"Matilda, querida mía:
Te escribo esta larga carta a pocos días de cumplir noventa y dos años, cuando tú tienes casi cuatro y todavía no sabes lo que es el alfabeto".
"Te escribo a ciegas, tanto en sentido literal como figurado. En sentido literal, porque en los últimos años la vista me ha ido abandonando poco a poco. Ahora ya no puedo ni leer ni escribir, solo dictar. En sentido figurado, porque no consigo imaginarme cómo será el mundo dentro de veinte años, ese mundo en que te tocará vivir".
"El mundo ya no tiene el mismo aspecto que en mi juventud y mi madurez".
"En resumen: me resultará imposible hablar y dialogar contigo. Así pues, estas líneas mías pretenden ser un pobre remplazo de ese diálogo que nunca existirá entre nosotros".
"En su momento, entré a formar parte de la Obra Nacional Balilla; nuestro lema era «Libro y mosquetón, fascista a la perfección», aunque en realidad mis compañeros leían poquísimos libros o sencillamente no leían en absoluto".
"—La guerra —me decía la abuela Elvira mientras me acariciaba— es siempre algo horroroso".
"—A partir de mañana ya no nos veremos —me dijo—, no puedo seguir viniendo a este colegio.
Como era hijo de un ferroviario, le pregunté si habían trasladado a su padre.—No —me contestó—, no puedo seguir viniendo porque soy judío.
¿Y por qué un judío no podía ir al mismo colegio que yo? Al volver a casa al mediodía le pedí explicaciones a mi padre, que al instante se puso colorado y, con voz alterada, replicó:
—No debes creerte esas estupideces sobre los judíos; los judíos no tienen nada distinto a nosotros, son exactamente como nosotros. Esa historia de la raza es un invento de Hitler. Y Mussolini no ha querido ser menos. Pero no te creas lo que te digan. Todos somos iguales.
Y ahora, a los noventa y dos años, tengo que decir que nunca dejaré de estar agradecido a mi padre por esas palabras".
"Poco a poco, a medida que hablaba, iban entrándome sudores fríos: delante de mis ojos, Europa se transformaba en un enorme cuartel gris sin otro color que los uniformes nazis y con un único libro que estábamos todos obligados a leer, Mein Kampf (Mi lucha), escrito por Adolf Hitler. Mientras Von Schirach seguía con su exposición, yo me preguntaba: «¿Y mis autores? ¿Y mi Gógol? ¿Y mi André Gide? ¿No podré volver a leerlos? ¿Tendré que leer solo a autores alemanes “autorizados” y ponerme siempre este uniforme que llevo ahora?»".
"El viento de la libertad nos empujaba hacia delante".
"Cuando pensaba en el aula, se transformaba ante mis ojos en una celda carcelaria horripilante; sentía la necesidad de vivir al aire libre sin obedecer ninguna regla, tan solo las que de vez en cuando me ponía yo mismo".
"En el bachillerato no estaba entre los mejores, ni mucho menos. Incluso me suspendieron en Educación Física, y no porque no participara en las duras pruebas gimnásticas a que nos sometían, sino por una broma desafortunada que le hice al profesor, un fanático fascista. En el gimnasio tenía por costumbre azuzarme constantemente con esta frase:
—¡No desfallezca, Camilleri! ¡No desfallezca! ¡Venga, al potro! ¡Venga, a los cien metros lisos! ¡Venga, al salto con pértiga!
Hasta que un día, exhausto, le dije:
—Perdone, profesor, pero se confunde de verbo.
Se quedó mirándome, perplejo, y luego me preguntó:
—¿Y qué verbo debería usar, según tú?
Le contesté:
—¡Fallezca, Camilleri! ¡Fallezca!
Hombre de escaso sentido del humor, se puso furioso, me suspendió y tuve que presentarme a la recuperación en octubre".
"Todos los sábados nos reuníamos para charlar hasta altas horas de la noche sobre poesía, pintura, literatura y, sobre todo, sobre nuestro futuro. Fueron realmente los años en los que maduré".
"Mi examen oral con el profesor de esa disciplina, Orazio Costa, fue una especie de interrogatorio del Tribunal de la Inquisición. Al acabar, me dijo con frialdad:
—Sepa usted que no comparto nada de lo que ha dicho durante nuestra conversación.
