martes, 5 de septiembre de 2023

Citas: Las huellas del silencio - John Boyne

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 "En una ocasión, durante una reunión familiar, cuando ya iba bastante bebido, se puso de pie a mi lado, apoyó una mano en la pared, se inclinó muy cerca de mí, lanzándome un hedor a cigarrillos y alcohol que me obligó a apartar la cara, se apretó la lengua contra la mejilla y, con un tono extremadamente amable, me dijo:
«Oye, tú. ¿Nunca piensas en que has desperdiciado tu vida? ¿Nunca? ¿No desearías poder volver a vivirla? ¿Poder hacerlo todo de manera diferente? ¿Ser un hombre normal, en lugar de lo que eres?». Yo negué con la cabeza y respondí que me sentía muy satisfecho con mi vida y que, a pesar de que había tomado mis decisiones a una edad temprana, seguía ateniéndome a ellas. Me atenía a ellas, insistí, y aunque tal vez él no fuera capaz de comprender la sensatez de esas decisiones, haberlas tomado había dado claridad y sentido a mi vida, cualidades que, por desgracia, parecían faltar en la suya. «En eso tienes razón, Odran —dijo, y se apartó, liberándome de la opresión de su torso y de sus brazos—. Pero, en cualquier caso, yo no podría ser lo que eres tú. Preferiría pegarme un tiro»".


"—¿Va todo bien, Hannah? Estás rara. ¿Te preocupa alguna cosa?
Ella lo pensó unos segundos.
—No quería hablar de ello —dijo inclinándose hacia delante, en actitud conspirativa—. Pero, ahora que lo mencionas, y que esto quede entre tú y yo, me parece que Kristian no se encuentra nada bien. Sufre unos dolores de cabeza terribles, y se niega a ir al médico. Tienes que decirle algo, a mí no me hace caso.
La miré fijamente. No sabía qué contestarle; ni qué quería decirme con eso.
—¿Kristian? —dije finalmente, la única palabra que se me ocurrió—. Pero Kristian está muerto.
Ella me miró como si le hubiera dado una bofetada.
—¿Crees que no lo sé? —dijo—. ¿Acaso no lo enterré yo misma? ¿Por qué has dicho semejante cosa?".

"—¿Cómo es eso que dice Shakespeare? —preguntó el arzobispo con una gran sonrisa—. ¿«No estamos aquí para cuestionar»?
—«No estaban allí para razonar, sino para vencer o morir» —lo corregí—. Tennyson.
—¿No es Shakespeare?
—No, eminencia.
—Habría jurado que era de Shakespeare.
Guardé silencio".

"—¿Tienes hermanos? —pregunté al otro lado de la habitación cuando el silencio se me hizo demasiado insoportable.
—Nueve —respondió Tom.
—Son muchos. ¿En qué puesto estás de la clasificación?
—En el último. —Me pareció oír un sollozo ahogado en su voz—. Soy el más pequeño. Por eso tengo que ser cura. Dos de mis hermanas ya son monjas. ¿Y tú?
—Somos sólo mi hermana y yo —dije—. Tenía un hermano, pero murió.
—¿Y tú sí quieres estar aquí? —preguntó.
—Por supuesto —dije—. Tengo vocación.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Mi madre.
—¿Y ella cómo lo sabe?
—Tuvo una epifanía una noche, cuando estaba viendo The Late Late Show".

"—¿Y cómo has conseguido ese puesto?
—Me presenté —dijo mamá.
—Supongo que eres bastante lista.
—¿Y tú? ¿A qué te dedicas?
—Soy actor.
—¿Te he visto en algún sitio?
—¿Has visto De aquí a la eternidad?
—¿La película?
—Sí.
—Claro que la he visto. En el Adelphi.
—Bueno, yo no estoy en ésa.
Ella rió.
—Entonces ¿en cuál estás?
—Hasta ahora, en ninguna. Pero algún día lo haré".

