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"Vamos, me dijo Enzo. Tengo hambre. Tengo miedo.
Bajamos las escaleras. Nos encontramos con una chica tan hermosa que Enzo se detuvo otra vez. Acostada sobre una piedra, con el pelo larguísimo cayéndole entre las tetas y tapándole la vagina, ella tocándose el pelo con un brazo doblado sobre la cabeza, en pleno abandono.
Enzo me llevó del otro lado de la chica, del lado liso de la tumba, y me alzó hasta que pude rodearle la cintura con las piernas. Dejó la mochila en el piso y me acarició con sus dedos largos. Me acuerdo de que tuve vergüenza porque tenía la bombacha húmeda de sudor y de tantas estatuas desnudas que bailaban con la muerte y de los ojos azules de Enzo".
"Cuando él terminó de tocar, le dije a Enzo que iba a avisarle a mi madre que estaba viva (estábamos en la era anterior al celular) y le pregunté dónde nos encontrábamos después. Yo me iba a Milán, en tren, a la mañana siguiente.
De ahí, después de solo una noche, un vuelo a Londres. No podía quedarme en Italia. Enzo no quiso que fuéramos a comer juntos. Estaba muy cansado, me dijo, no había dormido la noche anterior. ¡Pero me voy!, le grité. Me acuerdo de que grité muy alto, llorando, en una calle mal iluminada. Si querés, voy a despedirte a la estación, me dijo. Lo mandé a la mierda y me fui corriendo, esperando que me siguiera, pero no me siguió".
"No volvió.
No volvió nunca. Mi madre me trajo media pizza fría, que devoré, y después me dormí viendo por televisión la repetición de una carrera de caballos, estilo medieval, en Siena.
—Ese chico tiene pinta de drogadicto —dijo mi madre, y yo lloré más.
Al día siguiente, nos peleamos en la estación de tren. Era imposible mover su valija, tan pesada, llena de libros que las dos habíamos comprado en Florencia y Roma y Venecia. La acusé de consumista. Le grité: ¿Cómo vamos a mover esto dentro de diez días, si no se mueve ahora? En eso tenía razón, pero fui injusta y cruel con ella.
Enzo no vino a despedirme a la estación, claro. Lloré durante todo el camino a Milán. Mi madre todavía cree que lloraba por nuestra pelea y por mi eterno malhumor.
Fue así como me enamoré de los cementerios".
"Fidel se fue antes del bis, una versión bien popular de Rock ’n’ roll music que la gente se atrevió a bailar (antes apenas habían movido los bracitos en sus asientos) porque «por fin se fue el comandante», me dijo una chica. No nos revisaron para entrar en el teatro pese a que estaba prevista la presencia de Fidel, aunque no se había anunciado públicamente. Cuando le comenté
esto a Raúl, uno de los albañiles que le estaban construyendo a Albertico su ilegal fantasía veneciana, me dijo:
—Pues claro, no le hace falta porque a Fidel no se lo puede matar.
—¿Cómo que no se lo puede matar?
—Que no. Él se morirá cuando se muera, pero matarlo no pueden. Ya lo intentaron hasta con una cotorra.
—¿Con una cotorra?
—Sí: iba directo hacia él, llevaba una bomba dentro.
—¿El pájaro?
—Sí. Me entiendes".
"Durante días, llegaron más detalles espeluznantes y de pronto su muerte se convirtió en un misterio, como la de Marilyn. Albertico es mi primer amigo muerto. Lo extraño y envidio a otros amigos suyos, que pasaron más tiempo con él, que recibían con mayor frecuencia sus llamadas, que le fueron más fieles. Albertico murió el 23 de septiembre de 2008. Dos meses después, en Gales, los padres de Richey Edwards consiguieron que los tribunales dieran por muerto a su hijo, aunque nunca encontraron el cuerpo".