Me levanté, me despedí, fui a saludar a D’Amico y a los demás profesores y me marché. Una frase así significaba que Costa no me quería bajo ningún concepto entre sus alumnos, de modo que, para disfrutar de Roma unos días, dejé el hotel en el que estaba alojado y me instalé en casa de un pariente. Pasé ocho días estupendos, pero al final llegó el momento de volver a Sicilia. El día antes de coger el tren se me ocurrió pasar por el hotel, donde me encontré tres telegramas desesperados de mi padre en los que me decía y repetía que había aprobado el examen, que me habían admitido en la academia y que había conseguido la beca máxima. Me di cuenta, horrorizado, de que las clases habían empezado hacía cuatro días, así que salí a toda pastilla hacia allí.
—Soy Camilleri, el nuevo alumno de dirección —le dije al bedel nada más llegar—. Tengo que ir a la clase del doctor Costa.
Se quedó mirándome y contestó:
—Costa no está.
—¿Hoy no tiene clase? —me sorprendí.
—¿Y a quién quieres que se la dé? ¡Solo te ha aceptado a ti! Espera, que lo llamo y le digo que al final te has presentado.
Telefoneó y luego me dijo:
—Espera, que viene dentro de diez minutos.
En cuanto llegó, Costa me condujo a su inmensa aula, donde me senté delante de su mesa.
—¿Por qué apareces con tanto retraso? —fue su primera pregunta.
—Dottore, en el examen, cuando se despidió, me dijo una frase que no dejaba lugar a dudas.
—¿Qué frase?
—Me dijo que no compartía ni una sola de mis ideas, así que saqué la conclusión lógica.
Me miró fijamente y dijo:
—No compartir las ideas de una persona, cuando son certeras e inteligentes, no significa en absoluto rechazarlas. Al contrario.
Y así fue como Costa pasó a ser mi único maestro: no solo mi profesor de dirección, sino un maestro de la vida".
"Al dejar de percibir la beca, me vi obligado a vivir, por así decirlo, a salto de mata. Un único ejemplo sirve para ilustrarlo: un amigo mío me había presentado a dos importantes productores cinematográficos de origen griego, apellidados Mosco y Potsios, que tiempo atrás habían montado en Roma una gran productora y distribuidora, Minerva Film. Mosco se enteró de que buscaba trabajo y, con gran generosidad por su parte, me lo ofreció. Se trataba de leer los guiones cinematográficos que llegaban a la productora y seleccionarlos para presentarles únicamente los que tuvieran cierto interés.
Una vez transcurrido el primer mes de trabajo, Potsios me llamó a su despacho. Me dijo que estaba muy satisfecho con mi labor, por lo que iba a darme mi paga en aquel mismo momento. Me quedé boquiabierto cuando sacó de un cajón de su escritorio cinco cartones de cigarrillos Lucky Strike y me los tendió.
—¿Qué quiere que haga con esto? —le pregunté, atónito—. ¿Que me lo fume?—Esa es tu paga —contestó, tranquilamente—. Puedes cambiársela por dinero a los que venden tabaco de contrabando en la estación Termini.
Y eso hice. Por supuesto, aquel sistema de pago no me gustó y me busqué otro trabajo. Me llegó una nueva propuesta que, en un primer momento, me entusiasmó. Se trataba de ser ayudante de dirección de Luigi Zampa, que estaba rodando la película Proceso a la ciudad con una gran estrella de la
época, Amedeo Nazzari. Zampa era un hombre autoritario y decididamente antipático. La única tarea que me asignó fue ir a comprarle tabaco de vez en cuando. Al acabar la primera semana de trabajo, recogí la modesta paga y no volví a dar señales de vida.
Sobrevivía a base de capuchinos y brioches; delgado por naturaleza, me quedé en los huesos".
"Y así, en 1953, empezó mi carrera en el teatro. Estaba convencido de que aquel iba a ser mi camino, si bien algunas noches, casi a escondidas, incluso de mí mismo, me ponía de nuevo a escribir poemas, para luego olvidarlos a la mañana siguiente".
"Después del estreno de la función, me fui a Sicilia a pasar un mes con mi familia. Una semana después, me di cuenta de que no había pasado un solo día sin pensar en aquella chica. No lograba explicarme el motivo, pero había algo innegable: todas las noches, antes de dormirme, su imagen sonriente se aparecía ante mis ojos. Tenía dos amigos de la infancia, dos amigos del alma, a quienes les conté el extraño fenómeno que me estaba sucediendo.