"Ann inhaló profundamente, parecía estar reuniendo fuerzas.
—Padre —dijo por fin antes de sentarse recta y mirarme a los ojos—. Tenemos que hablar de Evan.
Yo estaba dando un sorbo de té justo en ese momento y estuve a punto de ponerme en una situación embarazosa; no creo que ella supiera de qué me reía, pero el muchacho sí, porque me miró a los ojos y lanzó una sonrisita de suficiencia.
—¿Se encuentra bien, padre? —preguntó ella.
—Lo siento —respondí—. Me he atragantado con el té.
—Hay un problema —continuó Ann.
—No hay ningún problema —repuso Evan—. Al menos, no conmigo. Por el contrario, me encuentro muy bien ahora mismo.
—Por el contrario —dijo ella imitándolo, y luego negó con la cabeza.
—¿Cuál es el problema?
—Oh, para ya, Evan, ¿quieres? No impresionas a nadie así.
El muchacho me miró con un gesto de perplejidad.
—Lo único que he dicho ha sido «por el contrario».
—Compórtate —dijo Ann.
—Me estoy comportando —insistió Evan—. Padre, ¿a usted le parece que no me estoy comportando?
—Ann —dije sin hacer caso a la pregunta—. ¿Por qué no me cuentas exactamente qué te tiene tan preocupada?
—Evan tiene… tiene un amigo —dijo ella después de una larga pausa.
Miré a la madre y luego al hijo, completamente desconcertado. Evan tenía un amigo. Bien, me alegraba por él. ¿Era eso algo de lo que preocuparse? ¿Tenía que llamar a Six One News?
—Un amigo —repetí.
—Un buen amigo —clarificó Ann.
—Un muy muy pero muy buen amigo —aceptó Evan.
—No entiendo —dije.
—Pasan mucho tiempo juntos —se apresuró a añadir Ann.
—Pero ¿no es eso lo que hacen los amigos? —pregunté confundido.
—Oh, venga, padre —dijo Evan, perdiendo un poco la serenidad; parecía irritado—. No se haga el tonto.
—¿Y si no me estoy haciendo el tonto? —dije.
Fuera lo que fuese lo que ocurría, me parecía que por el momento lo estaba manejando bien. Yo estaba acostumbrado a los chavales de su edad, había trabajado muchos años con ellos. No me asustaban ni me intimidaban.
Sabía de qué pie cojeaban, los veía venir. No había nada que pudieran decirme que me avergonzara, por mucho que lo intentaran.
—No está bien —afirmó Ann.
—¿Qué cosa?
—Oh, por el amor de Dios —dijo Evan con un suspiro dramático, y se apartó el pelo de la cara con un gesto que sospeché que había pasado horas perfeccionando en el espejo—. Tengo un novio —añadió arrastrando la voz y en tono de aburrimiento—. Se llama Odran. Estamos juntos. Eso es todo. No es el fin del mundo ni nada parecido.
—Yo me llamo Odran —expuse.
Él se quedó mirándome, parpadeando un poco, sorprendido.
—No estoy seguro de cómo tomarme eso —respondió, de esa manera tan irritante que tienen los estadounidenses de convertir en pregunta una afirmación.
—Ese tatal Odran es un gay —dijo Ann.
—Es un adjetivo, no un sustantivo —dijo Evan.
—¿Que es qué? —preguntó ella volviéndose para mirarlo.
—Ya me has oído.
—Y es totalmente abierto al respecto —prosiguió Ann mirándome otra vez—. No tiene ni una pizca de vergüenza.
(...)
—Es un gay —insistió Ann.
—¿Podrías parar con eso de que es «un gay»? —dijo Evan.
—¿Y tienes una relación con este chico? —le pregunté, sin prestar atención a Ann.
—Bueno, no es que nos vayamos a casar ni nada de eso. Pero sí. —Vaciló un momento, como si no estuviera seguro de querer decir lo que estaba pensando en voz alta—. Es genial —añadió por fin.
—¿Y a ti eso te altera, Ann? —le pregunté a su madre, que miraba la moqueta con una expresión que reflejaba el dolor que presumiblemente sentía.
—Claro, ¿a usted no?
Me encogí de hombros.
—Si me hubieras formulado esa misma pregunta hace diez años —dije—, tal vez te habría dado una respuesta diferente. Tengo un sobrino que es gay, ¿sabes?
