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"Una alta y delicada muchacha, de poco más de dieciséis años, con ojos grises y un cabello que sus amigos llamaban «castaño claro», se había sentado una hermosa tarde de agosto sobre la ancha escalera de caliza roja de una granja de la isla del Príncipe Eduardo, firmemente decidida a traducir unos versos de Virgilio.
Pero una tarde de agosto, con las brumas azules que ornaban las cuestas cultivadas, las brisas susurrantes como duendes entre los álamos y un danzarín esplendor de rojas amapolas que brillaban contra el oscuro seto de pinos jóvenes en un rincón del bosque de cerezos, se prestaba más a soñar que a las lenguas muertas".
"—El mundo es hermoso, después de todo, Marilla —concluyó Ana".
"—Marilla, ¿y si fracaso?
—No podrás fracasar por completo en un día y hay muchos más —respondió Marilla—. Lo que ocurre contigo es que esperas enseñarlo todo a esos niños y reformarles al instante y si no lo consigues, crees que has fracasado".
"Gilbert había decidido ya que sería médico.
—Es una profesión magnífica —dijo con entusiasmo—. Un hombre debe luchar por algo durante toda su vida. ¿No ha definido alguien al hombre como un animal de lucha? Y yo deseo luchar contra la enfermedad, el dolor y la ignorancia. Quiero hacer en el mundo mi parte de trabajo real y honesto, Ana; contribuir en algo a la suma de la inteligencia humana que han venido acumulando todos los hombres de bien desde el comienzo de los siglos. Los hombres que han vivido antes que yo han hecho tanto por mí, que quiero demostrar mi gratitud haciendo algo por los que vendrán después.
Me parece que es la única manera de cumplir con las obligaciones hacia la raza.
—A mí me gustaría contribuir a la vida con algo de belleza —dijo Ana soñadoramente—. No es mi deseo exacto hacer que la gente sepa más… aunque reconozco que ésa es la más noble de las ambiciones. Pero me gustaría hacer que los demás pudieran ser más felices y alegres gracias a mí; darles pequeñas alegrías que nunca hubieran disfrutado de no haber nacido yo.
—Creo que todos los días cumples tu ambición, Ana —dijo Gilbert con admiración.
Y tenía razón. Ana era una de esas criaturas que iluminaban por naturaleza.
Cuando hubo pasado junto a una vida con una sonrisa o una palabra, el poseedor de aquella vida la pudo ver, por lo menos durante ese instante, hermosa y llena de esperanzas".
"El método empleado por Davy era apoderarse de los rizos de Dora y darles un tirón. Dora lanzó un chillido y se puso a llorar.
—¿Cómo puedes ser tan malo cuando tu pobre madre acaba de ser enterrada? —dijo Marilla tristemente.
—Pero a ella le gustó morirse —dijo Davy confidencialmente—. Lo sé porque me lo dijo".
"—Ana, te tomas las cosas demasiado a pecho. Todos cometemos errores, pero la gente los olvida. Y los días terribles llegan para todos".
"«Cada mañana se empieza de nuevo, cada mañana el mundo es hecho otra vez», cantaba Ana mientras se vestía".
"—Una vez leí que las almas eran como flores —dijo Priscilla.
—Entonces la tuya es como un dorado narciso —dijo Ana—, y la de Diana como una rosa muy roja. Y la de Jane como un capullo de manzano, rosa, edificante y dulce.
—Y la tuya una violeta blanca, con listas rojas en el corazón —concluyó Priscilla".
"—No hay duda de que la verdadera amistad es algo muy reconfortante —dijo la señora Alian—. Y debemos tener un alto ideal de ella y nunca mancharla con ninguna falta a la verdad o a la sinceridad. Me temo que el nombre de amistad a menudo se ha degradado por una especie de intimidad que no tiene nada de verdadera amistad.
—Sí… como la de Gertie Pye y Julia Bell. Tienen mucha intimidad y van juntas a todas partes, pero Gertie siempre está diciendo cosas desagradables de Julia a sus espaldas, y todos piensan que está celosa de ella porque se alegra cuando alguien la critica. Creo que es una profanación llamar a eso amistad. Si tenemos amigos debemos sólo buscar lo bueno que hay en ellos y darles lo mejor que tenemos, ¿no le parece? La amistad debe ser la cosa más hermosa del mundo.
—La amistad es muy hermosa —sonrió la señora Alian—; pero algún día…
Se detuvo repentinamente. En el delicado rostro de Ana, con sus cándidos ojos y movedizos rasgos, había aún más de niña que de mujer. El corazón de Ana hospedaba sólo sueños de amistad y ambición, y la señora Alian no deseaba barrer las flores de su dulce inconsciencia. De modo que dejó que los años del futuro terminaran su frase".
"Al anochecer, Ana fue hasta la Burbuja de la Dríada y vio a Gilbert Blythe que llegaba cruzando el Bosque Embrujado. Repentinamente se dio cuenta de que Gilbert ya no era un colegial y de lo varonil y apuesto que parecía; alto, de rostro franco, con claros ojos y anchas espaldas. Ana pensó que Gilbert era muy buen mozo, aun cuando no se parecía a su ideal de hombre. Hacía ya mucho que ella y Diana habían decidido qué clase de hombre admiraban y sus gustos eran exactamente iguales.
Debía ser muy alto y distinguido, de ojos melancólicos e inescrutables, y voz suave y simpática. No había nada de melancólico e inescrutable en la fisonomía de Gilbert, pero, por supuesto, eso no tenía importancia en cuestión de amistad.
Gilbert se destacó de entre los abetos y observó a Ana apreciativamente.
