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"Cuando mi hermano y yo éramos niños mi padre nos hizo prometerle que pasaríamos con él la víspera del Año Nuevo del 2000. Nos recordó ese compromiso varias veces a lo largo de nuestra adolescencia y su insistencia me incomodaba. Con el tiempo llegué a interpretarla como su deseo de estar vivo para esa fecha. Él tendría setenta y dos años y yo cuarenta, el siglo XX llegaría a su fin. En mi adolescencia esos hitos no podían parecer más lejanos.
Después de que mi hermano y yo nos hicimos adultos la promesa se mencionaba rara vez, aunque en efecto todos estuvimos juntos la noche del nuevo milenio en su ciudad favorita, Cartagena de Indias. «Tú y yo teníamos un trato», me dijo mi padre con timidez, quizás también algo incómodo por su insistencia. «Es cierto», le dije, y nunca volvimos a tocar el tema. Vivió quince años más".
"A finales de sus sesentas, le pregunté qué pensaba de noche, después de apagar la luz. «Pienso que esto ya casi se termina». Luego agregó con una sonrisa: «Pero aún hay tiempo. Todavía no hay que preocuparse demasiado».
Su optimismo era sincero, no solo un intento de consolarme. «Un día te despiertas y eres viejo. Así no más, sin aviso. Es abrumador», agregó. «Hace años escuché que llega un momento en la vida del escritor en que ya no puede escribir una extensa obra de ficción. La cabeza ya no puede contener la vasta arquitectura ni atravesar el terreno traicionero de una novela larga. Es cierto.
Ya lo siento. Así que, de ahora en adelante, serán textos más cortos»".
"Las conversaciones telefónicas con mi hermano en los siguientes días me permiten hacerme una idea de la estadía en el hospital. Cuando mi hermano registra a mi padre, la administradora salta en su silla con emoción al escuchar su nombre. «Dios mío, ¿el escritor? ¿Le importaría si llamo a mi cuñada y le cuento? Tiene que enterarse de esto». Él le ruega que no lo haga y ella cede de mala gana".
"Escribir sobre la muerte de un ser querido debe ser casi tan antiguo como la escritura misma, y sin embargo, cuando me dispongo a hacerlo, instantáneamente se me hace un nudo en la garganta. Me aterra la idea de tomar apuntes, me avergüenzo mientras los escribo, me decepciono cuando los reviso".
"La humildad es, después de todo, mi forma preferida de la vanidad. Pero, como suele ocurrir con la escritura, el tema lo elige a uno, y toda resistencia sería inútil".
"A mi madre la reconoce y se dirige a ella de manera alternativa como Meche, Mercedes, La Madre, La Madre Santa. Hubo algunos meses muy difíciles, no hace mucho, en que recordaba a su esposa de toda la vida, pero creía que la mujer que tenía frente a él, asegurando tratarse de ella, era una impostora.
—¿Por qué está aquí esta mujer dando órdenes y manejando la casa si no es nada mía?
Mi madre reaccionaba con rabia.
—¿Qué le pasa? —preguntaba con incredulidad.
—No es él, mamá. Es la demencia".
"—¿Quiénes son esas personas en la habitación de al lado? —le pregunta a la empleada del servicio.
—Sus hijos.
—¿De verdad? ¿Esos hombres? Carajo. Es increíble".
"Hubo un periodo más desagradable hace un par de años. Mi padre estaba plenamente consciente de que la memoria se le esfumaba. Pedía ayuda con insistencia, repitiendo una y otra vez que estaba perdiendo la memoria. El precio de ver a una persona en ese estado de ansiedad y tener que tolerar sus interminables repeticiones una y otra y otra vez es enorme. Decía: «Trabajo con mi memoria. La memoria es mi herramienta y mi materia prima. No puedo trabajar sin ella, ayúdenme», y luego lo repetía de una u otra forma muchas veces por hora y por media tarde. Era extenuante. Con el tiempo pasó. Recobraba algo de tranquilidad y a veces decía:
—Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo.
O
—Todos me tratan como si fuera un niño. Menos mal que me gusta".
"Su secretaria me cuenta que una tarde lo encontró solo, de pie en medio del jardín, mirando a la distancia, perdido en sus pensamientos.
—¿Qué hace aquí afuera, don Gabriel?
—Llorar.
—¿Llorar? Usted no está llorando.