—Oh, basta, padre —dijo ella agitando una mano en el aire, como restándole importancia—. Eso no es cierto.
—Sí que es cierto —respondí.
—No es cierto.
No estaba seguro de qué otra forma podía expresarlo.
—Sí —repetí—. Sí, es cierto.
—Ah, vamos, deje de bromear. No tiene que decir eso para hacerme sentir mejor.
Me volví hacia Evan, que me observaba con interés.
—Es cierto —le dije encogiéndome de hombros.
(...)
—Ann —dije; era hora de ir al grano—. ¿Lo que te tiene alterada es esta amistad entre Evan y Odran?
—Sí, padre. No puedo soportarlo.
—Por favor, no lo describa como una amistad —dijo Evan irritado—. No es una amistad.
—¿No sois amigos?
—Sí, claro que somos amigos. Pero no se trata de eso. Es una relación. Tal vez no dure, somos demasiado jóvenes, pero no somos… ya sabe, compañeros ni nada de eso.
—¿Puede ponerle fin, padre? —preguntó Ann.
—No puedo —dije—. Y si pudiera, no lo haría.
Ella me miró sorprendida.
—Ann —continué con una sonrisa—. No sé qué pretendes de mí. Evan ya tiene dieciséis años. Tienes dieciséis, ¿verdad, Evan? —le pregunté, esperando que me lo confirmara.
—Sí.
—Entonces, él y este chico son amigos. Han ido juntos al teatro. No han asaltado la sucursal del banco de Irlanda en Dundrum.
—¡Padre, los pillé juntos! —gritó ella mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
He aquí a mamá entrando en mi dormitorio y a Katherine Summers saliendo de debajo de mí. La oferta del chupachups. Y el padre Haughton, convocado para venir a verme a casa.
El padre Haughton. Su recuerdo me dio náuseas. No pensaba nunca en él.
Me había propuesto olvidarlo.
—Oh, basta, Ann —dije subiendo tanto la voz que prácticamente le grité—. Basta ya.
—¡Padre!
—Evan, tú eres un chico listo. Me doy cuenta. ¿Has pensado en dejar que tu madre conozca a este tal Odran? ¿Ir a tomar café juntos o algo así?
Él lanzó una carcajada áspera.
—No estoy seguro de que se llevaran bien.
—Bien, claro que no, sobre todo si no los presentas como es debido. Eso seguro. Escúchame, Evan. ¿Quieres hablar con sinceridad? ¿Quieres ser honesto? ¿Quieres? ¿Sí o no?
Él vaciló, tal vez sorprendido por mi cambio de carácter, pero finalmente asintió.
—He hablado honestamente —dijo.
—Te gustan los chicos, ¿tengo razón? ¿Es eso lo que te gusta, verdad?
Él desvió la mirada. Volvió la cara hacia la pared y observó una fotografía que estaba allí colgada, tomada el día antes de la muerte de mi padre. Y allí estaban mamá y papá sonriendo a la cámara delante del chalet alquilado de la señora Hardy, con Hannah, el pequeño Cathal y yo delante de ellos, con unas sonrisas enormes y fotogénicas pintadas en la cara.
—Sí —dijo por fin—. Supongo que sí.
—Vale, de acuerdo. Entonces, Ann, debes estar en paz con esta situación.
A continuación se produjo un largo silencio. Observé a Ann. Su rostro se contorsionaba de cien mil maneras distintas. Me miró; luego miró a su hijo.
Me pregunté cuántas adversidades habrían intentado superar ella y su marido para tener un hijo propio y cuánto tiempo les habría llevado encontrar a un niño al que pudieran adoptar, cuán difícil debía de haber sido aquel camino.
Para ella, como para todas esas mujeres, luchar contra la diferencia, buscar la conformidad, era algo instintivo, porque estaban aterrorizadas, se morían de miedo, ante lo que pudiera implicar ser diferente, pero allí estaba él, que lo había pronunciado alto y claro, y finalmente ella reaccionó bien, y había que reconocerle ese mérito.
—Bueno, pues muy bien —dijo rindiéndose mientras las lágrimas todavía anegaban sus ojos—. Es un mundo nuevo, padre, ¿verdad?
—Así es, Ann —dije, y le cogí la mano—. Así es, sin duda".

