"La vida de uno, cuando tiene treinta años, parece muy encaminada, se cuidan muchos los años, hay una pátina en las cosas, existen menos aristas en las que resbalar".
"Nosotros no éramos especialmente religiosos. Tanto Laura como yo habíamos sido educados en la iglesia anglicana, pero nuestra práctica religiosa era esporádica, en las celebraciones de Navidad, la Pascua de Resurrección, las bodas y los funerales.
Pero en aquellos momentos de Adviento, dentro de la majestuosa capilla, arrojados por los exquisitos cánticos, casi nos sentíamos creyentes. Ahora soy creyente, pero por otras razones. No es la belleza de los vitrales ni la luz del mundo lo que me ha traído la fe. Es el temor. El simple, absoluto y terrible temor".
"Tú le dices a alguien: «Hagas lo que hagas, olvídate del mono», y, naturalmente, es la única cosa de la que no se podrá olvidar. Si le preguntas: «¿Te has olvidado del mono?», puedes estar seguro de que no lo habrá olvidado, de que lo habrá fijado en la memoria. El acto de olvidar se ha convertido en el disparador de la memoria. Así son algunas cosas para mí, se han fijado en mi memoria para siempre. Tratar de olvidarlas es sencillamente peor".
"Celebramos nuestra luna de miel en Venecia, donde las mujeres tienen el cabello blondo y hay senderos que conducen al pasado".
"Naomí solía rezar todas las noches antes de acostarse. Laura o yo la metíamos en la cama. Sobre su mesita de noche había una lamparilla en forma de tren que giraba continua y silenciosamente. Su oración era sencilla pero curiosa:
—Ahora que me acuesto y me pongo a mirar, ruego al Señor que mis ojos vean.
Si yo viera antes de mirar, ruego al Señor que mis ojos vean.
Le preguntamos qué significaba aquello, por qué usaba palabras tan extrañas.
—Veo unos ojos que me observan —contestó—, cuando estoy acostada por la noche. Él dice que tiene unos ojos pequeños, que sus pequeños ojos me están observando. No me gusta que me mire".
"Traté de aparentar naturalidad, de controlar el tono de voz. Era la primera vez que hablaba con alguien de lo que había sucedido y al hacerlo asumí la verdadera realidad de las cosas. Una situación así es muy parecida a un sueño, muy distinta a la existencia normal. Sostenemos un diálogo interno, examinamos una y otra vez los detalles de cuanto ha ocurrido, pero una parte de nosotros nos dice: «Todo esto es una fantasía, no diferente de cualquier otra fantasía». Pero cuando otra persona reacciona al otro lado del teléfono, cuando se quiebra su voz, entonces te das cuenta de que no es una fantasía, de que está ocurriendo realmente".
"En Indonesia conservan a los muertos en criptas de piedra y los sacan una vez al año para que vuelvan a estar con sus familiares. En el Tíbet los cortan en trozos pequeños con cuchillos de carnicero y machacan la carne y los huesos en un amasijo para que los buitres puedan engullir sus despojos; esto es conocido como entierro celestial. En Bombay, los parsis los llevan a un lugar elevado, a una torre silenciosa, donde quedan expuestos hasta ser devorados. Aquí hacemos las cosas de otra manera.
Somos civilizados: metemos a nuestros muertos en una caja, clavamos la tapa y los enterramos en hoyos profundos.
Pero el problema es idéntico en todas partes: dónde ponerlos después de muertos, cómo evitar que se acaben confundiendo las categorías de la vida y de la muerte. Los muertos no se niegan a morir, aceptan el sitio donde se los quiera poner. Pero no descansarán hasta que los vivos descansen también. Y nosotros, después de la muerte de Naomí, no conocimos descanso".
"Tengo cincuenta años y una vida por delante, alumnos a los que enseñar, libros por escribir. Pero morí hace veinte años, entre los tañidos de la campana de una iglesia. Las preguntas comenzaron antes de aquello, me las llevé a la tumba, las llevo ahora conmigo: «¿Era ella la clase de niña…? ¿Hizo alguna vez…? ¿Puede usted acordarse de alguien…?".
"—¿Cómo ha muerto? ¿Lo sabe usted?
Meneó la cabeza.
—Todavía no, señor. De momento está siendo examinada por el forense. Tienen que practicarle la autopsia. Luego podré decirle algo concreto.