—Sí lloro, pero sin lágrimas. ¿No te das cuenta de que tengo la cabeza vuelta mierda?".
"En otra ocasión le dijo:
—Esta no es mi casa. Me quiero ir a la casa. A la de mi papá. Tengo una cama junto a la de él.
Sospechamos que no se refiere a su padre sino a su abuelo, el coronel (y que inspiró al coronel Aureliano Buendía), con quien vivió hasta que tuvo ocho años y quien fuera el hombre más influyente en su vida. Mi padre dormía en un colchoncito en el piso junto a su cama. Nunca volvieron a verse después de 1935.
—Es lo que pasa con su padre —me dijo su asistente—. Puede hablar de manera hermosa hasta de las cosas más horribles".
"Unas cuantas veces al día lo cambian de posición en la cama y le hacen masajes y estiramientos. Si está despierto, puedo ver cierto placer somnoliento que lo invade. Una tarde, un médico joven —jefe de internos del hospital, hijo de padre colombiano— pasa a saludarlo. Le pregunta a mi padre cómo se siente y la respuesta es «Jodido». La enfermera informa en su largo resumen que mi padre tiene la piel irritada y que «le han estado cuidando sus genitales» aplicando crema en la zona. Mi padre escucha y pone cara de terror. Pero sonríe y su expresión no miente: está bromeando. Luego, para ser claro, agrega: «Quiere decir mis huevos». Todos se mueren de risa.
Tal parece que su sentido del humor ha sobrevivido a la demencia".
"A la hora del cambio del turno de enfermería, dos enfermeras y dos auxiliares, así como una o ambas empleadas del servicio, se reúnen en la habitación por unos minutos. La secretaria de mi padre comenta, mirando sus pies cuando le cambian las sábanas, que había escuchado que tenía los pies bonitos, pero que nunca se los había visto. Todas las mujeres los miran y coinciden. Dónde demonios pudo haber escuchado eso, no tengo ni idea.
Mejor no pregunto.
El sonido de un coro de voces femeninas a veces lo despierta. Abre los ojos y se le iluminan tan pronto como las mujeres se dan vuelta hacia él y lo saludan con cariño y admiración. En una de esas ocasiones estoy en el cuarto de al lado, cuando escucho al grupo de mujeres riéndose a carcajadas. Entro y pregunto qué pasa. Me dicen que mi padre abrió los ojos, las miró con atención y dijo tranquilamente:
—No me las puedo tirar a todas".
"Tampoco era raro escucharlo por la noche gimiendo y respirando con dificultad y a mi madre sacudiéndole el hombro con fuerza para despertarlo. En alguna ocasión le pregunté después de una siesta intranquila qué estaba soñando. Cerró los ojos para recordar.
—Es un hermoso día y estoy en una canoa sin remos, voy a la deriva muy despacio, en paz, corriente abajo de un río apacible.
—Y ¿dónde está la pesadilla en eso? —pregunto.
—No tengo idea".
"Dice que cuando el momento llegue, si queremos acelerar las cosas, el goteo de líquidos de mi padre se puede interrumpir. Algunos países, nos explica, consideran que el agua es un derecho humano que no se le puede negar a un paciente bajo ninguna circunstancia. La legislación mexicana difiere y no es raro que miembros de la familia interrumpan la hidratación cuando el final está muy cerca. El paciente, para entonces, usualmente está sedado, dice, y no sufrirá.
Escuchamos en silencio, como si estuviéramos presenciando un extraño monólogo en una obra experimental. Las ideas son intrigantes y absurdas.
Prácticas, compasivas, homicidas".
"—Le quedan menos de veinticuatro horas —dice.
Mierda. ¿Cómo pasamos de «Le quedan solo meses», a «Más bien unas cuantas semanas», a «veinticuatro horas»? Después de incontables conversaciones con enfermeras, cirujanos, oncólogos, especialistas de pulmón, jefes de residentes y gerontólogos, que evitaron la especulación rigurosamente, la audacia de esta nueva predicción es implacable. El cardiólogo de mi padre se ha esforzado a cada paso por explicar la diferencia entre lo posible y lo probable. Ahora estamos en lo definitivo".
"La muerte, cuando ronda así de cerca, rara vez decepciona".
"Me paro a los pies de la cama y lo observo, deteriorado como está, y me siento a la vez su hijo (su hijito) y su padre. Estoy sumamente consciente de que cuento con una panorámica excepcional de sus ochenta y siete años. El principio, la mitad y el final están frente a mí y se despliegan como un libro en acordeón.