"—Levántate más temprano, Tom —le decía yo, y él negaba con la cabeza, asqueado.
—Sólo los animales se levantan tan temprano, Odran.
—Los curas están levantados.
—Precisamente".

"—El honorable caballero de Wexford —dijo el padre Slevin, probablemente complacido de que Tom participara—. ¿Quieres hacer una pregunta?
—Así es, padre —contestó Tom—. Tengo una pregunta sobre san Pedro.
El padre Slevin frunció el ceño; no estábamos hablando de san Pedro. ¿Qué tenía que ver ese santo con el debate del día?
—¿San Pedro no estaba casado? —preguntó Tom, y el padre Slevin sonrió, como si no fuera la primera vez que le habían planteado esa cuestión.
—Ah, ese viejo asunto —dijo—. Sí, Tom, tienes razón. San Pedro era un hombre casado.
—¿Y fue el primer papa?
—Sí, pero debes recordar que san Pedro ya estaba casado antes de que Jesús lo escogiera como discípulo. Y mucho antes de que nuestro Señor fuera crucificado y declarara que Pedro era la piedra sobre la que construiría su iglesia. De hecho, muchos de los apóstoles estaban casados. No se les dijo que renunciaran a sus esposas. No habría sido justo.
—Pero, de todas formas —insistió Tom—, estaba casado.
—En efecto. En el versículo 4 de Lucas podemos leer que la suegra de Simón tenía una fiebre muy alta y que le rogaron a él, es decir, a Jesús, que interviniera. Él se le acercó, le curó la fiebre y se marchó. Ella se levantó de inmediato y empezó a atenderlos.
—Claro que sí —repuso Tom, con todo su desprecio—. ¿Qué otra cosa iba a hacer sino preparar unos bocadillos y hacer un poco de té, recién levantada de su lecho de muerte? Pero hubo otros, ¿verdad?
—¿Otros?
—Otros papas que estuvieron casados, por ejemplo.
—No lo creo —dijo el padre Slevin.
—Ah, venga, sí que los hubo —insistió Tom—. Lo he leído. Está en la Enciclopedia británica, así que no puede ser un error. Hubo un tipo en el siglo VI que se llamaba Hormisdas y estaba casado.
—El papa san Hormisdas era viudo cuando recibió el sacramento del orden —respondió el padre Slevin con recelo—. No hay una norma que lo impida. El padre Dementyev, como tal vez sepas, era viudo cuando entró en
el seminario.
Yo no sabía nada de eso y me pregunté qué le habría ocurrido a su esposa. ¿Habría muerto en la guerra?
—Sin duda hizo un buen trabajo, Hormisdas, porque su hijo se convirtió en papa pocos años después —continuó Tom—. ¿Y qué hay del papa Adriano, en el siglo IX? He leído que su esposa y sus hijos vivían con él en el Vaticano.
—El Vaticano no existía en el siglo IX, Tom —dijo el padre Slevin pacientemente—. No se terminó hasta el XVI.
—¿No está cambiando un poco de tema?
—No sé mucho del papa Adriano —dijo el padre Slevin—. Y creo que tú tampoco, salvo lo que hayas sacado de algún libro con afán provocador.
—Y hay muchos otros ejemplos —siguió Tom—. Ha habido unas cuantas esposas por ahí. Por no mencionar a las amantes.
—Ya está bien, Tom…
—Alejandro VI, el papa Borgia, era el padre de Lucrecia Borgia, ¿no? Y todos sabemos cómo era ella. La mayoría de los papas de la Edad Media lo hacían con quien les viniera en gana. ¿Y no leí también que Julio III y el embajador veneciano, que era un hombre, por cierto, dormían en la misma cama? Así que, si todos los papas podían salirse con la suya, ¿por qué los curas no?
El padre Slevin sonrió y negó con la cabeza.
—Es muy fácil coger nombres de la antigüedad, Tom, una época muy diferente a la actual, y exponerlos como si sirvieran para demostrar que tienes razón. Pero si estuvieras un poco más versado en la historia eclesiástica, en lugar de limitarte a repetir nombres e historias que has leído por ahí, entonces sabrías que ninguno de los papas que mencionas fueron particularmente eficaces en su papel. Sí, el papa Alejandro era el padre de Lucrecia Borgia.
Pero ¿en realidad no prueba eso lo que yo digo? ¿No es preferible tener un papa célibe que uno que tenga esa clase de descendencia? Desde luego que ella fue terrible, por lo que se dice.
Tom se sentó y se cruzó de brazos. Me di la vuelta para mirarlo; él había defendido su postura, pero lo habían vencido.
—Bien, ¿y qué hay de las amas de llaves? —preguntó momentos después, cuando el padre Slevin ya estaba de cara a la pizarra y limpiaba una parte con el borrador para empezar un tema nuevo.
—¿Las qué? —preguntó dándose la vuelta.
—Las amas de llaves —repitió Tom—. Están por todo el país, ¿no? Viven en la misma casa de los párrocos, les hacen la cena, les hornean tartas, les recogen los calcetines y los calzoncillos y les preparan la colada.
—Ya está bien, Tom —dijo el padre Slevin, y dejó el borrador sobre el escritorio, tal vez para luchar contra la tentación de tirárselo a la cabeza—. Es suficiente.
—¿No cree que pasan cosas entre los párrocos y sus amas de llaves? Están allí solos, por la noche, acurrucados en un sofá con una taza de té, un trozo de pastel de Eccles y Coronation Street en la tele. ¿No cree que a veces una cosa puede llevar a la otra y…?
—¡Tom! —rugió el padre Slevin, con la cara deformada por la ira—. ¡Deja de hablar de eso ahora mismo!
—Es una pregunta legítima.
—No. Es una provocación deliberada y estás siendo obsceno a propósito.
—¿Usted tiene ama de llaves, padre?
—Claro que no. ¿Acaso no vivo aquí con vosotros?
—Pero ¿no trabajó en una parroquia alguna vez?
—Sí —respondió poniéndose nervioso—. Recién ordenado. Pero hace mucho tiempo de eso.
—¿Y tenía ama de llaves?
—Sí, Tom —dijo rápidamente—. Creo recordar que sí. Pero es lo habitual y…
—Sólo una pregunta más, padre —dijo Tom en voz baja—, y ya no volveré a tocar ese tema.
El padre Slevin cerró los ojos un instante y desde mi asiento lo oí suspirar lentamente. Tenía las mejillas coloradas y las manos le temblaban ligeramente; no estaba acostumbrado a esa clase de situación y no le gustaba.
A mí tampoco me gustaba. Habría preferido que Tom se durmiera, que era lo que solía hacer en clase.
—Vale, Tom, de acuerdo —dijo el padre Slevin—. Una más y pasamos a otra cosa. ¿Cuál es la pregunta?
—Su ama de llaves —respondió Tom, con un gesto burlón que le apareció en la cara cuando recorrió la sala con la mirada para asegurarse de que todos lo escucháramos—. ¿Alguna vez se la folló?".