Por supuesto, él ya lo sabía entonces. No conocía los detalles, pero sí las cosas más evidentes, como el hecho de que le faltaban las manos. El resto se sabría con la autopsia. Laura no asistió, pues su médico le aconsejó que no estuviera presente. Pero yo lo vi y lo oí todo. Por eso no me vuelvo a mirar cuando ella viene. A veces me visita tal como era, como yo la recuerdo. Y a veces se presenta como la dejó el asesino; sin manos, manchada de sangre, desfigurada. La cosa que vi sobre la mesa del depósito de cadáveres, eso es lo que me visita".
"Sacamos pesadamente nuestro equipaje del maletero del coche y lo dejamos junto a los escalones de la entrada. Pagué al taxista y me dispuse a entrar en la casa.
En aquel momento algo me obligó a levantar la cabeza. Ni siquiera ahora puedo estar seguro de lo que vi, si es que en verdad vi algo. O a alguien. Pero estaba seguro de haber visto en la ventana de arriba un movimiento rápido, casi furtivo, como si alguien que me observaba desde arriba hubiera dejado caer una cortina a su posición inicial. Pero aquello era absurdo. La ventana donde creí haber visto aquel movimiento era la del desván. Y no tenía cortina. Nadie subía allí. El desván llevaba años cerrado con llave".
"—¿Cómo está su esposa? —preguntó, disponiéndose a marchar.
Me dieron ganas de decir «Se va animando», pero no lo hice.
—Sufre mucho —respondí—. Jamás lo olvidará.
—No —dijo—. No se olvida. La gente piensa que se puede olvidar, pero te deja una cicatriz para toda la vida".
"Aquella noche se reanudaron las obsesiones. Aquella noche tuvo lugar una pérdida de la inocencia. Cada etapa de aquellos acontecimientos representaba una forma de pérdida: una pérdida de amor o de fe o de dignidad. Pero la inocencia es como la confianza: una vez perdida, ya nunca puede ser restituida".
"—¿Lo siente usted? —preguntó quedamente.
—¿Qué? ¿La amenaza?
—¿La amenaza? No, no es eso. Es otra cosa… creo. ¡Por el amor de Dios, tenemos que salir de aquí!
Sus palabras me sobresaltaron.
—¿Qué pasa? ¿Qué siente usted?
Pero él ya había recogido la cámara y el trípode y corría hacia la escalera.
—¡Por el amor de Dios, dese prisa! Cada vez es más fuerte.
Bajamos presurosos por la escalera. La voz de Lewis me había puesto los pelos de punta. Él estaba aterrado y no se detuvo, sino que continuó bajando, arrastrando la cámara y el trípode. Yo le seguí tropezando. Al llegar abajo me volví, cerré de un portazo y jadeando eché torpemente la llave.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, boqueando en busca de aire—. ¿Qué ha sentido ahí arriba?
Lewis se dejó caer pesadamente en el suelo y apoyó la espalda contra la pared.
Temblaba y, a pesar del frío, su frente estaba perlada de sudor. Levantó la cabeza para mirarme. Transcurrió medio minuto, un minuto, antes de que pudiera hablar.
—Era igual que… —Cuando finalmente pudo hablar, su voz sonó débil y cavernosa—. Yo estaba vivo pero sabía que no vivía realmente. Podía verlo y oírlo todo a mi alrededor, pero no podía tocar nada. Excepto… —se estremeció—, excepto para volver a vivir mi muerte".
"Ya pasa de la medianoche. El reloj acaba de dar la hora hace un momento. Le doy cuerda una vez por semana; es uno de mis pocos hábitos, una de las pocas cosas que conservo del pasado. Es un reloj con diseño art nouveau, parecido a un pilón egipcio, recio en su base y ahusado hacia la cúspide, donde es cuadrado y tiene un saliente de madera. Su frente es esférico y está hecho de bronce, con unos bonitos números grabados en negro. Es más pequeño que un reloj de caja y tiene un gran péndulo de madera y bronce que marca los segundos con exactitud: un reloj dinámico e impaciente. Naomí tenía prohibido jugar con él, aunque de muy pequeña se pasaba las horas contemplando fascinada el vaivén del péndulo.
A veces se para. Siempre que se para es malo, como si el tiempo ordinario fuera desplazado y sustituido por otra clase de tiempo. El tiempo de ellos. Tal vez por eso soy tan puntual en cuanto a darle cuerda".
"—Éstas son algunas fotos que Lewis sacó dentro y fuera de la casa hace algún tiempo —expliqué—. Fueron tomadas después de que… Naomí se fuese. No quería enseñártelas porque algunas de ellas podrían ser… dolorosas. Pero creo que debes saberlo.