Es una sensación inquietante conocer el destino de un ser humano".
"También estaba en París una joven y melancólica chilena, Violeta Parra, con quien se encontraba ocasionalmente en las reuniones de latinoamericanos expatriados, que escribía y cantaba muy bien unas canciones desgarradoras y que años más tarde se quitaría la vida. Una tarde en Ciudad de México en 1966, subió a la habitación donde mi madre leía en la cama y le anunció que acababa de escribir la muerte del coronel Aureliano Buendía.
—Maté al coronel —le dijo, desconsolado.
Ella sabía lo que eso significaba para él y permanecieron juntos en silencio con la triste noticia".
"Incluso en el largo periodo del enorme e inusual reconocimiento literario, de riqueza y exaltación, hubo días horribles, desde luego. La muerte de Álvaro Cepeda a los cuarenta y seis de cáncer y del periodista Guillermo Cano, asesinado por los cárteles de las drogas a los sesenta y uno, la muerte de dos de sus hermanos (los más jóvenes de los dieciséis que fueron), la faceta alienante de la fama, la pérdida de la memoria y la incapacidad de escribir que llegó con ella. Al final, por primera vez desde su publicación, releyó sus libros y era como si los leyera por primera vez. «¿De dónde carajos salió todo esto?», me preguntó en una ocasión. Seguía leyéndolos hasta el final, en algún momento reconociéndolos como libros familiares por la cubierta pero con una pobre comprensión de su contenido. A veces cuando cerraba un libro se sorprendía al encontrar su retrato en la contraportada, de modo que lo volvía a abrir e intentaba volverlo a leer".
"Estaban también los diccionarios y los libros de referencia de idiomas, que consultaba constantemente. Ni una sola vez vi que no conociera el significado de una palabra en español, y podía además ofrecer una conjetura razonable de su etimología. En una ocasión estuvo tratando de recordar la palabra que describe la interpretación crítica de un texto y por un momento estuvo fuera
de sí, dejando todo a un lado en un esfuerzo frenético para recuperarla de la punta de la lengua. Su deleite fue palpable cuando gritó rápidamente:
«¡Exégesis!». No era una palabra oscura, sino ajena a su mundo. Era una palabra que según su punto de vista pertenecía a la academia y a los asuntos intelectuales, que eran un tanto sospechosos para él".
"Más tarde esa mañana, aparece un pájaro muerto dentro de la casa. Hace unos años, se cubrió lo que antes era una terraza para hacer un comedor y sala con vista al jardín. Las paredes son de vidrio, así que se presume que el ave entró volando, se desorientó, se estrelló contra el vidrio y cayó muerta en el sofá, más precisamente en el sitio donde mi padre suele sentarse. Su secretaria me informa que los empleados de la casa se han dividido en dos bandos: los que piensan que es un mal augurio y quieren arrojar al pájaro a la basura, y aquellos que piensan que es un buen presagio y quieren enterrarlo entre las flores. Los basuristas han tomado la delantera y el pájaro ya está en una caneca fuera de la cocina. Después de más debates lo dejan en un rincón del jardín, sobre la tierra por ahora, mientras se decide su destino final.
Finalmente, será enterrado cerca del loro, en una zona del patio donde además hay un cachorro. La existencia del cementerio de mascotas siempre se le ocultó a mi padre, que se hubiera horrorizado".
"A través de las puertas de vidrio veo a la secretaria de mi padre que sale de su oficina, atraviesa el jardín y avanza rápidamente hacia nosotros. Me dice en voz alta que la enfermera quiere hablar conmigo. Trata de no alarmar a nadie, pero es claro que algo ha pasado. Salgo con toda la calma que me es posible, pero la sala queda en silencio.
Cuando me aproximo a la habitación de invitados la enfermera diurna sale a mi encuentro. «Su corazón se detuvo», dice nerviosamente. Entro a la habitación y al comienzo observo que mi padre se ve igual que hace menos de diez minutos, pero después de unos segundos me doy cuenta de lo equivocado que estoy. Se ve destrozado, como si algo lo hubiera fulminado —un tren, un camión, un rayo—, algo que no le causó más heridas que arrebatarle la vida".