"—¿No me lo vas a presentar? —dijo su acompañante.
Jonas vaciló, como si no estuviera seguro de si valía la pena molestarse en hacerlo, pero finalmente se encogió de hombros.
—Odran, él es Mark —dijo—. Mark, Odran. Mi tío.
El chico reprimió una carcajada.
—Bromeas, ¿no?
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Vaya —dijo Mark mirándome de arriba abajo—. ¿En serio es cura?
—En efecto.
—No sabía que tenías un cura en la familia —dijo mirando a Jonas—. Eso es tan de los cincuenta… Te lo tenías bien guardado.
—Tengo muchas cosas guardadas —repuso Jonas—. Y de todos modos, ¿desde cuándo te hablo de mi familia?
—No, sólo me refería a que…
(...)
—¿Tú no tienes que estar en algún lado? —le preguntó Jonas.
—Sí, claro —dijo Mark con un gesto de decepción—. ¿Puedo llamarte luego?
—Puedes hacer lo que quieras. Pero tal vez tenga el teléfono apagado esta tarde. Y gran parte de la noche.
—¿Por qué?
—Porque lo voy a desconectar.
El pobre Mark tragó saliva y bajó la mirada. Se lo veía abatido, Dios le bendiga.
—De acuerdo. Bueno, lo intentaré de todas maneras. Y si no consigo encontrarte, te dejaré un mensaje, tal vez podamos quedar más tarde, ¿sí?
—Puede ser —respondió Jonas sin comprometerse—. Aún no estoy seguro de cuáles serán mis planes.
—Bueno, yo estaré bastante libre toda la noche.
Miró a Jonas con la misma expresión que pondría un cachorrito que espera que su amo meta la mano en el bolsillo y le saque una golosina. Pero, en este caso, no hubo nada de eso; Jonas no tenía nada que ofrecerle.
—Bueno, un placer conocerlo, tío Odran —dijo Mark haciendo un ademán en mi dirección.
—No soy tu tío —dije yo sonriéndole; chúpate ésa, pensé.
Él dio media vuelta y se marchó".

"—¿Vas a estar aquí esta noche, Maggie? —pregunté—. Para cuidarla.
—No toda la noche. Esta semana y la siguiente me toca turno de día: de nueve a cinco.
—Nine to five, como la película —dije de inmediato—. Ésa es otra de las que vimos. ¿Quién actuaba?
—Lily Tomlin —exclamó la señora Winter.
—Dolly Parton —dijo Jonas.
—¡Jane Fonda! —gritó Hannah aplaudiendo de alegría—. ¡La hija de Henry!".

"—¿Quieres sentarte, Kristian? —le pregunté cuando él entró detrás de mí.
—No, Odran, creo que prefiero quedarme de pie.
—Supongo que ha ocurrido algo, ¿verdad? No es habitual verte por aquí.
—Tengo una mala noticia —dijo mirando esos objetos poco familiares para él, tal vez preguntándose qué hacía yo con todos esos copones, cálices y copas de comunión.
—Continúa.
—Es tu madre —me dijo—. Ha empeorado un poco.
—¿Se encuentra bien?
—En realidad, no —respondió—. Me temo que ha decidido morirse".

