"Tomó nota, se entiende, no en su presencia, porque ello hubiera disminuido la espontaneidad de sus respuestas, sino inmediatamente después de salir de sus celdas. Hizo más: comprometió a algunos de ellos a escribir informes sobre su propia vida, sobre el movimiento nazi o sobre Adolfo Hitler".
"Abigarrado de informaciones, informaciones que él compara entre sí y critica, el análisis de Gilbert, trazado con una sobriedad convincente, no descuida factor alguno, público o privado, capaz de dilucidar ese singular destino. Una de las primeras impresiones que se deducen de ese estudio coincide con la que nos había dejado el bello libro de François-Poncet sobre su embajada en Berlín. Puede resumirse así: el destino de Adolfo Hitler fue la única cosa notable de un hombre que, por lo demás, ha sido absolutamente mediocre. Debemos desprendernos, pues, del mito romántico de los ángeles negros, de los azotes de Dios y de los monstruos históricos más o menos sagrados: un hombre puede hundir al mundo en el fuego y la sangre, sin tener en sí nada de excepciona. Porque no se le puede atribuir un valor extraordinario a lo que fue —fenómeno baladí en psiquiatría— el secreto del hombre que se llamó Hitler: la trasmutación de sentimientos de inferioridad y frustración en superioridad y en odios frenéticos extendidos a grupos enteros".
"La influencia recíproca del hombre y el medio es aquí evidente. Hitler no inventó nada. Alemania había vivido largo tiempo obsesionada por la glorificación de la raza, el odio a los grupos no-germanos, la manía de la persecución y el sueño grandioso de la ''misión histórica".
"No era sino un hombre alemán abstracto, y lo sabía. No podía, pues, hallar un canal para su furiosa necesidad de agresión, sino integrándose en el grupo más amplio y abstracto al que, como alemán,
podía por lo menos unirse: la patria. Y pudo hacerlo tanto mejor cuanto que la conciencia histórica de esa patria, herida por la derrota de 1918, hallábase, como la suya después de los fracasos reiterados de su vida privada, en plena evolución patológica. La derrota de Alemania era así la suya, y el desquite de Alemania sería también el suyo".
"Hitler pudo, sin dificultades, encarar esa conciencia histórica humillada, y muy pronto encarnarla a sus propios ojos, considerarse como su mesías. Había en él, realmente, un elemento mesiánico. En su espíritu se confundía totalmente con la idea que él representaba. Los temas de la conciencia histórica alemana se relacionaban íntima, profundamente, con los temas de su conciencia. Para él eran intensamente vivaces. Más aún, eran su vida, Hitler podía derramar verdaderas lágrimas sobre la persecución de la pobre Alemania por la Sociedad de las Naciones, porque lloraba, de hecho, sobre el pintor que la Academia de Bellas Artes de Viena —otra sociedad oficial— había desdeñado con tanta crueldad. Podía vibrar de odio y de repugnancia ante la idea de que los judíos pudieran pisotear la raza alemana, porque en Viena la muchacha que él amaba había preferido un judío".
"Porque esas ideas de poder y de odio que tantas generaciones de pedagogos alemanes habían desarrollado como sueños brumosos, complaciéndose en ellos pero sin creer absolutamente en su realidad, eran para Hitler de una verdad literal. Creía en ellos con todo su ser, con todo su pasado; eran su carne y su sangre. Y los exponía con el romanticismo frenético y ciego de un hombre sin cultura, sin criterio, y además petrificado en feroces prejuicios provinciales, animado de una estúpida xenofobia, hinchado de nociones librescas de autodidacto. Pero, en realidad, esos defectos, y su propia mediocridad, le servían. Era necesario ser singularmente estrecho y limitado para elevar los eternos temas vengativos de las clases medias alemanas a la dignidad (y a la eficacia) de una religión revelada".
"Pasó dos días llorándola sin tomar alimento alguno, y Goering hubo de arrancarle de allí casi a la fuerza para llevarlo a Hamburgo, donde había de pronunciar un gran discurso político. Ambos hombres se detuvieron por el camino en un hospedaje para pasar la noche. A la mañana siguiente, según el relato que Goering hiciera a Gilbert, sirvióse jamón en el desayuno, y Hitler de pronto alejó el plato diciendo: "Es como si comiera de un cadáver". Y a partir de ese instante, a pesar de cuanto se hizo por debilitar su decisión, nunca más tocó carne".
"Hitler tiene ahora un aliado. Se identifica con él y se siente más fuerte que su padre. Nútrese de esas lecciones de historia; ellas le consuelan de la prisión cotidiana que soporta".
"Durante toda su permanencia en Viena vivió marginado, roído por una constante insatisfacción. Es desocupado, incapaz de adaptarse a la existencia; entre los períodos de mendicidad pasa de un oficio a otro y de un fracaso a otro. Es tímido al punto de no atreverse a vender las tarjetas postales que pinta. Generalmente es tan apocado que ni siquiera consigue trabajar. Se siente distinto del prójimo y se retrae. No tiene amigos. Vegeta, abrumado por sentimientos de inferioridad, pero oculta, al mismo tiempo, sus ímpetus de revuelta, de orgullo y de vanidad".
"Tal es la fachada, tales son los síntomas de esta constitución histérica. Pero, ¿de dónde procede? ¿Cuál es el origen profundo de esas actitudes?
Hemos visto que Hitler no podía movilizar su libido en el mundo exterior. Como no podía amar a las personas, proyectó en ellas el sentimiento de odio que les profesaba. Se creyó odiado por todo el mundo, y sintió, por consiguiente, una gran nostalgia de ser amado para compensar su inquietud. De ahí esa necesidad constante de triunfos, esa inestabilidad de actitudes, ese oportunismo; de ahí, también, la necesidad de destruir a todos aquellos que no lo adoraban".
Robert Merle y Raymond De Saussure
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