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"OCURRE una cosa graciosa con las madres y los padres.
Aunque su hijo sea el ser más repugnante que uno pueda imaginarse, creen que es maravilloso.
Algunos padres van aún más lejos.
Su adoración llega a cegarlos y están convencidos de que su vástago tiene cualidades de genio".
"—Papá —dijo—, ¿no podrías comprarme algún libro?
—¿Un libro? —preguntó él—. ¿Para qué quieres un maldito libro?
—Para leer, papá.
—¿Qué demonios tiene de malo la televisión? ¡Hemos comprado un precioso televisor de doce pulgadas y ahora vienes pidiendo un libro! Te estás echando a perder, hija…".
"—El señor Hemingway dice algunas cosas que no comprendo —dijo Matilda—. Especialmente sobre hombres y mujeres. Pero, a pesar de eso, me ha encantado. La forma como cuenta las cosas hace que me sienta como si estuviera observando todo lo que pasa.
—Un buen escritor siempre te hace sentir de esa forma —dijo la señora Phelps—. Y no te preocupes por las cosas que no entiendas. Deja que te envuelvan las palabras, como la música".
"Los libros la transportaban a nuevos mundos y le mostraban personajes extraordinarios que vivían unas vidas excitantes. Navegó en tiempos pasados con Joseph Conrad.
Fue a África con Ernest Hemingway y a la India con Rudyard Kipling. Viajó por todo el mundo, sin moverse de su pequeña habitación de aquel pueblecito inglés".
"—¿Cuánto tarda en volver a empezar a rechinar? —preguntó Matilda.
—Lo suficiente para que el comprador esté bastante lejos —dijo su padre sonriendo—. Unas cien millas.
—Pero eso no es honrado, papá —dijo Matilda—. Eso es un engaño.
—Nadie se hace rico siendo honrado —dijo el padre—. Los clientes están para que los engañen".
"—Un buen pelo —le encantaba decir— significa que hay un buen cerebro debajo.
—Como Shakespeare —comentó una vez Matilda.
—¿Como quién?
—Como Shakespeare, papi.
—¿Era inteligente?
—Mucho, papi.
—Tendría un montón de pelo, ¿no?
—Era calvo, papi.
A lo cual, el padre respondió con brusquedad.
—Si no sabes decir cosas sensatas, cierra el pico".
"—Papá hace tonterías de vez en cuando, ¿no, mamá? —dijo Matilda.
La madre, mientras marcaba el número de teléfono, comentó:
—Me temo que los hombres no son siempre tan inteligentes como ellos se creen. Ya lo aprenderás cuando seas un poco mayor, hija".
"—Bueno, dime una cosa, Matilda — inquirió la señorita Honey, que seguía limpiando las gafas—. Procura decirme exactamente lo que sucede dentro de tu cabeza cuando tienes que efectuar una multiplicación como ésa.
Evidentemente, tienes que calcularla de alguna forma, pero parece que sabes la respuesta casi al instante. Fíjate en lo que acabas de decir, catorce multiplicado por diecinueve.
—Yo… yo, simplemente, apunto catorce en mi cabeza y lo multiplico por diecinueve —aclaró Matilda—. No sé cómo explicarlo de otra forma. Siempre me he dicho que si lo hacía una pequeña calculadora de bolsillo, por qué no iba a poder hacerlo yo.
—Claro, claro —asintió la señorita Honey—. El cerebro humano es una cosa asombrosa".
"—¿Quién te ha enseñado a leer, Matilda? —preguntó.
—He aprendido sola, señorita Honey.
—¿Y has leído libros tú sola? Me refiero a libros para niños.
—He leído todos los que hay en la biblioteca pública de la calle Mayor, señorita Honey.
—¿Te gustaron?
—Desde luego, me gustaron muchos de ellos —contestó Matilda—, pero otros los encontré insulsos.
—Dime uno que te haya gustado.
—Me gustó El león, la bruja y el armario —dijo Matilda—. Creo que C. S. Lewis es un escritor muy bueno, pero tiene un defecto. En sus libros no hay pasajes cómicos.
—En eso tienes razón —dijo la
señorita Honey.
—Tampoco hay pasajes cómicos en los de Tolkien.
—¿Crees que todos los libros para niños deben tener pasajes cómicos? — preguntó la señorita Honey.
—Sí —dijo Matilda—. Los niños no son tan serios como las personas mayores y les gusta reírse".
"—Así que se ha aprendido algunas tablas de memoria, ¿no? —vociferó la señorita Trunchbull—. Querida mía, eso no la convierte en un genio. ¡La convierte en un loro!
—Pero, señora directora, sabe leer.
—Y yo también —tronó la señorita Trunchbull".
"—Pero ¿no les llama la atención — preguntó la señorita Honey— que una niña de cinco años lea extensas novelas para adultos, de Dickens y Hemingway? ¿No les impresiona eso?
—No especialmente —dijo la madre—. No me gustan las chicas marisabidillas. Una chica debe preocuparse por ser atractiva para conseguir luego un buen marido. La belleza es más importante que los libros, señorita Hunky…
—Me llamo Honey —corrigió la señorita Honey.
—Míreme a mí —dijo la señora Wormwood— y luego mírese usted. Usted prefirió los libros. Yo, la belleza. La señorita Honey miró a la vulgar y regordeta persona con cara de torta y pagada de sí misma que estaba sentada al otro lado de la habitación".
"—¡Quiero que te quites esas sucias coletas antes de venir mañana a la escuela! —vociferó—. ¡Córtatelas y tíralas al cubo de la basura! ¿Entendido?
Amanda, paralizada por el terror, tartamudeó:
—A mi ma… ma… madre le gustan. Me las ha… hace todas las mañanas.
—¡Tu madre es una imbécil! —bramó la Trunchbull. Extendió un dedo del tamaño de un salchichón hacia la cabeza de la niña y gritó—. ¡Pareces una rata con la cola en la cabeza!
—Mi… madre cree que me… me van bien, se… señorita Trunchbull — tartamudeó Amanda, temblando como una hoja.
—¡Me importa un bledo lo que crea tu madre! —gritó la Trunchbull".
"—Buenas tardes, niños —dijo con voz potente.
—Buenas tardes, señorita Trunchbull —respondieron los niños a coro. La directora se situó frente a los alumnos, con las piernas abiertas y las manos en las caderas, mirando desabridamente a los pequeños que permanecían sentados, nerviosos, en sus pupitres.
—No es un espectáculo muy bonito —dijo. Su expresión era de profundo disgusto, como si estuviera
contemplando la inmundicia que hubiera podido dejar un perro en el suelo—. ¡Sois un puñado de nauseabundas verrugas!".
"—Me llamo Erick Ink, señorita Trunchbull —dijo.
—¿Eric, qué? —gritó la Trunchbull.
—Ink —dijo el chico.
—¡No seas animal! ¡Ese apellido no existe!".
"—¡Ay! —gritó Eric—. ¡Ay! ¡Me está haciendo daño!
—¡Aún no he empezado! —dijo rudamente la Trunchbull, quien, agarrándole bien de las orejas, lo levantó de su asiento y lo sostuvo en el aire. Igual que Rupert antes, Eric se puso a chillar como un condenado.
Desde el fondo de la clase, la señorita Honey suplicó:
—¡Por favor, señorita Trunchbull! ¡No haga eso! ¡Déjelo! ¡Le puede arrancar las orejas!
—No se arrancan nunca —le contestó airadamente la Trunchbull—. A través de mi larga experiencia, señorita Honey, he aprendido que las orejas de los niños están firmemente unidas a la cabeza".
Roald Dahl
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