Fui enseñándoselas una a una, salvo aquella en la que aparecía Naomí. En el estado de Laura, podría haber significado una hiriente crueldad. Cogió la foto en que aparecían las dos niñas tomadas de la mano y de pie junto al columpio. Esbozó una sonrisa.
—Ésta es adorable —dijo—. Han quedado muy bien.
Debió de sorprenderle que yo la mirara tan extrañado.
—¿Qué quieres decir? —pregunté—. ¿Habías visto antes alguna fotografía de estas niñas?
Meneó la cabeza. La luz del fuego daba de lleno en su rostro, otorgándole tonos de amarillo.
—No —contestó—. Pero las he visto a ellas jugando en el jardín. Parecen tan felices que no tengo valor para echarlas. Son muy dulces, aunque un poco raras.
—¿Dulces?
—¡Oh sí! He hablado con ellas. Dicen que viven aquí. ¿No resulta encantador?
Pero nunca dicen dónde viven realmente, ni quiénes son sus padres, o quién las viste con esas prendas tan antiguas.
Volvió a contemplar la fotografía y luego otras donde aparecían las niñas.
Finalmente, me miró.
—Charles, ¿quiénes son?
No respondí. Me estaba acordando del día de Nochebuena, de la comida en Dickins & Jones con Naomí, de cómo había sonreído cuando me había hablado de sus amigas imaginarias.
—Por favor, Charles, ¿quiénes son?
Extendí un dedo y señalé en la fotografía.
—Ésta es Victoria —contesté—. Y ésta es su hermana Caroline".
"Me despertó Laura sacudiéndome el hombro.
—Despierta, Charles. Despierta, por el amor de Dios.
—¿Qué pasa?
Estaba oscuro como boca de lobo. Recuerdo haberme aturdido como si hubiera bebido demasiado. Laura estaba sentada rígidamente en la cama, a mi lado.
—Escucha —susurró—. Escucha.
Al apagarse su voz, la habitación quedó en silencio.
—¿Qué…?
—Sssh.
Escuché. La quietud crecía a mi alrededor. Podía oír mi respiración, los latidos de mi corazón. En las profundidades del estómago sentí surgir el miedo. Y entonces escuché el sonido que Laura estaba esperando. El llanto de un niño. En la habitación.
En la oscuridad, invisible pero perfectamente audible. El sollozo de un niño".
"Encendí la luz que surgió repentinamente, blanca y áspera. Toda mi vida había soñado con una luz que acabara con la oscuridad tal como hizo aquella luz. La aspiré como si fuera aire, hasta el fondo de los pulmones; aire casi perfumado. La necesitaba toda".
"Bruscamente, la voz se detuvo. Percibí un siseo en mis oídos y luego, nada.
Simultáneamente se hizo el silencio y el peso me abandonó. Seguí echado varios minutos, recuperando el aliento, y luego me volví hacia Laura. Mi mano tocó las sábanas y las mantas pero no su cuerpo.
—¿Laura? —Me incorporé, experimentando una repentina sensación de pánico.
Busqué torpemente a tientas la luz, resbalando en la oscuridad. Cuando pulsé el interruptor, vi que, efectivamente, la cama estaba vacía. Laura se había marchado.
En aquel momento oí un ruido encima de mí. El ruido de unas pisadas en el desván. Y, con ellas, algo más. El ruido de un pesado objeto que estaba siendo arrastrado por el suelo".
"—La cuestión es que —continuó él—, como usted dice, la cámara es un instrumento de dimensiones limitadas. Sólo puede ser empleada así o así. —Hizo un gesto con los dedos, como si estuviera sosteniendo una cámara—. Se puede alterar la longitud focal o la velocidad del obturador o el ángulo del objetivo. Pero si no está mal enfocada o puesta a una velocidad errónea, impresionará con bastante precisión todo lo que entre por su objetivo.
Se pasó la mano por la cabeza, atusándose el cabello.
—Ahora bien —continuó—, al ojo humano no le ocurre exactamente lo mismo.
El ojo es, quizás, enteramente inflexible. No podemos hacerlo sensible a los rayos infrarrojos ni actuar como un microscopio. Una cámara puede ser más flexible. Pero la visión real no está en el ojo, sino en el cerebro. Es el cerebro el que graba las impresiones que le envía el ojo. Nuestro cerebro no es de fiar. Las percepciones varían de un sujeto a otro".