"Doris me ofrece una solución para mi traslado, a través de una amiga suya que está haciendo la prensa de una editorial multinacional. Una solución un poco vergonzosa: que me lleve un chofer de su confianza en un auto de alquiler, lo que en Argentina llamaríamos un remise. No puede ser barato, pero ellas aseguran que corren con los gastos, que es una cortesía… que me deje de joder, básicamente".
"—Hace unos días, arrojaron un dominicano sin cabeza.
No entiendo.
—¿Qué cosa?
—Un dominicano decapitado, señorita. Asuntos de narcos.
—¿Adónde lo arrojaron?
—Pues ahí enfrente.
Hace una seña general con la mano: afuera, en algún lado, en el perímetro
del cementerio.
—Le dejaron una nota, dicen que decía «te pasa por maldito y atrasador».
—¿Y la cabeza?
—Espere, señorita, ¿le gustan las historias truculentas?".
"Trae algo en las manos.
Una bolsa de basura, de plástico, negra.
Siento un gusto plateado en la boca, monedas en el paladar. Tengo miedo.
El guarda, con una rodilla clavada en el suelo, abre la bolsa. Es como si desenvolviera un regalo. Termina de abrirla y ahí está. Una calavera.
Obviamente, antigua. No sé distinguir si es de hombre o de mujer, pero es grande, no de un niño, y tiene la boca abierta. Esa calavera fue cabeza y esa cabeza, la cabeza de ese hombre o esa mujer, murió gritando. Tiene los dientes de la mandíbula muy torcidos; la mandíbula, en realidad, está un poco torcida. A lo mejor fue un golpe y lo que veo no es el grito, sino la deformación final.
—¡Tómele una fotografía! —medio que me ordena el guarda. Lo hago. Y, al hacerlo, se me cae la cámara. Se cae. Las pilas ruedan por el piso, por suerte la cámara no se desarma, pero no sé si volverá a funcionar.
—¡La cabeza del dominicano! —se ríe el guarda, no sé si de mi susto, de su chiste o del dominicano sin cabeza. Por las dudas, me voy. Le digo que me están esperando".
"Uno pregunta si el cementerio todavía se usa.
—No. Ya no me acuerdo cuándo fue el último entierro. Si alguien se enferma grave, lo llevan al continente.
Y la guía agrega, acomodándose la bufanda, ya húmeda por la llovizna helada:
—Además, acá nadie se muere.
Y con eso se da vuelta y pide que la sigamos hasta las ruinas de la cárcel, cuya historia y deterioro explica largamente.
—¿Cómo que acá nadie se muere? —le susurro a mi pareja—. ¿Qué son, vampiros? ¿Qué quiso decir esta mujer?".
"En la parte más alta de la isla, hay un laberinto de ligustrina bastante grande, pero está cerrado. ¿Quién cierra un laberinto? ¿Para qué? ¿Por qué no se puede transitar? ¿Quién lo mandó a hacer? Una vez más, la guía es reticente a las preguntas. Dice que no sabe. Un lugareño —lo identifico como tal porque lo vi en el almuerzo, descargando botellas de gaseosa— acompaña al grupo de visitantes por algún motivo (¿querrá pasear?) y agrega: «El laberinto no está habilitado». ¿Por qué? No lo sabe. Nadie sabe nada. Acá nadie se muere y nadie contesta".
"Quiero hacer una incursión secreta en la Zona Intangible. Mi pareja dice que es como la aldea de «los Otros». Estamos siguiendo la serie Lost; estamos sugestionados".
"No hay solución para el misterio de las cruces. Hay leyendas, sí, originadas en la ficción. Una está publicada en la colección Cuentos fantásticos del Delta, de Roberto Vilmaux, y dice que el palo de las cruces se va inclinando solo, con el paso del tiempo. Cuenta el caso de un matrimonio que enterró a su hijo, conscripto de la Marina, y vio, aterrado, cómo su cruz perfectamente cristiana se iba torciendo con los años hasta alcanzar el aspecto de todas las demás. ¿El motivo? «Algo» que conectaría a todos los torcidos en el pasado. El remate del cuento: los padres van a visitar la tumba en otoño, hojas secas por todos lados, y, cuando llegan, la tumba está rajada. Atisban el interior y lo que ven les hace dar un grito. Nunca vuelven a la isla. Como cuento fantástico, es demasiado vago. ¿Qué vieron los padres? ¿Un cuerpo sin corromper? ¿Me está queriendo decir que las tumbas marcan lugares de reposo de vampiros? Podría ser: aquí nadie se muere".
