos coreanos, compartíamos la misma lengua y cultura, pero estábamos técnicamente en guerra".
"—¿Min-young? —Cuánto hacía que no me llamaban por ese nombre—. ¿Eres tú?
Oía su voz, pero me resultaba extraña y etérea, como si me hablara desde otro mundo.
—Omma —dije, usando la palabra coreana para «madre».
—¿Sí?
—¿Eres tú?
Al igual que con Min-ho cuando escuché su voz por teléfono, cruzó por mi mente la sospecha de que no era ella, de que quizá fuera algún tipo de trampa.
—¿Me puedes decir qué hora del día era la última vez que me viste?
Se rió, y su risa fue cálidamente familiar.
—Te fuiste de casa después de cenar, a las siete en punto del 14 de diciembre de 1997. Con esos puñeteros zapatos tan modernos.
Entonces me reí yo.
—¿Cómo puedes acordarte tan bien?
—¿Cómo me iba a olvidar de la noche en que mi niña me dejó?
«Se acuerda de la fecha y la hora exactas.» Se me hizo un nudo en la garganta.
Me sentí fatal. «Mi omma»".
"Me contó que había visitado a varias pitonisas desde mi partida. «No sé dónde está mi hija, pero la echo de menos.» No podía revelar que me encontraba en China.
—No está en nuestro país —le contestaban todas.
Una dijo:
—Es como el árbol solitario que crece en la ladera rocosa de la montaña: la supervivencia cuesta. Ella es fuerte y es lista. Pero se siente sola".
"La mayor parte de mi círculo social, a excepción de Ok-hee, consistía en expatriados surcoreanos. Salíamos a cenar a menudo y, los fines de semana, hacíamos excursiones. Yo tenía veinticinco años y no me podía quejar de mi vida. Pero el vacío que sentía en lo más hondo de mí solo Ok-hee lo podía entender".
"Había varios locales de ese estilo, que competían por ofrecer las vistas más panorámicas del horizonte de Pudong, más allá del río Huangpu. Al grupo se añadió un hombre al que yo no conocía; cuando nos presentaron, sentí una instantánea y potente conexión con él, como una descarga eléctrica. Era la persona más intachable que hubiera visto nunca: reluciente pelo negro peinado hacia atrás, un rostro de bellas proporciones, con la nariz recta y afilada y vestido con traje y gemelos. Me dijo que se llamaba Kim y que había venido de Seúl por negocios. Nos sentamos junto a la ventana y nos pusimos a hablar, y casi al instante nos sentimos los dos en una burbuja, como si fuéramos las únicas personas del bar. Nos olvidamos de los amigos que teníamos sentados al lado, mientras el cielo mudaba del rosa al dorado y las vistas al otro lado del río empezaban a encenderse, iluminando las nubes. Me pareció que era reacio a hablar demasiado de sí mismo y que elegía las palabras con cuidado, una reserva que me resultó atractiva. Cuando algún amigo nuestro metió baza comentando que Kim había hecho algún trabajo como modelo, no me extrañó. Me gustaba su forma de ser: no intentó coquetear ni impresionarme, aunque vi en su mirada que yo le gustaba mucho. Tenía cierta arrogancia, la seguridad que confieren el dinero y una buena posición, pero tampoco eso me disgustó. Algo me desató de lo que quiera que me sujetaba al suelo: estaba flotando. Tras lo que me parecieron solo minutos, alguien dijo que el bar cerraba: llevábamos allí más de cuatro horas. Nunca había experimentado una paradoja temporal de aquel calibre".
"Al día siguiente, me llamó para pedirme que fuéramos a cenar, pues dijo que aún disponía de un día en Shanghái antes de regresar a Seúl. Yo ya sentía por él algo lo bastante intenso como para saber que sufriría con su partida, de modo que le contesté que no, por miedo a que me hiciera daño. Pero luego me pasé toda la noche despierta, arrepintiéndome: «Qué tonta. Ahora ya no lo volverás a ver nunca».
Por la mañana, le devolví la llamada y le pregunté si tenía tiempo para un café antes de que saliera su vuelo. Al verle esperándome en un local de Longbai, y al levantarse para saludarme, creí distinguirle un aura de luz. Le pedí que aplazara su vuelta, hizo una llamada y me dijo que se podía quedar unos días más.