"Veo a mi mamá subiendo la escalera y caminando hacia la habitación seguida de mi hermano y su familia. Por lo general ella es quien se mueve más despacio, pero es evidente que todos decidieron dejarla ir adelante. En las últimas semanas se ha apoyado en mi hermano y en mí para incontables decisiones. Cuando entra a la habitación y ve a mi padre, me impresiona cómo sus décadas juntos le confieren completa autoridad sobre este momento.
Alguna vez fueron extraños el uno para el otro, lo cual es inconcebible. Se conocieron como vecinos y, cuando él tenía catorce años y ella diez, él le pidió en broma que se casaran y ella corrió a casa llorando. El día de su boda, cincuenta y siete años y veintiocho días antes de este momento, pero a la misma hora, ella no se vistió hasta que supo que él estaba afuera de la iglesia, de modo que no había posibilidad de que la dejaran en el altar vestida de novia".
"Se corre la voz y en un orden que ya no puedo recordar, uno tras otro, los empleados de la casa llegan a la puerta o al lado de la cama y miran con incredulidad. No hay una aparente vergüenza ni incomodidad para expresar dolor o tristeza frente a los demás. Los límites desaparecen y todas y cada una de las personas tiene su propio y singular encuentro, no solo con el difunto sino también con el acontecimiento mismo, como si la muerte fuera una propiedad colectiva. A nadie se le puede negar su relación con ella, su membresía en esa sociedad. Y la muerte como realidad en sí misma, más que la carencia de algo, se contempla con solemnidad. Incluso ese parece ser el caso de las enfermeras que están en la habitación. Continúan con sus labores, pero me parece que ahora están ensimismadas, sin poder evitar la reflexión. La muerte no es un suceso al que se pueda uno acostumbrar".
"Llamo a unos cuantos amigos y familiares y cada llamada es más dolorosa que la anterior. Es un grupo que se ha mantenido al tanto, así que ninguno se sorprende, pero todos quedan mudos o casi mudos en la línea. Es más un vacío que un silencio. La mayoría de ellos tiene la tarea de llamar a otras personas y se disponen a hacerlo sin más comentarios. La agente de mi padre durante casi cincuenta años solo dice: «Qué barbaridad», y lo dice como refiriéndose a cosas del mundo que desde siempre han sido imposibles pero que finalmente han ocurrido. En mi mente puedo ver su rostro, los ojos cerrados, absorta en la idea, tratando de ir a lo más profundo de su ser, donde lo inimaginable podría poco a poco volverse realidad. «Qué barbaridad», repite, luego colgamos. Percibo una reacción parecida en muchos de los amigos de mi padre de toda la vida. Más allá de la tristeza está la incredulidad de que un hombre tan vital y expansivo, siempre embriagado con la vida y los avatares de la existencia, se haya extinguido".
"Poco después de que la noticia de la muerte de mi padre se divulgue, su secretaria recibe un correo electrónico de una amiga con la que no ha hablado desde hace mucho tiempo. La amiga quería saber si nos habíamos dado cuenta de que Úrsula Iguarán, uno de sus personajes más famosos, también murió un Jueves Santo. Incluyó el pasaje de la novela en el correo electrónico, y al releerlo la secretaria de mi papá descubre que, después de la muerte de Úrsula, unas aves desorientadas se estrellaron contra las paredes y cayeron muertas en el suelo. La asistente lo lee en voz alta y piensa, por supuesto, en el ave que murió poco antes ese mismo día. Me mira, tal vez esperando que sea yo lo suficientemente tonto como para aventurar una opinión sobre la coincidencia. Solo sé es que me muero de ganas de contarlo".
"A diferencia de la muerte hace un rato o de la cremación que tendrá lugar esa misma noche, los sentimientos con respecto a este momento carecen de misterio. Duelen hasta los huesos: se va de la casa y jamás regresará".
"Esta costumbre de preparar a los muertos para contemplarlos perturbaba a mi padre, como todo lo que tenía que ver con las prácticas fúnebres. (Nunca asistió a un funeral. «No me gusta enterrar a mis amigos»).
Pero ahora se ve diez años más joven y parece que está simplemente dormido; me sorprende la felicidad que siento al poder verlo así esta última vez, incluso si es con la ayuda de los cosméticos".
"Trato de crear puentes en mi mente entre mi padre vivo y mi padre muerto y mi padre famoso, y este padre que tengo ante mí, y no lo consigo".