"A las cinco de la tarde estamos en el muelle, listos para el embarque. Hace frío otra vez. El río está plateado y quieto, como una serpiente mojada".
"—¿Notaron qué hay al lado, nuestro vecino? —dice, de repente.
—No —le decimos, porque no se ve mucho de noche: las calles son bastante oscuras.
—Bueno, es una funeraria. Desde la ventana de nuestro cuarto podemos ver si los empleados suben o bajan las escaleras. Y, sin embargo, no tengo un solo fantasma en casa. Ni uno.
—Lo siento mucho —le digo.
No tener un fantasma en tu casa, más aún al lado de una funeraria, es en Savannah una clara muestra de mala suerte".
"Gracie tiene varias ofrendas pequeñas, rosas rojas —la mayoría, artificiales— y alhajas de fantasía: brillantes, rosadas, de nena, algunos anillos, colgantes, prendedores. Dicen que, si le sacan uno, la estatua llora lágrimas de sangre. Muy dramática, Gracie".
"Savannah está llena de fantasmas de niños y Gracie no está entre los más temidos. Hay una casa en la calle Abercorn que tiene una increíble mala fama y ninguna prueba, ni siquiera remota, que la relacione con las dos historias de fantasmas que se le atribuyen: la de un hombre que castigó a su hija atándola a una silla hasta que murió de hambre —los dos se aparecen en la ventana— y la de tres niñas descuartizadas dentro de la casa, estilo Jack el Destripador. No hay nada, ni una crónica policial, que apoye estas historias. Sin embargo, la gente suele desmayarse en los tours de fantasmas que los llevan ahí y los fans de la casa —tiene fans: todo tiene fans— publican fotos de manchas que parecen caras a un ritmo diario: manchas en las paredes, apariciones en las ventanas. Estos niños muertos, vengativos, son más temibles que la pequeña Gracie. Ella, pobrecita, apenas se enfermó y murió".
"Lejos del ángel, cerca del río, está la tumba de Conrad Aiken, poeta, novelista y cuentista, ganador del Pulitzer de Poesía en 1930. Su tumba es un banco y dice: «Marinero cósmico: destino desconocido». El último deseo de Conrad, según se cuenta, fue que la gente se le sentara encima, tuviera una magnífica vista del río y tomara un martini en su honor. Sin embargo, dudo de tanta hospitalidad y buena onda".
"—Me estoy acomodando —dice.
—Seguro vas a ser feliz acá, es un lugar tan hermoso…
Ned está viejo. Las tonterías ya no le causan ni siquiera gracia.
—Bueno —dice—. Uno puede ser muy infeliz en el lugar más lindo del planeta y conseguir la felicidad completa en un suburbio industrial. Savannah es muy hermosa, pero veremos si me hace feliz".
"—Trabajé para un grupo de psiquiatras argentinos una vez. Venían a una conferencia internacional. Por la mañana, iban a sus clases científicas; por las tardes, venían a mi templo.
—¿Y qué pedían?
—Ah, cosas.
La sacerdotisa Miriam es discreta. Enseguida se desvía del tema.
—Uno de los psiquiatras se enamoró de mí, pero me dio miedo.
—¿Por qué?
Abre los ojos, levanta las manos:
—¡Me dijo que quería comerme toda!
—Ay, lo decía cariñosamente, sacerdotisa.
—¿Cómo va a ser cariñoso el canibalismo?
—En Argentina es una manera de decir".
