"Fue el 11 de enero de 1793 cuando conocí a Cécile de Walterbourg, hoy mi mujer".
"La relación entre mi mujer y el príncipe, en ocasiones empañada por violentas aunque cortas disputas que sólo iniciaba yo de mala gana, prosiguió así ante mis ojos, y a veces, olvidándome de mi situación, me quedaba mirando a aquellas dos personas molestas con mi presencia; y no podía dejar de envidiar a aquellos dos corazones ebrios de amor".
"Un día pasamos la velada los tres solos en medio de un silencio bastante profundo.
Pero las miradas de ambos amantes, su compenetración, que afloraba en los menores detalles, la felicidad que sentían por encontrarse juntos aunque no pudiesen decirse una palabra sin que los oyera, me sumieron en una profunda meditación. «¡Qué felices son! —me dije al regresar a mi habitación—. ¿Y por qué tendría yo que verme privado de semejante felicidad; por qué, con tan sólo veintiséis años, no podría volver a enamorarme?»".
"Su mujer estaba sentada en un sofá con un más que evidente aspecto de aburrimiento. Le encontré un rostro agradable, una piel muy blanca, un tono de voz suave, un bonito pelo, unos brazos y pechos espléndidos. Aquella noche le escribí una carta declarándome".
"Volví a escribir, pedí perdón por mi osadía, me limité a suplicar que tolerara un sentimiento al que ya sólo quería llamar sincera y fuerte amistad. Negociamos durante varios días".
"Mi mujer no era bonita pero tenía a su favor la edad y la figura. Entre todas las mujeres existe una secreta enemistad, sobre todo entre las de distinta edad".
"Hablé de mis derechos como esposo, de mi voluntad, de mi poder. Ni siquiera sabía bien lo que quería. Siempre ha habido en el fondo de mí una especie de bondad que me impide exigir de los demás aquello que les produce auténtica pena".
"Hay cosas que sospechamos, que queremos ignorar, pero cuya prueba nos resulta intolerable".
"«Podría perderla —le dije—, pero no quiero. Rompamos una unión que ya no puede mantenerse. Pida el divorcio. Acúseme de todas las culpas que no mancillen la fama de un hombre. No le reprocharé nada, pero quiero ser libre y no dar mi nombre a un hijo que me obligue a despreciar para siempre a su madre»".
"Una vez en Kassel no encontré a Cécile y la estuve esperando un día entero.
Como aquel retraso me resultaba extraño y me hacía temer que un acontecimiento imprevisto hubiera echado por tierra nuestros proyectos, el miedo a perderla reavivó mi afecto y padecí durante las tres últimas horas todas las inquietudes que produce el amor".
"Sus cartas, siempre cariñosas y dulces, me habrían hecho sin duda regresar a su lado, y ya estaba pensando en acercarme, aunque sin excesiva prisa, cuando, por una casualidad que ha tenido un prolongado influjo en mi vida, conocí a la señora de Malbée, la persona más famosa de nuestro siglo tanto por sus escritos como por su conversación. Jamás había visto nada igual. Me enamoré perdidamente de ella. Por vez primera, Cécile quedó completamente borrada de mi memoria".
"Dejé de contestarle.
Acabó por dejar de escribirme. Y aquí se genera en nuestra historia un amplio vacío, sólo interrumpido de vez en cuando por circunstancias en apariencia insignificantes pero que parecían avisarnos, de un extremo a otro de Europa, de que estábamos destinados a unirnos".
"Me fui a vivir primero cerca de ella y luego a su casa.
Pasé todo el invierno declarándole mi amor".
"No tardé mucho en advertir que, por un lado, estaba volviendo a sentirse fuertemente atraída por mí, y que, por otro, su marido se estaba poniendo celoso".
"Yo le recordaba a Cécile la época de su primera juventud, una época que va cobrando mayor encanto a medida que se aleja".
"No tardé mucho en advertir que, por un lado, estaba volviendo a sentirse fuertemente atraída por mí, y que, por otro, su marido se estaba poniendo celoso".
"Yo le recordaba a Cécile la época de su primera juventud, una época que va cobrando mayor encanto a medida que se aleja".
"Tenía el corazón tan lleno de Cécile que todo el mundo advirtió mi agitación".
Benjamín Constand
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