Si se le hubiera pedido a Gilbert que describiera su ideal de mujer, la respuesta hubiera correspondido punto por punto a Ana, incluyendo hasta las siete pecas que tanto la mortificaban. Gilbert era poco más que un muchacho, pero un muchacho tiene sus sueños como todos, y en los de Gilbert había siempre una joven de grandes y límpidos ojos grises y rostro tan fino y delicado como una flor. También había decidido que su futuro debía ser digno de sus virtudes".
"La juventud de White Sands era algo alocada y Gilbert se hacía popular en todas partes. Pero quería ser digno de la amistad de Ana y hasta, algún día, de su amor".
"—Pero usted no es una solterona —dijo Ana sonriendo—. Las solteronas nacen, no se hacen.
—Algunas nacen solteronas, otras ganan la soltería y otras la reciben a la fuerza".
"Mientras subían la escalera, Davy le rodeó el cuello con un brazo y le dio un caluroso abrazo y un pegajoso beso.
—Eres muy buena, Ana. Milty Boulter escribió hoy en su pizarra y se lo enseñó a Jennie Sloane:
La rosa es roja, la violeta, azul,
la miel es dulce, y también lo eres tú.
»Y eso expresa mis sentimientos hacia ti, Ana".
"—(...)Voy a hacerte una pregunta, una pregunta seria. No te enfades y contesta seriamente: ¿te interesa Gilbert?
—Mucho como amigo y nada en el sentido que tú piensas —respondió Ana con calma y sinceridad, pensando para sí que contestaba francamente.
Diana suspiró. Deseaba que Ana le hubiera contestado de otro modo.
—¿No piensas casarte nunca, Ana?
—Quizás… algún día… cuando encuentre la persona indicada —contestó la muchacha, sonriendo soñadoramente a la luz de la luna.
—Pero ¿cómo estarás segura?
—Oh, lo sabré… algo me lo dirá. Tú sabes cómo es mi ideal, Diana.
—Pero los ideales de la gente cambian algunas veces.
—El mío, no. Y no podría importarme un hombre que no lo llenara.
—¿Y si nunca lo encuentras?
—Entonces moriré solterona —fue la alegre respuesta—. Creo que no es la peor de las muertes".
"—Ya sabe usted que el tiempo no pasa en un lugar encantado —dijo Ana seriamente—. Las cosas comienzan a ocurrir sólo cuando llega el príncipe.
El señor Irving sonrió un poco tristemente a aquella cara llena de juventud y promesa.
—Algunas veces el príncipe llega demasiado tarde —dijo. Pero no le pidió a Ana que pusiera en prosa ese comentario. Como todas las almas gemelas, «comprendía».
—Oh, no, no si se trata del verdadero príncipe que llega para la verdadera princesa —dijo Ana, mientras abría la puerta. Cuando él hubo entrado, cerró y se volvió y vio a Charlotta IV, que era «toda sonrisas» en el salón".
"—No, eso puedo entenderlo —dijo ésta—. Una boda no es poesía. ¡Señorita Shirley, señora, está llorando! ¿Por qué?
—Oh, porque es todo tan hermoso… y tan novelesco… y romántico… y triste…
—dijo Ana, secándose las lágrimas—. Es todo muy hermoso… pero también triste.
—Desde luego que es un riesgo casarse con alguien —concedió Charlotta IV—; pero una vez que está hecho, hay muchas cosas peores que el marido".
"Entonces echó llave a la puerta y se sentó bajo el álamo plateado a esperar a Gilbert, sintiéndose muy cansada, pero sin dejar por eso de pensar.
—¿En qué piensas, Ana? —preguntó Gilbert al llegar. Había dejado su coche en el camino.
—En la señorita Lavendar y en el señor Irving —respondió soñadoramente—. ¿No es hermoso cómo ha sucedido todo, cómo se han reunido después de todos estos años de separación e incomprensión?
—Sí, es hermoso —dijo Gilbert, mirando a Ana a la cara—, pero ¿no hubiese sido aún más hermoso si no hubiera habido separación e incomprensión, si hubieran recorrido de la mano todo el camino de la vida, sin otros recuerdos que los mutuos?
Por un instante, el corazón de Ana aceleró su ritmo y por vez primera no pudo sostener la mirada de Gilbert, mientras se teñían de rojo sus pálidas mejillas. Era como si se hubiera alzado un velo en su
conciencia, revelándole sentimientos y realidades insospechados. Quizá, después de todo, el romance no llegaba con pompa y esplendor, como un caballero andante; quizá se deslizaba a nuestro lado calladamente como un viejo amigo; quizá se revelaba en prosa, hasta que una repentina iluminación que recorría sus páginas traicionaba el ritmo y la música; quizá el amor se desprendía naturalmente de una hermosa amistad, cual una rosa de corazón dorado de su tallo.
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Entonces volvió a caer el velo; pero la Ana que recorriera el oscuro sendero no era la misma que llegara alegre la noche antes. Un dedo invisible había dado la vuelta a la hoja de la niñez, y ante ella estaba la página de la adolescencia, con todo su encanto y misterio; su dolor y alegría. Gilbert, sabiamente, no dijo nada más; pero en su silencio leyó la historia de los cuatro años siguientes. Cuatro años de trabajo feliz… y luego el galardón del útil conocimiento y de una novia ganada.
Tras ellos, la casita de piedra quedaba en las sombras. Estaba sola, mas no abandonada. Todavía no había terminado con los sueños, la risa y la alegría de vivir; había futuros veranos para la casita de piedra. Mientras tanto, podía esperar. Y sobre el río, en púrpuras prisiones, el eco esperaba su hora".
L. M. Montgomery
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