"Vi el perro, el perro verdadero, cuando me alejaba del panteón de Jesús Flores.
No me gustan los perros. Tengo un trauma infantil. Vi, una tarde, cómo el aparentemente inofensivo perro de una familia amiga le saltaba a su dueña a la boca y le arrancaba los labios de un tirón y después se los comía, en el piso, como si fuera carne picada. La dueña había cometido un error: había querido sacarle una pata de pollo que estaba comiendo, pero no se merecía semejante reacción, semejante castigo. Era un perro chiquito y callejero, de hábitos rutinarios y pocos ladridos. Sin embargo, un día, este baño de sangre: los gritos de esa mujer, el furor del animal, mi terror y el de su hija… Recuerdo haber llamado a mi mamá gritando «le comió la boca, le comió la boca».
Nunca más confié en ningún perro. No me engañan sus ojos tiernos, su cola alegre, su jovialidad ni los topetazos amistosos. Yo vi de qué son capaces. Y lo ocultan. Un gato es un animal mucho más sincero: es arisco, agresivo, gritón, puede ser repugnante; uno sabe en qué se mete cuando se mete con un gato. En cambio, los perros, esos animales hipócritas, son pura duplicidad. No me gustan los perros. Ni los grandes ni los chicos ni los lindos ni los feos ni los vivos ni los muertos.
Este perro, ciertamente, no me gustó. Un manto negro callejero, de físico fuerte, joven, parado en la avenida del Panteón de Mezquitán, bajo el sol. Le hice «shhh» por hacer algo, bajé la cámara para que no pensara que lo estaba amenazando, me saqué los anteojos para que no creyera que estaba ocultándome; rogué para que mi cuerpo no exudara adrenalina y terror. El perro me mostró los dientes.
(...)
Traté de rodear una tumba para escapar por una callecita, pero eso lo puso a ladrar. Se me cayó la cámara de las manos. Quise llorar. ¡Seguro los ladridos alertarían a alguien! Nadie vino, sin embargo. Crucé al otro lado de la avenida. Eso pareció tranquilizarlo, aunque no mucho. Seguía erizado, gruñendo, todo él perfectamente negro, de pelo corto, con los ojos fijos.
Seguí caminando hacia atrás, sin dejar de mirarlo, hasta chocar con un ciprés. Entonces, él dejó de gruñir y se acomodó sobre una tumba. Se sentó, muy tranquilo. Alerta, pero sin amenazar, ya dueño otra vez. Comprendí.
Custodiaba, por la razón que fuera, esa tumba. Le saqué fotos de lejos. En todas me mira y tiene los ojos rojos. Debo haberlas tomado con flash".
"La gente le lleva facturas, lo invita a comer, él anda en bicicleta como un adolescente. Con su sonrisa, con la boina siempre puesta, don Pablo es un guardián. Es el espíritu alegre de los veranos perdidos".
"Para mi misión, llegué a las Catacumbas con un gamulán de mangas anchas y de enormes bolsillos, totalmente inadecuado para la lluvia, más lindo que abrigado (también inadecuado para el frío). Sin embargo, de todos los sacos que traje en este viaje a Europa, el gamulán es el más apto para esconder, entre la manga y mi brazo, como si se tratara de un estilete, el hueso que quiero llevarme de Los Inocentes, el hueso que voy a robarme de estas catacumbas".
"Tanteo entre los huesos del rincón, que está muy oscuro, y encuentro uno fino y firme, de unos veinte centímetros, en perfecto estado. Rápido, rápido.
Lo deslizo dentro de la manga del gamulán. Tiene el largo de mi antebrazo, pero eso no significa, pienso, que sea un hueso del brazo. A pesar de mis obsesiones macabras, conozco poco de anatomía. Enseguida lo bautizo François".
"Camino muy rápido, pero más tranquila. François me obliga a tener el brazo doblado. Si extendiera el brazo y François se deslizara y cayera sobre la vereda en esta avenida agitada, ¡no solamente lo habría molestado en su descanso, sino que también quedaría destrozado! Te voy a cuidar, le susurro.
