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"Maestre.—¿Algún hombre se ha atrevido a faltarle el respeto?
Infanta.—Uno.
Maestre.—¿Su nombre?
Infanta.—¿Para qué? Está demasiado alto.
Maestre.—Por alto que esté. Se me ha confiado tu viaje y no puedo dejar sin castigo una falta contra ti, aunque fuera sólo una palabra.
Infanta.—No me habló.
Maestre.—Una mirada.
Infanta.—No me miró.
Maestre.—¿Cuál es, entonces, su falta?
Infanta.—:Esas dos. No hablarme ni mirarme siendo el primero que debía hacerlo".
"Infanta.—Tengo entendido que eres su mejor amigo. Si quieres serlo mío también contesta. ¿Dónde está?
Maestre.—Te juro que no lo sé.
Infanta.—Pero lo sospechas, ¿verdad?
Maestre.—No me preguntes, por favor.
Infanta.—Gracias. Hasta ahora me habían enseñado a agradecer las palabras como una novia. Por lo visto, ha llegado el momento de empezar a agradecer los silencios… como una esposa. Y ya es el segundo que te debo".
"Inés.—Nada; que todo siga igual. ¿Qué estabas haciendo ayer?
Amaranta.—Bordaba las iniciales del señor en el pecho de tu jubón nuevo.
Inés.—Entonces deshazlas, y vuelve a empezar.
Amaranta.—¿Por qué? ¿No están bien?
Inés.—Al contrario. Precisamente lo que está bien es lo único que se debe repetir".
"Pedro.—Siempre he preferido atacar mejor que defenderme. Pero antes lo que tenía enfrente eran hombres o lobos. Ahora es una mujer.
Inés.—Ojalá no fuera más que eso. Con una mujer la lucha podría quedar entre nosotras dos. Pero la infanta es España.
Pedro.—Para mí no hay más España que tú.
Inés.—Ella tiene a su lado la voluntad del rey y detrás dos ejércitos.
Pedro.—Tú me tienes a mí".
"Inés.—Tienes un trono esperándote.
Pedro.—Sin ti, no.
Inés.—Tienes un alto destino que cumplir.
Pedro.—No es culpa mía si me han hecho un destino más alto que yo.
Inés.—Son demasiados enemigos. ¿Con qué fuerzas vamos a luchar?
Pedro.—Con la única verdadera que tenemos. La pasión".
"Inés.—No pienso en tu padre y en la infanta solamente. Pienso si no habrá algo más contra nosotros… Algo así como un castigo de Dios.
Pedro.—¿Un castigo? ¿Por qué?
Inés.—Por exceso de felicidad.
Pedro.—No comprendo.
Inés.—Escucha, Pedro, voy a confesarte algo que ninguna mujer confiesa. Si la primera vez que llegaste a mi puerta, en lugar de prometerme amor eterno, me hubieras dicho que era sólo por aquella noche, me habría entregado lo mismo para tener siempre algo hermoso que recordar. Cuando volviste al día siguiente pensé que eras galante. Cuando volviste otra vez creí que eras generoso. Y de repente, cuando ya no necesitaste volver porque ya no te fuiste, toda yo me puse a temblar, con ese miedo feliz de quien está viviendo un milagro. Te hubiera dado las gracias toda mi vida por una sola noche, y no ha sido una, ni cien, ni mil. ¡Son ya diez años llenos de ti día por día! ¿Será posible todavía más… o habrá un castigo allá arriba para los que hemos sido demasiado felices?
Pedro.—¿Lo eres en este momento?
Inés.—¿Por qué lo preguntas si estoy contigo?
Pedro.—Porque es una felicidad bien extraña la tuya, con los ojos húmedos. Una felicidad con todos los gestos de la tristeza, como si en vez de vivirla la estuvieras recordando".
"Pedro.—No te extiendas… Inés te está preguntando simplemente si es hermosa.
Maestre.—Yo soy viejo soldado. Mal juez para hermosura.
Inés.—Pero en tu escolta iban veinte capitanes jóvenes. ¿Qué decían ellos?
Maestre.—A los jóvenes todo lo que es nuevo les parece hermoso. Y más si viene de lejos.
Inés.—:Sin medias palabras. ¡Contesta claro!