Otra vez recé, algo que, por lo visto, solo hacía en situaciones extremas. «Sé que este hombre no es para mí. Venimos de mundos diferentes. Pero, por favor, quiero verle unos cuantos días»".
"Los días extra de Kim en Shanghái se convirtieron en un mes, y ese mes serían dos años: no tardó en alquilar un apartamento a unos minutos del mío, en Longbai.
Mantuvimos una relación seria casi desde el momento en que nos vimos".
"Ahí de pie, reparé en una sala a mi derecha. Por la puerta abierta, vi a unos funcionarios con uniformes azul marino trabajando con ordenadores y a tres personas sentadas delante de ellos: dos mujeres con rasgos del sudeste asiático y un hombre que parecía chino; supuse que algo pasaba con su documentación.
Aquello sería menos embarazoso que el mostrador de inmigración. Me dirigí al despacho. Nadie me miraba.
El corazón me empezó a latir tan fuerte que la voz me salió extraña, como en una grabación.
—Soy de Corea del Norte —anuncié—. Solicito asilo.
Todos los funcionarios alzaron la vista hacia mí, pero sus ojos se desplazaron de vuelta a sus pantallas. El hombre que me había mirado primero me ofreció una cansada sonrisa.
—Bienvenida a Corea —dijo, y tomó un sorbo de un vaso de plástico con café".
"Aquel verano de 2008, vi los Juegos Olímpicos de Pekín por la tele, con Kim y un amplio grupo de amigos suyos en un apartamento de Gangnam. Cuando los atletas surcoreanos ganaban, ellos los animaban con gran tumulto, como hacían los ocupantes de los demás apartamentos colindantes; por todo el vecindario se oían los vítores. Entonaban uri nara! («¡Nuestro país!») y daehan minguk! (República de Corea) y yo vitoreaba con ellos, pero sin poder gritar uri nara. Lo intenté, pues deseaba encajar, pero mi corazón guardaba silencio y no me salían las palabras.
Quería que ganara Corea del Norte. Me enorgullecía ver a mi país ganando medallas de oro, pero no podía animarle: Corea del Norte era el enemigo".
"Más tarde decliné la propuesta de Kim de ir a cenar y me volví a mi pequeño apartamento, donde seguí oyendo vítores y celebraciones en la distancia, en los otros bloques. Fue una experiencia deprimente. Esa noche permanecí despierta en la cama, observando el resplandor de la ciudad reflejado en las nubes. El cielo sobre Seúl era un caldo espeso y ambarino que ocultaba las estrellas. En Hyesan, podía ver la Vía Láctea desde la ventana de mi cuarto".
"—Chang-soo. —El policía estaba gritando el nombre del carné de Min-ho; era un nombre coreano, pero lo pronunciaba en mandarín.
Los ojos de mi hermano continuaban cerrados. Yo no podía hacer nada. El policía repitió el nombre. Sin respuesta. Llamó por tercera vez, ya irritado. Le di un golpe a Min-ho, fingiendo despertarlo, y los demás pasajeros lo miraron descender de la litera. Vi cómo le temblaban las piernas al avanzar despacio, como si fueran a fusilarlo. Me desgarró el corazón, no podía hacer lo que habría hecho un intermediario: encogerme en mi litera, mirar por la ventana y abandonarlo a su suerte.
«Yo me ocuparé.»
—¿Cómo se llama? —preguntó el policía en mandarín.
Min-ho permaneció indefenso ante él, con la cabeza gacha y sin decir nada. El policía miró el carné y luego a él.
—Es sordomudo —dije yo en mandarín mientras me bajaba de la litera.
—¿Y usted quién es?
—Vamos juntos —respondí. Buscó mi carné.
—¿En serio? ¿Sordomudo? —El policía sostenía ante sí mi carné y el de Min-ho—. El suyo está en chino, pero el de él es extranjero.
—Son caracteres coreanos —respondí—. Para los coreano-chinos del nordeste, el carné está en ambos idiomas.
—No lo había visto nunca.
—Tiene razón —intervino el chófer. Volví la cabeza y vi que el conductor se señalaba el reloj de la muñeca, en muestra de irritación—. Todos los carnés son como ese en las provincias autónomas coreanas.