"La imagen del cuerpo de mi padre entrando al horno crematorio es alucinante y anestésica. Es a la vez grávida y sin sentido. Lo único que puedo sentir con algo de certeza en ese momento es que él no está allí en absoluto.
Sigue siendo la imagen más indescifrable de mi vida".
"Atrapa a tus oyentes y nunca los dejes escapar. Un buen cuento siempre supera a la verdad. Un buen cuento es la verdad".
"Luego, en lo que solo puede atribuirse a mi propio cansancio, se me ocurre que es buena idea que mis hijas y mis sobrinos posen para una foto con la urna. Se asustan, pero por otra parte les parece que la propuesta es muy graciosa, así que acceden con algo de vergüenza y esforzándose por no reírse. ¿Qué más se puede hacer sino reírse ante la idea del abuelo reducido a kilo y medio de ceniza?".
"Hacia el final de su discurso, por lo demás bastante bueno, el presidente mexicano hace alusión a nosotros como «los hijos y la viuda». Me retuerzo en la silla, con la certeza de que mi madre no lo verá con buenos ojos. Cuando los jefes de Estado salen, mi hermano se me acerca y dice con ironía: «La viuda». Nos reímos nerviosamente. Pronto mi madre da su opinión en términos inequívocos, refunfuñando. Amenaza con decirle al primer periodista que se le cruce que planea volver a casarse tan pronto como sea posible. Sus últimas palabras al respecto son: «Yo no soy la viuda. Yo soy yo»".
"Mi padre se quejaba de que una de las cosas que más odiaba de la muerte era el hecho de que sería la única faceta de su vida sobre la que no podría escribir. Todo lo que había vivido, presenciado y pensado estaba en sus libros, convertido en ficción o cifrado. «Si puedes vivir sin escribir, no escribas», solía decir. Yo estoy entre aquellos que no pueden vivir sin escribir, por eso confío en que me perdonaría".
"Esa resuena de forma particular, porque sé muy bien que cualquier cosa que escriba sobre sus últimos días puede llegar a publicarse fácilmente, sin importar su calidad. En el fondo sé que voy a escribir y a mostrar estos recuerdos de una u otra forma.
Si tengo que hacerlo, recurriré incluso a otra cosa que nos decía: «Cuando esté muerto, hagan lo que quieran»".
"Mi padre nunca estuvo en terapia, alegando que la máquina de escribir era su psicoanálisis".
"«¿Cuándo crees que terminará esta pandemia?», me preguntaba a menudo.
Ya estamos a finales del 2020 y todavía no le tendría una respuesta. Como la pandemia no me permitió viajar, la vi con vida por última vez en la pantalla resquebrajada de mi celular, y luego, cinco minutos más tarde, cuando ya se había marchado para siempre".
"En los días posteriores a su muerte esperaba que llamara a preguntarme: «Entonces, ¿cómo fue mi muerte? No, calma. Siéntate. Cuéntalo bien, sin prisas». Ella escucharía, me imagino, mientras alternaba la risa con chupadas ávidas a los cigarrillos que le quitaron la vida".
"Dos años antes de su muerte, sentada en un restaurante, mi madre me contó que después de ella, la hija mayor, su madre había tenido dos bebés que habían muerto en la infancia. Me sorprendió no haber escuchado nunca nada al respecto. Le pregunté si tenía alguna remembranza de eso, y me dijo que sí.
Recordaba claramente a su madre sosteniendo en brazos a un bebé muerto.
Hizo una cunita con su brazo izquierdo para mostrarme cómo. «¿Por qué nunca me habías contado eso?», le pregunté. «Porque nunca preguntaste», fue su respuesta. Tonto de mí. Tiempo después le volví a preguntar al respecto, ávido de más detalles, pero negó no solo haber contado semejante historia, sino también haber visto alguna vez a un hermano bebé muerto. Me quedé pasmado. No era senilidad ni demencia. Su memoria siempre fue invulnerable. Insistí. «No. Nunca sucedió», me dijo contundentemente. Lo dejé así ese día, pero estaba resuelto a regresar a ese misterio una vez más en el futuro, en caso de que el viento hubiera cambiado, pero el tiempo se agotó".
"La muerte del segundo progenitor es como mirar a través de un telescopio una noche y ya no encontrar un planeta que siempre estuvo allí. Se ha desvanecido, con su religión, sus costumbres, sus hábitos y rituales particulares, grandes y pequeños. El eco perdura".
Rodrigo García
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