Pedro.—¿Por qué te importa tanto?
Inés.—Porque sería demasiado injusto. Ella es infanta de Castilla, marquesa de Villena, duquesa de Peñafiel y señora de cien señoríos. Tiene para luchar contra mí todo lo que vale ella, todo lo que han valido los suyos, y todas las fuerzas juntas de dos pueblos. ¿No le basta todavía? ¿Será posible que, además, sea hermosa…? ¡Contesta!
Maestre.— (la mira un instante en silencio con una emoción tranquila) Sí, Inés. Además es hermosa. Tan hermosa que hace falta estar enamorado de ti para no enamorarse de ella.
Inés.— (Sin voz) Gracias, maestre. Es todo lo que quería saber".
"Rey.—Sí, sí. Ya conozco esa canción: el amor. Linda palabra para damas y trovadores. Pero demasiado pequeña en esta ocasión.
Pedro.—Si el amor no te parece bastante, ¿no has pensado cuántos otros lazos pueden unir a un hombre y una mujer?
Rey.—Ninguno que no pueda cortarse".
"Pedro.—Por lo que más quieras; terminemos…
Rey.—Así, no. La infanta va a llegar y necesito una contestación redonda ahora mismo.
Pedro.—No tengo más que una respuesta para todas tus preguntas: Inés.
Rey.—¿Es tu última palabra?
Pedro.—Y la primera y la única. Arráncamelas todas y si alguna me queda aferrada a la garganta seguirá siendo ésa: Inés, Inés, Inés…".
"Infanta.—¿Es decir que no estás dispuesto a negar nada? Escándalo, rebeldía, mujeres…
Pedro.—Mujeres, no. Una sola.
Infanta.—No pensaba preguntarte por ella. Me bastará tu palabra de que eso terminó Definitivamente.
Pedro.—Perdón, pero creo que no nos hemos entendido bien. Quizá en vez de decir una mujer he debido decir un amor.
Infanta.—¿No es lo mismo?
Pedro.—:Casi nunca. A una mujer la tenemos; un amor nos tiene".
"Infanta.—Tienes los ojos grandes como dos asombros, pero un reino es mayor. Eres hermosa, pero menos que el poder, la ambición y la soberbia. ¿Cuál es, entonces, tu secreto?
Inés.—Ninguno. En amor no importa nada cómo eres; importa cómo te ven".
"Infanta.—Puedes estar orgullosa. Vine contra ti con todas mis armas y tú no has necesitado ninguna.
Inés.—Tenía la única que vale en esta lucha. Amor.
Infanta.—¡Amor, amor, siempre amor!… Desde que entré en Portugal no hago más que tropezar con esa palabra sin acabar de comprenderla".
"Inés.—No importa; cierra los ojos.
Infanta.—¿Entonces el famoso amor no es más que eso?, ¿una ceguera?
Inés.—Más es otra manera de ver. Suéñate fundida con él hasta dejar de ser tú. Que su frío sea tu único frío, y que su fiebre te queme. Que su separación te duela como una desgarradura, y que si cortan su mano sientas sangrar la tuya.
Infanta.—¿Pero entonces es uña locura?
Inés.—Mucho más: es otra manera de tener razón.
Infanta.—No te entiendo. Comprendo esas palabras aplicadas al alma; pero el otro amor…
Inés.—¿Qué otro?
Infanta.—Los libros hablan del alma y de la carne como de dos enemigos.
Inés.—Tira esos libros. En el verdadero amor, el cuerpo y el alma son una sola cosa inseparable, hecha de barro y de Dios. (Con los brazos cruzados y los ojos lejos.) Cuando Pedro me estrecha, toda mi alma va tomando poco a poco la forma de su cuerpo. Y a la mañana, cuando se va, quedo vacía como la ropa que deja el nadador a la orilla del río: con el calor reciente de su ausencia, y con el molde desu regreso.
Infanta.—¿Pero te das cuenta de lo que estás diciendo? ¿Es que no tienes pudor?
Inés.—Eso se tiene antes. Y después.
Infanta.— (se levanta pensativa) Es inútil… Trato de seguirte, pero es otro lenguaje, otro mundo…".
Alejandro Casona
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