"—¡Qué día! —estaba diciendo—. Einar ha tardado mucho con las facturas y cuando por fin las ha terminado se ha marchado y…
Se detuvo cuando me vio, me miró sorprendido y, en ese momento, sentí la acumulación de veinte años de mentiras y engaños, de traumas y de crueldad, y reconocí mi papel en todo ello, puesto que yo había dejado a ese hombre sólo con mi sobrino, para que hiciera con él lo que quisiera.
A medida que ese dolor aumentaba en mi interior, las lágrimas brotaron de la nada y volví a sentarme, llorando como no lo había hecho nunca.
—Lo siento —dije, con las palabras estranguladas por la emoción, sin ni siquiera haberle dicho hola ni haberle estrechado la mano—. Lo siento… No lo sabía… Perdóname, Aidan, juro que no lo sabía…
Y las frases que pronuncié después eran ininteligibles porque a esas alturas había lágrimas y saliva y mocos y yo estaba doblado sobre la mesa como un hombre destrozado, mientras Marthe contemplaba asombrada la escena desplegada ante sus ojos y se llevaba una mano a la boca, y Aidan, ese buen hombre, mejor que todos ellos juntos, dejó el bolso en el suelo, se aproximó hacia mí, me puso un brazo en el hombro, me acercó a él y dijo:
—Deja de llorar, tío Odie. Deja de llorar. Deja de llorar o me harás llorar a mí y no podré parar".

"—¿Me dejarás volver a formar parte de tu vida? —le pregunté, asustado por su posible respuesta.
En ese momento, en el partido que estaban dando por televisión alguien debió de marcar un importante gol, puesto que la multitud rugió. Aidan miró a su alrededor y se sumó a la ovación.
—Aidan —repetí cuando volvió a mirar en mi dirección—. ¿Me dejarás volver a formar parte de tu vida?
Él tragó saliva y respiró profundamente antes de cerrar los ojos. No dije nada; esperé. Sentí que pasaba una eternidad. Por fin, los abrió y paró a una camarera que pasaba.
—Otra cerveza —le dijo.
—¿Y tu amigo? —preguntó ella.
—En realidad es mi tío —respondió él—. Y sí, otra para él también. Y ya que estás, tráenos un menú. Cenaremos juntos.
Ella asintió y yo bajé la mirada hacia la mesa; pasó un rato hasta que pude volver a levantarla.
—Cuéntame sobre tus hijos —dije por fin—. Cuéntamelo todo.
Y entonces su cara se iluminó y volví a ver al muchachito que había sido, ese muchachito tan lleno de vida y alegría y amor. Seguía allí, en algún lado, escondido detrás del dolor. Y lo único que hizo falta para que volviera a salir a la luz fue mencionar a esos niños que vivían más al norte, en Lillehammer, que ahora estarían probablemente acurrucados en el sofá mientras su madre les leía un libro y los perros roncaban".

"—¿Usted tiene Twitter? —me preguntó.
—¿Si tengo qué?
—¿Tiene Twitter? —repitió—. No encuentro su nombre. ¿O usa uno distinto?
—No tengo Twitter, no —dije tratando de no reírme—. ¿Qué podría tuitear? A nadie le interesa lo que he tomado en el desayuno.
—Creer que Twitter sirve para eso es un error muy común —respondió ella, con una mirada de exasperación.
—Mi sobrino me sugirió que me hiciera una página de Facebook, pero finalmente no lo hice.
—Bueno, pero ¿para qué iba a hacer eso? —preguntó ella—. Ya no estamos en 2010".

"—Rezaré por ti, Tom. A pesar de todo.
Él se rió, de espaldas.
—Reza por ti mismo —dijo—. Lo necesitas más que yo.
Miré el piso por última vez.
—Qué horrible lugar —dije, incapaz de comprender cómo el chaval que había sido en otra época había terminado en un sitio como ése. Supuse que permanecería allí hasta el final de sus días. Sería aquí donde algún día se lo encontrarían, muerto.
—Es cierto —admitió—. Pero sobreviviré.
—¿No te sentirás solo?
—Sí, por supuesto —dijo sonriéndome—. Pero, por otra parte, tengo una historia de soledad, Odran. ¿Tú no?".






John Boyne

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