"No quiero describir lo que encontramos en aquella habitación. Si lo contara todo, no me creerían. ¿No es extraño que después de todo este tiempo, después de haber acontecido tantas otras cosas, me muestre tan reticente? Pero en torno a lo que encontramos y vimos había una intimidad, una particularidad, que incluso ahora me resulta embarazosa. Era como si hubiéramos irrumpido en algo íntimo, como el sexo, o como una larga muerte. Éramos intrusos en las tinieblas de alguien".
"Me pasó una tercera fotografía, en blanco y negro. Era una fotografía de cuerpo entero de él mismo. Detrás de él había otra figura, un hombre vestido de negro. Liddley, con su mirada malévola.
—La tomé yo mismo —explicó—. Quería actualizar mi archivo, por si alguien necesitaba hacer uso de mi fotografía. Me tomo una nueva cada cinco años.
—¿Por qué…? —Mi voz se fue ahogando.
—¿No le resulta obvio? —replicó Lewis. Su mano temblaba. Levantó su copa de vino, que no había tocado en toda la comida, y apuró su contenido de un solo trago.
—No pensará que sólo porque…
—El tiempo —prosiguió—. Exactamente igual que en la fotografía de Ruthven.
Hace sol. ¿Lo ve? Pues cuando las tomé no hacía sol.
—¿Cuándo…?
—Hace una semana. Desde entonces no ha salido el sol. Pero me despierto sudando todas las mañanas. Ya no tengo valor ni para mirar por la ventana para ver si luce el sol o no. ¡Jesús, estoy asustado!".
"Algunas personas no soportan desprenderse de las cosas, ni siquiera de los secretos culpables".
"Y sin embargo… y sin embargo, la fraternidad a la que él había pertenecido parecía incapaz de serenar su mente, no sólo en los asuntos médicos, sino también en los metafísicos. Empezó a meditar tristemente sobre el sentido de la existencia. La serpiente iba royendo su cuerpo y conturbando su espíritu. Pero había algo más, algo que no revelaban sus cartas, una gran angustia que estaba destruyendo su corazón".
"—Querida…
—No, no me pasa nada, me encuentro bien. No ha sido ninguna alucinación, la he visto realmente. No sé por qué te cuesta tanto creerlo después de las cosas que hemos visto, después de las fotografías y todo lo demás. No me crees, ¿verdad?
La sangre se me heló. La creía. Bien sabe Dios que la creía. ¿Por qué no iba a creerla?
—Dice que debemos volver. Dice que me echa de menos, que nos echa de menos a los dos, que no podrá dormir, descansar ni hacer nada hasta que volvamos a estar con ella.
—Querida, los espectros no duermen".
"—¿No está mami contigo? —preguntó Naomí. Su tenue voz se propagaba fácilmente por la oscuridad. No se movía. Sus ojos parecían llamarme, arrastrarme a su lado.
Negué con la cabeza.
—Mami está abajo, cariño —dije.
Carol me cogió por el brazo.
—Por el amor de Dios, no le hables. No es real, no está ahí. Ayúdame a sacar de aquí a Jessica.
En aquel momento llegó un ruido desde el fondo de la habitación, procedente de las sombras. Levanté la linterna y dirigí hacia allí su haz luminoso. Dios mío, ¿por qué no huí corriendo?".
"Con la súbita repugnancia que sentí, se me resbaló la linterna y, al golpear en el suelo, el cristal saltó y la bombilla se hizo añicos. Sólo quedaba ahora la luz de la lámpara. Y, a nuestras espaldas, la oscuridad. La oscuridad y el sonido de una respiración".
"Él era casi invisible al principio, mientras avanzaba hacia mí de aquella forma, cuando salía de su habitual oscuridad, perfectamente camuflado con aquellas negrísimas ropas. Lo primero que vi fue su cara, con aquella sobrenatural palidez, distinta a cualquier palidez de este mundo. Parecía exangüe: desposeído de sangre, de esperanzas, de voluntad. Sus ojos estaban llenos de sufrimiento y me hablaron antes de que abriera la boca. Aprendí más de sus ojos que de nada que me dijera, o de nada que leyera yo en una carta o anotación de su Diario. En una mano sostenía un escalpelo. Un escalpelo rojo con el mango de hueso. Tenía la mano teñida de sangre".
"—Ya ha visto usted las fotos.
—Soy inspector de policía, doctor Hillenbrand, no un mago".
Jonathan Aycliffe