La novedad de la transcripción coreana distrajo al policía de la foto y la fecha de nacimiento del carné. Aun así, miraba a Min-ho con recelo. Pero le entregó el documento.
De repente, un aullido fuerte y simiesco a mi espalda llamó la atención de todo el mundo: mi madre se había bajado de la litera y farfullaba como si no fuera consciente de producir ningún sonido, y agitaba los brazos en muestra de un enojo extremo o como si se hubiera saltado la medicación. Fue una actuación tan impactante que el policía dio un paso atrás, blasfemando.
—¿Otra?
—También viene conmigo —le dije como disculpándome—. Soy la guía de ambos.
De mala gana, el policía nos devolvió los carnés sin hacer más preguntas. El autobús entero asistió a tan peculiar representación y, aunque ya nos habían oído charlar durante horas, supongo que estaban demasiado asombrados como para hablar.
El caso es que no nos delató nadie; tenía 52 cómplices de mi crimen, todos ellos completos desconocidos".
"Tras mi visita matutina a inmigración, poco tenía que hacer por las tardes, de modo que me sentaba a leer en un lugar llamado Coffee House, una cafetería de estilo occidental donde también servían comida tailandesa. Recordaba algo de inglés pero, como no era capaz de leer el menú, le pedía a la camarera lo que estuviera comiendo algún cliente de al lado.
—Fideos —decía ella utilizando la palabra en inglés.
Comí fideos todos los días. Al cabo de una semana, quise cambiar y llamé a Kim para preguntarle cómo decir bab.
—Arroz —me dijo.
—Aloz —repetí.
—Aloz no: arroz; si no, no te entenderán.
—Vale. Aloz".
"Me tendió la mano.
—Me llamo Dick Stolp y soy de Perth, Australia.
Le estreché la mano. Ni siquiera le había preguntado su nombre. Se dispuso a dar media vuelta e irse, pero yo lo retuve para preguntarle, en mi inglés titubeante:
—¿Por qué me ayudas?
Me dedicó una tímida sonrisa:
—No te ayudo a ti, sino al pueblo norcoreano.
Le vi marchar. Cuando salí al exterior, ocurrió algo maravilloso: toda la hermética belleza que había visto en ese país, y que me pareció que se me negaba, se abrió de repente. Olí el aroma de los jazmines en los árboles y el sol y el blanco imponente de las nubes se hicieron eco de mi buen humor. El mundo entero acababa de cambiar".
"—¿Nuna?
—¿Min-ho?
—Sí, soy yo.
—¿Continúas en la embajada?
—Me han prestado este teléfono. ¿Me puedes llamar tú?
«¿Por qué está susurrando?» Le devolví la llamada al instante y él contestó antes de que se oyera ni un solo tono.
—Estoy en la cárcel de Phonthong.
Fue como si el apartamento se pusiera a girar. Agarré el auricular con tal fuerza que me clavé las uñas en la palma de la mano.
—¿Qué?
—Es donde meten a los extranjeros —me explicó Min-ho—. Es mucho mayor que la cárcel de Luang Namtha...
De nuevo la pesadilla, de vuelta al pozo más oscuro. Me empezó a temblar el labio. Pero mi hermano pequeño sonaba imperturbable, como si me describiera su nueva escuela.
—Aquí hay blancos, negros... de todo excepto de aquí.
—¿De quién es el teléfono?
—De mi amigo chino aquí en la celda —susurró—. Están prohibidos".
"La gente se daría cuenta de que solo una persona goza de plenos derechos humanos: el gobernante Kim. Él es el único en Corea del Norte que ejerce la libertad de pensamiento, de expresión y de movimiento, que ostenta la libertad de no ser torturado, encarcelado o ejecutado sin juicio y el derecho a la sanidad y la alimentación adecuadas.
Fue casualidad que, cuando estaba reflexionando sobre ello, ocurriera algo que ningún desertor esperaba.
Mi madre y yo estábamos viendo la tele la noche del 17 de diciembre de 2011 cuando dieron la noticia de que Kim Jong-il, el Querido Líder, había muerto. Ocurrió en su tren privado, informó la afligida presentadora norcoreana, debido a la «excesiva tensión física y mental» de toda una vida dedicada a la causa del pueblo.
Me volví hacia mi madre, atónita, y nos pusimos a chillar. Ella alzó la palma y chocamos los cinco".
Hyeonseo Lee
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