Tengo que confesar que hasta entonces había pasado de una chica a otra con gran facilidad. La respuesta de mis amigos fue de una sencillez elemental:
—Te has enamorado".
"Por fin llegó el día de la boda. Tengo que confesarte que para mí la víspera fue un infierno. Mi personalidad se había dividido en dos.
El primer Andrea me decía: «Ten presente que nunca serás buen marido, no serás capaz de ser fiel a tu palabra, aún estás a tiempo, vístete ahora mismo, súbete al primer tren y márchate sin dejar rastro». El otro Andrea lo rebatía:
«Pero ¿es que te has vuelto loco? La boda ha sido una decisión que has tomado libremente, sabes muy bien que Rosetta es la única mujer con la que puedes casarte, ¿a qué vienen estas estupideces?» No conseguí pegar ojo en toda la noche".
"Por entonces me hacía los trajes un sastre que, no sé por qué, me dejaba los hombros de las americanas demasiado estrechos. Y Rosetta me había advertido:
—El traje de la boda, por favor, ve a hacértelo a otro sastre.
No le hice caso y fui al de siempre. La mañana del casamiento me vestí y comprobé con horror que el sastre se había superado, porque había cortado los hombros con las medidas de un niño y la americana me iba estrechísima. Me presenté ante Rosetta, que ya iba vestida de novia y estaba al lado de mi padre. En cuanto aparecí, me dijo:
—¿Lo ves? No me has hecho caso y el sastre te ha hecho los hombros demasiado estrechos.
Ante aquellas palabras perdí los nervios, toda la tensión de la noche anterior explotó de golpe. Me quité la americana y grité:
—¡Pues búscate un marido que tenga los hombros anchos!
Agarré la chaqueta y se la tiré a la cara. Al instante, mi padre se lanzó a besarle la mano y a decirle:
—¡Perdónalo, perdónalo!
Rosetta ni pestañeó. Dio un paso adelante y me arreó un guantazo en toda la cara. Es el único bofetón que me ha dado en toda la vida, y tuvo un efecto extraordinario, ya que al cabo de un segundo nos miramos y nos echamos a reír, a reír a lágrima viva, y toda la ceremonia nupcial en la iglesia fue una carcajada continua. La cosa llegó a tal punto que, en el momento de intercambiar los anillos, Rosetta acabó, entre tanta risa y sin darse cuenta, poniendo la alianza no en mi dedo, sino en el del cura, que al instante se echó atrás, horrorizado, exclamando:
—¡No, a mí no! ¡A mí no!".
"He sido un buen abuelo, eso sí. Tan bueno que mis hijas no me han ahorrado alguna que otra escena de celos. Mis nietos, desde muy pequeños, han tenido acceso libre a mi despacho, donde podían jugar sin que eso me molestase lo más mínimo, más bien al contrario: me gustaba sentir que vivían y liberaban su energía en mi cuarto, una energía contagiosa que me hacía escribir mejor. Podían subirse a la mesa o, como sucedía más a menudo, meterse debajo para jugar e interrumpirme constantemente. Yo no me inmutaba y no me importunaban en absoluto, hasta el punto de que un día mi mujer me dijo:
—Tú no eres escritor, tú eres corresponsal de guerra".
"Ya para acabar, lo último que he aprendido es que siempre debemos tener una idea —puedes llamarla también un ideal— y aferrarnos a ella con firmeza, pero sin sectarismo, escuchando siempre a quienes sostienen otras convicciones, defendiendo nuestras razones con determinación, explicándolas una y otra vez, e incluso, por qué no, llegando a cambiar de idea.
Ya para acabar, lo último que he aprendido es que siempre debemos tener una idea —puedes llamarla también un ideal— y aferrarnos a ella con firmeza, pero sin sectarismo, escuchando siempre a quienes sostienen otras convicciones, defendiendo nuestras razones con determinación, explicándolas una y otra vez, e incluso, por qué no, llegando a cambiar de idea
Recuerda que, derrotada o victoriosa, no hay bandera que no destiña al sol.
Y ahora háblame de ti.
Roma, agosto de 2017.".
Andrea Camilleri
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