Vas a ver mundo, seguro que no viste mundo en tu vida y menos en esa tumba tan hermosa, pero solitaria, con los turistas que hablan en sus lenguas y se ríen y te hacen soñar con otros cielos y otras vidas.
No me da culpa haber tomado a François. Ni un poquito de culpa".
"Tengo miedo por François, mi hueso. Si se moja, si se humedece, ¿correrá peligro de desintegración? No sé qué pasa con los huesos. Siento, por un momento, que acabo de adoptar una delicada mascota y que no sé cómo cuidarla. Aprovecho que nadie me ve, que nadie puede tomarme por loca, y le hablo. Le digo que es ridículo estar en medio de una tormenta frente a la tumba de César Vallejo, que después voy a explicarle por qué".
"«¿Viste qué hermoso, François?», le digo a mi hueso y de repente siento cómo una gota se desliza desde mi nuca por mi espalda, bajo el pulóver y la remera; una gota helada, que puede haber caído del cielo o de mi pelo; una gota que me recorre como un dedo las vértebras.
Sé qué es, sé lo que pasa. Me acuerdo. Hubo otro François en este cementerio y yo estoy diciendo su nombre, lo estoy nombrando, lo estoy llamando. Salgo de Montparnasse con el frío de François Bertrand en mi espalda".
"—Mirá lo que saqué de las Catacumbas.
«Saqué», ese verbo uso; y, como si lo subrayara, saco el hueso que llevo debajo de la manga del gamulán. Parece tan frágil, tan fuera de lugar en este departamento fresco, lleno de luz, con las computadoras Apple y las tartas de zapallitos que mi amiga prepara en la mínima cocina.
Vicky mira sin entender. Le explico:
—Es un hueso.
—¿Te robaste un hueso? —casi me grita—. ¡Las Catacumbas es un museo! ¡Si te encontraban…! ¡Vos no sabés cómo son los franceses…!
No sé qué decirle. Le digo la verdad:
—Quería un hueso de Los Inocentes.
Está ofuscada. No quiere hablar de Los Inocentes. Dice que vienen amigos a cenar. Estás loca, repite. Qué peligro, murmura. Yo no sé cómo lo vas a pasar por la aduana, la verdad; ahí tiene un punto.
—Lo meto entre la ropa y listo.
—¡Es un hueso! —me dice.
Agarra las toallas con las que acabo de secarme el pelo, me señala un colgador para que ponga a secar mi gamulán. Después apunta a François:
—Y, aparte, no quiero esa cosa en mi casa. Duerme afuera".
"—¿Le tenés miedo? —le pregunto, divertida.
—¿Al hueso? No, tarada. Le tengo miedo a la policía.
—No me vio nadie.
—Ay, Marian, debe haber cámaras en las Catacumbas.
—No me siguió nadie.
—Vas a aparecer en el noticiero.
—No pasa nada".
"François nunca me trajo problemas. No viene con su fantasma. No se está desintegrando ni se desarma. Diría que es feliz, pero no sé si los huesos pueden ser felices. François es completamente mudo y hasta aburrido, pero es un hueso de Los Inocentes".
"Le pregunto, porque sé que es el único capaz de saberlo, si conoce al autor de la estatua de Ricardo en Montparnasse. Guillaume sonríe y me dice que sí, que claro, que es una escultura de Niki de Saint Phalle.
—Qué apellido obsceno —le digo.
—¡Pero santo! —me contesta".
"Qué hermosos son los cementerios, pienso mientras miro por la ventanilla el cielo gris. Mi amiga Patricia duerme a mi lado. «Donde se pueda leer su epitafio». Donde quedan el nombre y la fecha, una voz que dice: estuve, fui.
A lo mejor ya nadie sabe mi nombre, pero alguna vez alguien me recordó".
Mariana Enríquez
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